La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
ganó la liviana batalla y logró ajustar la puerta, de modo que todo recogido y en paz.
—¿Quién se quedará conmigo? —preguntó la yaya Berta.
—La señora Rosita será tu compañera de habitación —le respondió Ágata.
—¿Quién? ¿Rosita de la floristería? ¿Ha venido? ¿No murió? —la abuela se quedó muy sorprendida y totalmente despistada. Su mirada iba de Ágata a Valentina una y otra vez a la espera de una aclaración. A partir de cierta edad hay algo que aparece como un aviso, como un toque de atención. La muerte de los de tu quinta de manera natural advierte y el recelo ante esa percepción no lo cambia nadie.
—Yaya —le dijo Ágata sentándose en la cama de la señora Rosita—, ¿te acuerdas, hace unos días, de que hablamos de la posibilidad de que fueras a vivir, al menos durante una temporada para probar, a una residencia?
—Sí —afirmó.
—Bien. Pues te han concedido una plaza en esta residencia y podrás pasar aquí el verano. Nosotros vendremos a verte todos los fines de semana.
—Y algún día entre semana también, mamá —aportó Valentina.
—Sí, algún día entre semana también —corroboró su nieta—. Si pasado el verano no te gusta estar aquí, entonces miraremos otro lugar, pero de todos los que hemos visitado, dentro de nuestras posibilidades, este es el más bonito, el más moderno y el que tiene mejor jardín.
La yaya Berta la miraba con una sonrisa y Ágata no sabía si la estaba escuchando, si entendía lo que le estaba diciendo o si se había perdido en sus pensamientos agarrada de la mano de alguna palabra que habría oído y que la habría transportado a su mundo interior.
—Este lugar no está mal —les dijo—. Si es por el dinero no os preocupéis, tengo unos ahorrillos y ya os pago yo las vacaciones a todos para estar aquí conmigo. A tu hija le gustará, hay un jardín —sugirió mostrando ilusión en su propuesta.
—No, mamá —dijo Valentina tratando de captar su atención—. Solo tú puedes quedarte. Es una residencia para la tercera edad. Estarás mejor aquí que sola en tu casa. Conocerás a otras personas y te cuidarán bien. No tendrás que hacer nada. Ni salir a comprar, ni cocinar, ni lavar… ni siquiera tendrás que hacerte la cama. Y cada día una enfermera se encargará de mirarte la tensión y se preocupará de que tomes todas las medicinas a su debido tiempo.
—¿Yo me quedo y todos vosotros os marcháis? —preguntó Berta después de que la sonrisa se borrara de su rostro.
—De momento sí. Por unos días —dijo Ágata con afán de no preocuparla.
—¿Este televisor funciona? —preguntó la yaya mirando la pantalla plana que estaba colgada en la pared entre los dos armarios roperos—. Lo digo para no perderme mi novela.
—Imagino que sí —contestó Ágata. Cogió el mando a distancia que estaba sobre la mesita de noche de la señora Rosita y encendió la tele. Funcionaba perfectamente.
—Bueno, creo que todo esto lo habíamos hablado hace tiempo. Sabía que llegaría el momento. Recuerdo que yo misma planteé esta opción para no entorpecer vuestras vidas. Pero no quiero morirme aquí —les dijo Berta muy seria—, cuando llegue mi hora quiero estar en casa.
—Venga, mamá… no digas esas cosas. Ahora estás muy bien y aquí te tratarán de maravilla. ¿Sabes cómo se llama este lugar? —le preguntó Valentina logrando despistarla.
—¿Cómo?
—La Gaviota.
La yaya Berta abrió los ojos casi por encima de sus posibilidades y la sonrisa regresó. Miró a su nieta y asintió con un gesto de aprobación.
Adoraba las gaviotas. Cuando su nieta era pequeña solía contarle cuentos inventados o adaptados de los escuchados de su abuelo, el tatarabuelo de Ágata, gran pescador y narrador de aventuras marineras en las que nunca faltaba alguna gaviota capaz de hablar, de indicar el rumbo correcto a seguir o incluso de deshacer un maleficio con el poder de sus alas. Tanto le gustaban las gaviotas que su hija Valentina nació con la silueta de una de ellas, una V abierta y curvada en sus extremos de color café con leche en el muslo izquierdo, unos cuatro o cinco dedos por encima de la rodilla. Una marca de nacimiento que a partir de entonces se sucedió en su descendencia; un deseo de libertad, de poder alzar el vuelo, aunque solo fuese de vez en cuando, aunque solo fuese de pensamiento. Berta les transmitió a través de ese tatuaje natural que se puede volar a pesar de no tener alas. Una V de valor y de victoria.
—La Gaviota… —repitió la yaya Berta—. La Gaviota. Entonces, me quedo.
Hija y nieta suspiraron liberando toda la tensión de los últimos días y se fundieron las tres en un largo y tierno abrazo.
—Gracias, mamá, por entenderlo —dijo Valentina.
—A ti también te llegará el día, ¿qué te crees? —le soltó su madre mientras trataba de escapar del achuchón.
Se rieron y apareció Malena con unos folletos y un dosier repleto de papeles.
—La directora me ha dado todo esto y dice que tenéis que rellenar algunas cosas de no sé qué preferencias en las comidas y actividades de ocio.
—Yo me voy con los chicos y Dania al jardín. Os dejo que rellenéis lo que haga falta —dijo Valentina con los ojos repletos de lágrimas.
Al marchar ella, Malena se sentó en la butaca marcada con el número 25-2 y Ágata se sentó frente a ella en la cama. La yaya Berta empezó a curiosear por todas partes; lo primero, el armario.
—¡Anda! —dijo sorprendida—. Si hay ropa mía. ¿Quién la ha colocado aquí?
—Mamá y yo vinimos la semana pasada y ya está todo bien marcado con tu nombre. Pensé que sería mejor de este modo. Algunas prendas son nuevas.
—Ya podía echar en falta algunas cosas… Tú siempre estás en todo, cariño mío —le dijo la yaya Berta a su nieta mientras le acariciaba una mejilla—. Tina seguro que no habría sido capaz de tener esta idea.
—Yaya, tu hija Valentina, mi querida madre, se ha esforzado muchísimo en buscar la mejor solución a todo este problema —le dijo intentando defenderla.
—Lo sé. Soy un problema para todos.
—No. No quería decir eso —se excusó—. Quiero decir que no pienses que ella no se preocupa por ti. Sabes que quería que fueras a su casa, pero tú misma dijiste que no. Mamá está muy mal de la espalda y empieza a necesitar ayuda. ¿Cómo os las apañaríais las dos juntas? Papá es un niño grande al que atender.
—Ya lo sé. Pero eres tú la de las grandes ideas. Estás siempre inventando. Desde bien pequeñita intentabas solucionar los dilemas de todo el mundo. No te andas con tonterías.
Se dio media vuelta y continuó revisando su armario.
Sacaba una por una las prendas que habían sido cuidadosamente guardadas y las iba depositando sobre los pies de su cama para hacer un inventario.
—Por dilema, el mío —susurró Malena.
—¿Qué problema tienes? —le preguntó Ágata.
—Voy a dejar a Fernando.
—¡Qué dices! —exclamó su amiga.
—Mal asunto —dijo la yaya Berta sin mirarlas. Ambas la observaron, pero dejaron que continuara con su labor al verla tan entretenida.
—Y ¿desde cuándo? ¿Me lo sueltas así, de repente? —se quejó Ágata.
—Llevo tiempo dándole vueltas. No sé. No lo tenía claro del todo.
—Pero ¿ha pasado algo? —preguntó—. ¿Has conocido a alguien?, ¿te ha hecho algo malo? ¿Qué ocurre?
—No puedo seguir con él —contestó—. No es que