La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz

La maldición de la yaya Berta - Eva Miñana Marquéz


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toque único que solo la yaya Berta sabía darle.

      Ágata la guardó junto con el molinillo de café. Al verlo, recordó el aroma que invadía la cocina por las mañanas. Berta tenía dos: uno manual y otro eléctrico. Se quedó con el manual, aunque el más usado por la yaya fuese el otro.

      Colocaron cuidadosamente en una de las cajas de cartón, envueltas una a una, las piezas de un delicado juego de té japonés. Fue un regalo de Joaquín, el mayor de los tres hermanos de Berta, el más aventurero y fantasioso. Viajero incansable, incapaz de asentarse en un solo lugar; quizá por eso murió soltero y sin descendencia conocida. Toda esa porcelana sería para Valentina.

      Separaron los vasos para donarlos, así como platos y otros elementos de la vajilla. Batería, sartenes, bandejas… todo en cajas y etiquetado.

      Prosiguieron del mismo modo con el baño.

      Llegó el turno del salón. Era un comedor luminoso que daba a una amplia terraza. Ágata y Malena recordaban haber pasado muchas tardes allí, pintando y recortando cartulinas mientras la yaya Berta cosía. Fue una buena costurera y les confeccionaba preciosos disfraces, vestidos vaporosos y ropita para sus muñecas. En invierno se colocaban cerca de la cristalera para aprovechar al máximo la luz natural y en verano salían a la terraza y cotilleaban observando a la gente que pasaba por la calle. Imaginaban sus vidas e inventaban historias sorprendentes que les iban a ocurrir al cruzar la calle. A veces su suerte dependía de las luces del semáforo. Todo era posible.

      —¿Qué haréis con los muebles? —preguntó Malena.

      —Los daremos. Están muy viejos. Menos su cama, que es nueva. Se compró una de esas articuladas con colchón de no sé qué… Se la quedará mi madre y la colocará en la que fue mi habitación. Ya sabes que anda muy fastidiada de la espalda y cada vez le cogen con más frecuencia esos dolores insoportables. Le irá bien esa cama, aunque a mis padres les suponga dormir separados. A ciertas edades conviene descansar. Los encuentros amorosos, que no sé si los siguen teniendo, que los organicen como una cita especial y, después, cada uno a su camita, como se hacía antiguamente. ¿A qué edad se dejará de tener sexo?

      —Ni idea. No creo que sea una cuestión de edades. Lo que está claro es que nadie se salva de envejecer —comentó Malena—. Si vives, envejeces. Si no envejeces, mueres. Y… ¿qué haréis con la máquina de coser?

      —¿La quieres? —preguntó Ágata.

      —Me encantaría tenerla. ¿Puedo?

      —Claro. Para ti. Si hay algo más que quieras, dímelo. Piensa que casi todo lo vamos a dar. No nos caben muchas cosas en nuestros minipisos y creo que tampoco debe de ser muy sano almacenar objetos por el simple hecho de querer atesorarlos sin darles una utilidad. Hay gente que los necesita. Guardarlos envueltos sin usar debe de generar mal karma.

      —Habló la que no cree en las maldiciones —se mofó Malena.

      —A ver si tenemos suerte y encontramos su diario, aunque miedo me da enterarme de sus secretos.

      —Igual descubrimos que tenía un amante, ¿te imaginas?

      Continuaron empacando y recogiendo. Aparecieron fotografías antiguas, postales y cartas de la familia y de algunos amigos que tuvieron que marcharse muy lejos.

      Dejaron las tres habitaciones para otro día. Era ya noche cerrada y estaban muy cansadas.

      —¿Te parece que regresemos el miércoles y continuamos? —propuso Malena.

      —Sí, estoy destrozada. Te recojo en el centro al salir del trabajo y venimos juntas.

      —Vale.

      Cargaron varias cajas entre las dos y las metieron en el maletero del coche de Malena. Las descargaron y guardaron en casa de Ágata. Después, Malena se fue desanimada hacia la suya, hacia ese hogar que ya no la reconfortaba, y herida también al ver que toda una vida puede quedar reducida a unos pocos objetos que repartir.

      No era nada sencillo regresar al lado de alguien a quien se quiere dejar y todavía se ama. Fernando no podía sospechar que iba a ser abandonado y estaba feliz con su día a día, con su pareja y con la visión de ese futuro que tan poco tenía que ver con el de ella.

      —¡He hecho una tortilla de patatas! —exclamó Fernando al escucharla entrar.

      Sabía que Malena no podía resistirse a sus tortillas. Siempre estupendas, esponjosas y sabrosas. Gorditas, bien gorditas, en su punto jugoso.

      —No habrás cenado ya, ¿no? —le preguntó al acercarse a ella en busca de ese beso rápido y espontáneo que se daban a cada encuentro.

      —No. Hemos estado liadas empaquetando recuerdos en casa de la yaya Berta y la verdad es que tengo hambre.

      Fernando la había esperado y la tortilla estaba intacta.

      Se sentaron en la mesa ya dispuesta en el pequeño balcón, frente a frente, separados por la tortilla, unas cuantas rebanadas de pan con tomate y una botella de vino tinto.

      —¿Qué te ocurre? —le preguntó Fernando—. Últimamente estás muy rara. Te noto distante. Triste, como si los colores que no sé distinguir pero que sé que siempre te acompañan se estuviesen apagando. ¿Es por todo esto de la residencia?

      —Imagino que sí —mintió Malena—. Mmm… la tortilla está buenísima. Gracias. Es lo que necesitaba.

      —Me alegro. El postre lo he guardado en la habitación.

      Fernando le guiñó un ojo y Malena sonrió sucumbiendo a su encanto. Lo amaba, lo seguía amando, pero tenía claro que esa relación jamás la llevaría al lugar que tanto anhelaba. Pensaba que, tal vez, si lograba esperar un poquito más, lo justo hasta cruzar el umbral que separa a toda mujer de la fertilidad, entonces lo aceptaría, dejando atrás suspiros y sueños de ser madre. Pero no, sabía que incluso así le quedaría la esperanza de adoptar y el ahogo y la desesperación seguirían allí. Tenía que dar ese paso y no podía demorarlo mucho más. Tenía que dejarlo.

      Malena era consciente de que no se debería obligar a nadie a tener un hijo, pero tampoco convenía vedar ese deseo a quien tanto lo ansía. Parecían estar hechos el uno para el otro, sin embargo, esa llamada interior tan poderosa solo la escuchaba ella y en ese punto se separaban sus caminos. Si seguían juntos, uno de los dos debería ceder y estaba segura de que la cumbre de la felicidad, ese pico tan alto al que aún no había llegado, dependía de su elección. Pero también era consciente de que ser madre sin él le restaría altura a esa escalada hacia la cima. Ya lo había intentado todo para convencerlo, para hacerle cambiar de opinión, ya no le quedaban argumentos ni promesas arriesgadas por hacer con el fin de alcanzar su propósito.

      ¿Quién de los dos era más egoísta? ¿Qué otra solución podía haber para equilibrar justamente esos anhelos tan dispares?

      En ese punto su amor se convirtió en condena, solo faltaba repartir los papeles de verdugo y condenado. ¿Quién sería quién? ¿Y cuál sería la sentencia?

      Llegó el miércoles y, tal como habían quedado, Ágata pasó a recoger a Malena de la clínica dental en la que trabajaba de recepcionista. Regresaron al piso de la yaya Berta y continuaron con las labores de selección y búsqueda.

      Optaron por no separarse, siendo conscientes de que eso no agilizaría su labor, pero prefirieron permanecer juntas en todo momento, como si presagiaran el hallazgo de algo realmente significativo, algo que podría cambiar muchas cosas, pues un pasado distinto modificaría sin remedio el presente.

      Ágata temía descubrir que nada fuese tal como se le había contado, que sus orígenes hubiesen sido maquillados albergando misterios aún no desvelados. Empezaba a tener dudas sobre esa maldita maldición. Temía encontrar confesiones imperdonables, engaños para despistar, para ocultar oscuras verdades. Había hablado con su madre sobre la boda por penalti y Valentina tampoco lo sabía. Ni sabía de esa agitada juventud de Berta: todos esos amantes que compartieron placeres con ella y que la agasajaban con poemas y esmeradas atenciones.

      Dejaron


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