La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
paseo marítimo. Rosita les comentó que, bajo petición y siempre acompañada, se podía bajar a la playa, respirar un poquito de brisa marina y volver justo para comer. Eso le gustó mucho a la yaya Berta.
Al regresar, Matilde del Valle los atendió en su despacho. Rellenaron todos los formularios necesarios y acordaron ciertas licencias con ella en cuanto a las obligaciones del comer. Berta había sido una excelente cocinera y jamás le dio pereza guisar, aunque fuese para ella sola y, por muy buenas críticas que hubiesen leído sobre los fogones de La Gaviota, se temían un suspenso garrafal ante el tan bien entrenado paladar de la yaya, así que solicitaron que al menos no le retirasen del todo la sal y, como no era diabética, que tampoco la dejaran sin dulces.
Subieron de nuevo todos juntos a la habitación y Rosita se sentó en su butaca 25-1, en primera fila, para presenciar ese abandono amargo. Ágata tal vez pensó que sería como el primer día que llevas a tu hijo a la guardería: te marchas y lo dejas allí, llorando desconsolado sin saber si volverás. Regresas a por él y observas feliz que no hay rencor ni enfado por su parte. La secuencia se repite durante un par de semanas y después, una vez entiende que siempre, siempre, siempre regresarás a por él, cesan las lágrimas y asciende un nivel en la empinada cuesta de la confianza.
Pero eso era muy diferente. Los fallos de memoria reciente no equivalían a ningún grado de ingenuidad ni de estupidez y Berta sabía perfectamente que se quedaría allí a vivir y que el tiempo de su estancia no dependería de ella ni de su familia, dependía únicamente de quién estuviese al mando de ese gran timón, el insigne capitán que gobernaba las vidas y decidía cuándo y quién debía cruzar al otro lado.
—Mañana vendré de nuevo —le dijo Ágata obligándose a no llorar.
—Aquí estaré —confirmó la yaya Berta con una sonrisa y los ojos llorosos.
—Mamá… —sollozó Valentina al abrazarla.
—Marchaos ya, venga. Estaré bien. Rosita me ha dicho que los sábados a las seis hay partida de bingo y no quiero llegar tarde.
Besos, achuchones y caricias. Los pañuelos de papel hicieron acto de presencia y cumplieron su ingrata función al recoger tanto derroche. Ágata casi logró vencer, aguantó hasta ver a Dania abatida y ya no pudo contenerse más.
—¿Os marcháis o qué? —se quejó Berta.
—Nos vemos, yaya. Adiós, Rosita. ¿La veré también mañana? —le preguntó Ágata.
—Si sigues hablándome de usted, me lo pensaré —contestó risueña—. No os preocupéis, aquí se está bien. Hay cosas que se podrían mejorar, pero yo ya me encargaré de que a Berta no le falte de nada. Haré que le toque con Alfonso, el guaperas. Ya verás, Berta. Está cachas y es muy salao.
—No ha ido mal, ¿no? —preguntó Juan justo antes de subirse al coche.
—Claro, como no es tu madre... —le espetó Valentina—. La tuya pudo acabar sus días en compañía de la familia, rodeada de sus hijos y nietos.
—Pero si lo habéis decidido vosotras, yo no me he metido para nada —se defendió indignado.
—Está bien así —dijo Malena—. Es lo mejor para todos. Lo hemos hablado cien veces y ahora, justo en este momento, es difícil, pero hay que ser fuerte y avanzar. Un paso atrás y nos arrepentiremos. Vámonos, Eduardo.
—Sí, vámonos —repitió Ágata.
Eduardo arrancó dejando a sus espaldas la nueva morada de la yaya Berta. Permanecieron en silencio durante el trayecto, incapaces todos de imaginar lo que ella y Rosita ya estaban tramando.
Sus miradas acusaban la ingrata invasión que produce la sensación de abandono. No la del que ha sido abandonado, sino la del que abandona. Probablemente compartieron, sin saberlo, esa extraña quemazón que se abre paso a través de la piel y se instala bajo el esternón.
Ese hueco alimentaba su cargo de conciencia aun sabiendo que aquella era la mejor solución. Ágata estaba convencida, pero no dejaba de preguntarse: «¿Mejor para quién?».
2
La adaptación
La capacidad del ser humano para adaptarse a un nuevo entorno es realmente sorprendente, al menos eso dicen, pero parte del éxito de esa ardua tarea va acompañada precisamente de eso, de compañía. No es lo mismo mudarse a otra ciudad y empezar de cero uno solo que hacerlo con algún ser querido. Tampoco es lo mismo hacer un cambio radical de residencia a los cincuenta años que a los veinte, a los ochenta o a los diez. Ni es lo mismo abandonar tu hogar por elección que por obligación. Ni hacerlo con dinero que tener que marcharse sin nada en busca de algo.
La vida no deja de ponernos a prueba constantemente, lo que Ágata deseaba era averiguar quién carajo puntuaría los resultados de cada demostración, de esa valía. ¿Quedarían anotados en algún lugar los éxitos y los fracasos al conseguir adaptarse o no a un nuevo reto? ¿Sería este el último de Berta?
Ágata era consciente de que sus vidas continuarían sin grandes cambios. En lugar de visitar a la yaya en su casa, lo harían en La Gaviota. Acordó con sus padres que ellos irían los jueves y los domingos y ella se quedó con los martes y los sábados. De hecho, la verían más a menudo que antes, pero coincidieron al pensar que al principio sería mejor así. Después, en función de su adaptación al lugar ya podrían reorganizar el régimen de visitas, dejarlo más libre, sin la obligación de acudir un día en concreto, aunque tal vez para ella podría resultar ser un buen ejercicio de memoria y un motivo de ilusión y esperanza ansiar la llegada del día que tocase ver a su familia.
Ese primer domingo fue diferente y, aunque teóricamente, según lo asignado, les correspondía a los padres de Ágata, se ofreció ella, tal y como le prometió a su abuela, a ir con Malena para asegurarse de que había pasado buena noche y de que estaba bien atendida.
Quedó con su amiga para comer y para que le explicara con más detalle esa decisión extrema de abandonar a Fernando sin siquiera hablarlo con él. Sin embargo, resultó que sí lo habían hablado en numerosas ocasiones y el resultado siempre había sido el mismo: «Ya te dije, cariño, que yo no quiero tener hijos. No sería un buen padre. Fíjate cuán cabrón fue el mío… y eso te marca. Seguro que dentro de mí se quedaron la rabia y el odio que le tenía y creo que la paternidad despertaría esos sentimientos que no quiero que afloren de nuevo».
Malena le contó lo que ese hombre les hizo a Fernando y a su hermana, y era para odiarlo y sobre ese odio volverlo a odiar, aunque lo correcto fuese perdonar. Ágata estaba convencida de que ese oscuro sentimiento debería manifestarse, en caso de hacerlo, únicamente hacia su padre, no cabía pensar que podría traspasarlo a sus hijos en caso de tenerlos.
—Si tuviese un hijo —le dijo Ágata—, en el momento de sostenerlo por primera vez en sus brazos, de mirarlo y olerlo, de ver cómo respira y cómo mueve sus deditos, no habría lugar para el odio. Él no maltrataría a sus hijos. Seguro. Fernando es un buen hombre.
—¿A qué maldición crees que se refería la yaya Berta? —le preguntó Malena.
—No me digas que te tragaste todo ese rollo. Anda ya, qué maldición ni qué leches en vinagre.
—¿Qué les pasó a sus novios?
—Y yo qué sé. No tenía ni idea de que hubiese tenido tantos ni de que se casara embarazada. Mira, no me acordé de preguntarle a mi madre si ella lo sabía.
—Menuda marcha tenía de joven —comentó Malena entre risas.
—Pues no sé por qué, me da que doña Rosita habrá hecho de detective esta noche. A ver qué han inventado esas dos.
La curiosidad es una virtud y mantenerla activa en la vejez pasa a ser un don.
Fueron a Castelldefels en el coche de Malena, un turismo pequeño de color mandarina por fuera y verde lima por dentro.
—Suerte que Fernando es daltónico, ¿no te molesta tanto colorido a diario?
—¡Qué