La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
propio, te mueres de pena, malgastando paciencia y combustible, aguardando hasta que alguien se marche y libere un espacio ni verde ni azul, y pobre de ti si no eres rápido de reflejos y algo imprudente, porque como tardes un segundo ya te lo han quitado y regresa la condena a la desesperante espera.
Al entrar se asomaron al jardín y allí estaban las dos, Rosita y Berta, sentadas en un banco y riendo sin parar.
—Hola, ¿y esas risas? —preguntó Ágata contenta.
—Esto es un infierno —respondió la yaya Berta antes de estallar en carcajadas al unísono con su compañera.
Ágata y Malena se miraron sin saber qué decir, no entendían muy bien hacia dónde llevarían esas risotadas y esperaron a que la razón se desvelara.
—Tranquilas, no es nada —les explicó Berta—. Es que dependiendo de la sala en la que entres se te transforman cuerpo y alma: ¡Pam! En un santiamén te encuentras en un manicomio terrible repleto de dementes, de cuerpos inertes que babean y se descuelgan de su ser. ¡Pam! Abres otra puerta y ves a un abuelete en pantalón corto haciendo deporte, guiado por el macizorro de Alfonso, que le anima a continuar, como si el pobre hombre tuviese que llegar a alguna parte y con cara de susto por si muere sin lograrlo, y al otro lado de la sala, una abuela tumbada en una camilla intentando incorporarse y otra dando vueltas a una rueda sin parar. ¡Pam! La sala de la nada: un montón de sillones reclinables dispuestos en fila como en un cine, dirigidos hacia un gran televisor del que poco se alcanza a ver y del que no fluye sonido alguno. Los ves allí sentados, con la mente en blanco, sin esperar nada más que lograr mantener la esperanza de poder seguir esperando, hora tras hora. ¡Pam! El comedor: Ojo no te equivoques de turno, nosotras estamos en el último turno, el de los todavía cuerdos y sanos. El de los vivos no muertos, porque los hay que aún respiran estando ya sin vida. ¡Pam! La sala de juegos: es como intentar jugar al veoveo con alguien que ya casi no ve. Adivina adivinanza para los que ya perdieron del todo su memoria. Es un sinsentido para muchos y una sala mágica repleta de diversión para otros. —Berta se secó las lágrimas que asomaban por sus gastados ojos, esta vez de tanto reír, con la punta de un pañuelo y dijo—: Ay, mis niñas, creí que esto sería como un hotel y es como un parque de atracciones. Hay que saber elegir en cuál montarse y estar atenta a los horarios de apertura y al toque de queda. Por lo demás, no tengo queja. Todo el mundo es muy amable y, como tratan de agruparnos según nuestro estado físico-mental, resulta que ya he hecho amiguitos nuevos y a las cinco hemos quedado para una partida de parchís.
Resonaron de nuevo las carcajadas de las dos octogenarias.
—Pero, ¿has pasado buena noche?, ¿has dormido bien? —le preguntó Ágata a su abuela.
—Sí, cariño. La cama es buena y dejando un poco abierta la puerta de la terraza entra un fresquito agradable. Lo que sí debo pedirte es que me traigas mis medicinas. No las he encontrado por ninguna parte y eso que he mirado bien en el armario y en la mesita de noche. Varias veces lo he mirado.
Ágata se quedó de piedra. Una especie de pánico recorrió su cuerpo del estómago a la frente.
—No, yaya, las medicinas te las tienen que dar ellos aquí. ¿No te has tomado aún la pastilla de antes de acostarte ni las que tomas después del desayuno? —preguntó alarmada.
—No.
—Sí, Berta —dijo Rosita—. Te las han dado en un vasito pequeño de papel junto con otro vaso más grande lleno de agua. Yo he visto cómo te las tomabas.
—¿Seguro? —preguntó Malena.
—Sí. En eso no fallan. Se olvidan a veces de otras cosas, pero de las medicinas nunca —confirmó Rosita.
—Ahora lo hablaré con Matilde. Eso tiene que ser sagrado —dijo Ágata.
—Que sí, mujer. No te preocupes —insistió Rosita—. Cuéntales el plan, Berta. Venga, cuéntaselo.
—¡Ah, sí! —dijo la yaya Berta muy animada—, hemos dado con la solución a tu problema, Mali.
—Si lo hacemos bien ya no habrá muerte —adelantó Rosita.
—¿Qué plan? —preguntó Ágata.
—El plan para dejar a Fernando sin dejarlo para que no muera y Malena pueda ser libre para ser madre sin un padre. ¿Era así? —preguntó Rosita.
—Exacto, era así —confirmó la yaya Berta—. Vayamos a ese rincón, donde la mesa bajo la carpa, y os lo contamos todo.
Se sentaron alrededor de una mesa redonda, alejadas del resto de residentes y la yaya Berta planteó su idea:
—Tenemos que conseguir que Fernando te deje. Si él te deja a ti, en lugar de tú a él, se romperá la maldición y ya no recaerá sobre tu conciencia ese destino fatal.
Ágata se masajeó las sienes.
—Ya me temía yo algo así.
—Mira, hemos pensado en Eugenia. ¿Era Eugenia? —le preguntó Berta a Rosita.
—No, Berta, Eugenia es la cocinera. Hemos pensado en Valeria.
—Eso, Valeria, con tanta gente nueva me confundo. Valeria es una enfermera peruana.
—Colombiana —corrigió Rosita.
—Colombiana y guapísima. Muy simpática, de vuestra edad más o menos. Separada y con un hijo, pero el hijo vive en Colombia con sus abuelos, así que no sería problema para Fernando.
—Yaya —interrumpió Ágata.
—Calla un momento, deja que siga que luego me pierdo. Eugenia…
—Valeria, Berta. Es Valeria —repitió Rosita.
—Eso, Valeria. Pues resulta que Valeria es enfermera por las mañanas y actriz por las tardes. Su sueño es triunfar en el cine y qué mejor práctica que actuar en la vida real, haciendo de buscona, y en cuanto Fernando caiga en sus redes, porque caerá, entonces te dejará él, enamorado de la enfermera y algo dolido por fallarte a ti, y tú serás libre de ataduras y de maldiciones.
—Menudo plan —soltó Ágata.
—No me digas que no es bueno —le dijo Rosita.
—Buenísimo —se burló Malena.
—Estupendo. Solo necesitamos quinientos euros —concluyó Rosita.
—¿Quinientos euros? —preguntó Ágata.
—Sí, se lo hemos propuesto a Eugenia y dice que por quinientos lo hace.
—Valeria, yaya, se llama Valeria y me parece muy fuerte que le hayáis planteado vuestra monstruosidad de plan a la pobre muchacha. ¿No os da vergüenza?
—Ha dicho que sí y ahora ya no vamos a quitarle la ilusión de trabajar como actriz para nosotras —insistió Berta—. Mira, es esa chica: ¡Valeria! Digo… ¡Eugenia!, siempre me equivoco.
Valeria se giró hacia ellas y se acercó a su mesa. Era realmente hermosa, de piel trigueña y cabello largo, ondulado y negro. Su caminar era sensual y acorde a las pronunciadas curvas de su cuerpo.
Malena se quedó alucinada y exclamó:
—¡Sí, hombre! Venga ya…
Ágata no pudo contener la risa y tuvo que disculparse al llegar la colombiana. Se levantó y se fue al baño.
Al regresar, seguían las cuatro alrededor de la mesa conversando animadamente.
—¿Y bien? —preguntó Ágata al sentarse con ellas.
—Esta es mi nieta. Ella de momento está contenta con su marido —aclaró Berta.
—¡Yaya! Deja de decir chorradas. Perdónalas —le pidió a Valeria—, se han inventado un plan absurdo y siento que te hayan metido en él.
—Igual no es un mal plan —comentó Malena—. Al fin y al cabo, no sabía cómo avanzar con