La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
la comida y continuaron avanzando en su propósito. Por fin, la habitación que durante tantos años compartieron los abuelos.
Vaciaron la cómoda, las mesillas de noches, el armario… Malena se arrodilló en el suelo y empezó a despojar de recuerdos el baúl de cuero, que cumplía también la función de banqueta, ubicado a los pies de la cama.
—¡Lo tengo! —exclamó.
—Déjame ver —le pidió Ágata.
Malena le pasó una caja de cartón de color gris. Era antigua y permanecía cerrada con la lazada de una cinta de terciopelo azul. En la esquina superior derecha había una anotación hecha a mano. Era la letra de Berta: «Quien decida abrir esta caja debe asumir las consecuencias».
Se miraron. Malena asintió y Ágata se sentó en la cama. Tomó un extremo de la cinta y empezó a tirar de ella suavemente, como si realmente no quisiera lograr deshacer ese nudo. Paró.
—¿Crees que debemos? ¿Y si llevamos la caja a la residencia y la abrimos juntas, con ella? Tal vez podrá aclararnos dudas. Ella sabrá explicarnos los detalles de lo que ha protegido durante tanto tiempo. Son sus recuerdos y no sé si estoy dispuesta a «asumir las consecuencias».
—Ábrela, Ágata. Veamos al menos qué hay dentro y, si no nos aclaramos, se la llevamos el sábado.
Ágata llenó sus pulmones y exhaló con fuerza todo el aire contenido. Deshizo el lazo de un tirón, apartó la cinta de terciopelo azul y acarició la caja con su mano derecha. Después, cuando por fin levantó la tapa, encontraron un montón de papeles con anotaciones de Berta. Había fotografías, dibujos y objetos raros de guardar, como la tetina de un biberón de muñeca y algunos tornillos oxidados. Botones, todos ellos con cuatro agujeros, extrañas fichas de plástico de distintos colores, bolsitas de organza que contenían mechones de cabello y unos frasquitos de cristal a medio llenar de un almíbar ambarino.
No se trataba de una libreta a modo de diario personal. Todo eran hojas sueltas. Muchísimas hojas sueltas de distintos tamaños, la mayoría amarillentas y algo desgastadas por el paso del tiempo. Había recortes de periódicos, tarjetas de visita, estampas de santos y almanaques muy antiguos, facturas y recibos de antes de la guerra. No existía orden alguno. Todo estaba amontonado y revuelto.
—Aquí —dijo Ágata.
Sacó del fondo de la caja un pequeño cuadernillo con la cubierta de piel marrón. Estaba sujeto con una cinta elástica. En la tapa ponía escrito a mano y con tinta negra: «La Maldición».
—No pienso abrirlo —dijo al fin.
—¡¿Cómo qué no?! Venga, llevamos días buscándolo —se quejó Malena.
—Lo leeremos con ella este sábado.
—¿En serio?
Ágata se levantó de la cama y se fue al salón en busca de su bolso. Lo abrió y guardó el cuadernillo.
—No sé cómo puedes aguantar la tentación —le dijo Malena.
—Me vence el pánico que tengo de saber algo que no debo.
Continuaron con sus tareas de selección, en silencio. Ágata se quedó con las sábanas que llevaban bordadas las iniciales de sus abuelos, el resto a la caja para donar. Toda la ropa de Berta que no fue llevada a la residencia se guardó en una maleta a la espera del cambio de estación. Había abrigos, rebecas y pelerinas de ganchillo.
—Está bien. Echaremos una ojeada rápida —dijo Ágata rescatando La Maldición de su bolso.
Se tumbaron las dos en la cama y acomodaron bien los almohadones bajo sus espaldas, quedando medio incorporadas, juntitas y nerviosas. Ágata sujetaba el cuadernillo con las dos manos, se miraron y retiró con cuidado la cinta elástica, algo dada de sí después de tanto sellar misterios.
Descubrieron ansiosas que el contenido no era más que la detallada descripción de una advertencia perfectamente documentada con hechos que supuestamente probaban el poder de esa amenaza.
Cinco fotos de cinco muchachos con sus nombres y apellidos, sus edades y domicilios, y sus fechas de nacimiento y defunción. Cada foto pegada al principio de cada historia. Hablaba de ellos y de su relación, incluía poemas y cartas intercaladas.
Berta no tuvo reparos en relatar con pelos y señales sus encuentros libidinosos, sus ilusiones y sus desengaños. Contaba cómo se inició cada romance y el porqué de cada ruptura. Ella los dejaba. Tarde o temprano siempre había algo que fallaba.
Después continuaban las anotaciones: Berta conoció a Julio, el abuelo de Ágata. Con el que sí se casó, embarazada de Valentina, tal y como les contó en la residencia y, meses más tarde, empezó a enterarse de las muertes de sus amados desechados. Uno a uno, cumpliendo con el orden de abandono, fueron desapareciendo: Emilio, Sebastián, Aurelio, Benito y Lorenzo.
Tener toda esa información en sus manos les resultaba muy extraño. Ágata y Malena pudieron poner rostro a cada uno de esos amantes, calcularon sus edades e incluso pudieron ubicarlos en la ciudad. Sentían que destapaban algo oculto por algún motivo muy especial.
Según el diario de Berta, Emilio murió en un accidente laboral. Sebastián fue atropellado. Aurelio se despeñó por las curvas del Garraf. Benito murió a causa de una intoxicación y Lorenzo desapareció en el mar.
—Los mataron —sentenció Malena.
—Venga ya. No seas morbosa. Son accidentes que pasan y más antes, que no había tanta seguridad.
—¿En serio no te das cuenta, Ágata? Alguien sacó de en medio a todos los ex de tu abuela. Por algún motivo que desconocemos y que ella también desconocerá, pero estorbaban y dejaron de estorbar.
—Igual nada de todo esto es cierto. Le pediré a Tatiana que lo verifique en el registro. Sino todos, alguno de ellos al azar.
Miraban las fotos de esos hombres, tan jóvenes. Algunos vestidos de uniforme militar, otros de paisano. Guapos, con ese porte único tan cuidado de finales de los años 40 y principios de los 50. El cabello repeinado hacia atrás o luciendo tupé con gomina y los labios y mejillas algo sonrosados por el retoque fotográfico de aquella época.
No había fotos del abuelo Julio en el diario. Aquel cuaderno contenía los secretos de una vida anterior a él. Una vida que parecía que alguien intentó borrar para limpiar el pasado y poder empezar desde cero. Pero si realmente fue alguien y no la vida misma quien realizó esas terribles acciones, se olvidó de esa caja. La caja que Berta ocultó durante tantos años y que seguía resistiendo a la cruel devastación que sufría su memoria de manera no selectiva. Ese alguien no reparó en aquellas huellas de su historia y ahora estaban siendo rescatadas clamando una explicación.
Cuando Ágata llegó a casa vio luz en la habitación de Dania.
—Es muy tarde, ¿qué haces despierta, cariño? —le preguntó.
—Estoy viendo una serie. Ya hemos terminado los exámenes —contestó volteando su tablet para que su madre viera la imagen en modo pausa.
—¿Qué serie es?
—Una de unos estudiantes de un internado que se van de viaje de fin de curso y para hacer la gracia se separan del grupo y acaban perdiéndose. Como encima no les dejaban llevar los móviles a las excursiones, por el tema de intentar ser capaces de estar desconectados y de no disponer de herramientas que antes no existían, no pueden llamar ni orientarse y en cuanto oscurece deciden descansar en una autocaravana abandonada. Pero resulta que no estaba abandonada, así que ellos se duermen en un lugar y despiertan en otro totalmente distinto, teóricamente a unas ocho horas de distancia de su origen. Sin saber dónde están y sin poder llamar a nadie. Además, se dan cuenta de que no se saben ningún teléfono de memoria. No te preocupes, mamá, que a raíz de esto ya me he aprendido el tuyo y el de papá.
—Es verdad. Antes de tener móvil me sabía muchísimos teléfonos de memoria. Pero muchos, muchos. Y ahora no me sé casi ninguno. Qué mal. Estamos vendidos a estos chismes