La maldición de la yaya Berta. Eva Miñana Marquéz
todos juntos en el coche de papá? —preguntó Dania.
—Claro, así quepo yo también —le respondió Malena—. No hay nada como un siete plazas para estas ocasiones.
—No sé cómo puedes tener ganas de acompañarnos en algo así —refunfuñó Dania—. Es un rollo, Mali, no me digas que no.
—Es un momento importante, difícil para todos, pero sobre todo para tu abuela y para tu madre —le contestó Malena—. Me he pasado más de media vida en vuestra casa; la yaya Berta es también mi yaya. Yo no tuve la suerte de conocer a ninguno de mis abuelos y ella me adoptó como nieta. Me trató siempre como a una más de vuestra tribu: mismos privilegios y mismos castigos —concluyó guiñando un ojo.
—Mucho rollo os traéis con los cariños y los amores de yayas y nietas, hijas y toda la mandanga, pero ninguna acepta el reto de alojar en su casa a la yaya Berta —soltó Dania con crueldad.
—¿De verdad piensas que no hemos estudiado esa posibilidad? —le preguntó rápidamente Malena antes de que Ágata saltara encendida—. Todos nos ofrecimos en un principio a acogerla en nuestra casa, pero tu bisabuela necesita cuidados especiales. Viviendo con nosotros no estaría tan bien atendida y debería quedarse sola durante horas mientras estamos trabajando. No podemos permitirnos una persona que cuide de ella constantemente, día y noche. Sacrificando sus ahorros, su pensión, nuestras aportaciones… Aun así, no estaríamos tranquilos y ella tampoco estaría bien. Nunca ha querido gente extraña en su casa.
Dania calló. Tal vez convencida por las palabras de Malena o quizá porque vio como su madre se secaba las lágrimas disimuladamente.
Ágata apagó las luces, salieron las tres al rellano y cerró la puerta con llave. Entraron en el ascensor y se retocó un poco frente al espejo.
—Este bolso amarillo es horroroso, ¿de dónde lo has sacado? —le preguntó a Malena.
—Es nuevo. Me encanta. Cabe mi casa entera aquí dentro y, no te lo vas a creer, me ha costado diez euros. Increíble, ¿verdad? —le preguntó entusiasmada.
—Lo increíble es que no te detengan saliendo así a la calle. Mírate, pareces un semáforo —le contestó Ágata con ánimo de picarla y cambiar por completo la tensión que se había generado en casa. Dania se rio y la abrazó.
—Lo siento, mami.
—Gracias, cariño —le tomó una mano y se la besó.
El Volvo de Eduardo estaba aparcado en doble fila esperándolas. La yaya Berta de copiloto, tan menudita que apenas se veía.
—¡Hola! Ya estamos aquí —dijo Malena al subir al coche.
—¡Qué alegría! —exclamó la yaya Berta—. Todos juntos de viaje. Hacía tiempo que no nos íbamos de vacaciones. ¡Qué bien!
Dania miró a su madre con una mueca que expresaba su preocupación ante lo que se avecinaba, pero no dijo nada. Se acoplaron las tres y emprendieron la marcha hacia la residencia La Gaviota, ubicada en Castelldefels, a unos 20 km de casa.
Les pareció la mejor opción después de visitar al menos una decena de residencias. Quedaba más alejada que las del centro de Barcelona, pero gozaba de mucho más espacio, un jardín bien cuidado con un lago artificial y vistas al mar.
Gracias a una pequeña subvención concedida, a la pensión de viudedad y al futuro alquiler de su piso, Berta podía permitirse una habitación compartida con baño. Las instalaciones eran modernas y, cuando Ágata y Valentina fueron para tramitar el ingreso, vieron a mucho personal atendiendo a los residentes. Les gustó y habían leído además muy buenas críticas a través de internet.
Hacía un día precioso, pronto terminaría la primavera y estrenarían un nuevo verano. La mejor época para dar ese paso, sin frío ni cielos grises que pudiesen entristecer el alma, sin la amenaza de las obligadas celebraciones familiares tan frecuentes en invierno, celebraciones que despiertan emociones dormidas y que avivan las brasas de la melancolía.
Eduardo aparcó justo delante de La Gaviota: una casa grande, libre a los cuatro vientos, pintada de blanco con detalles color teja. Bajaron todos del coche y se quedaron en silencio observando el lugar, guardando celosamente los sentimientos que todo aquello les producía. Excepto la más ilusionada: la yaya Berta.
—No he estado nunca aquí. Es bonito —dijo complacida y Ágata se alegró. Al menos la primera impresión había sido buena.
A través de la verja se apreciaban parte del jardín y del porche que daban a la entrada principal.
Nada más entrar, los recibió Matilde del Valle, la directora del centro. Una mujer corpulenta, entrada en la cincuentena, con una voz poderosa y de sonrisa fácil.
—Señora Berta, sea bienvenida. ¿Cómo se encuentra hoy? Ya verá qué bien estará aquí con nosotros. No le faltará diversión. Síganme, por favor —les pidió animada.
Subieron a la segunda planta y los guio hasta la habitación 25, la nueva guarida de la yaya Berta. Curioso número en esa familia, pues Berta fue madre a esa edad. La misma con la que su hija Valentina tuvo a Ágata y Dania nació justo el día que su madre cumplió los veinticinco un 25 de septiembre.
—Vaya, la señora Rosita no está —dijo Matilde del Valle—. Debe de estar en el gimnasio, no falla ni un día. ¿Qué le parece su cuarto, señora Berta? —le preguntó a la yaya.
—Es muy bonito y tiene mucha luz, pero huele raro. ¿No oléis algo raro, como a rancio? —les preguntó.
—No. Yo no huelo nada —dijo Juan, su yerno. Estaban todos metidos en la habitación, ellos siete más la directora, callados y con una sonrisa forzada que intentaba disimular lo evidente.
—¡Veamos las vistas! —exclamó Malena cambiando de tema. Los apartó para hacerse paso y descorrió las cortinas. Salieron todos a la terraza entre pequeños empujones. Al fondo, muy al fondo, se veía el mar. Tan solo había que ignorar la visión de la autovía y la de los bloques de apartamentos aglutinados frente a ella. Saltando esa primera imagen, se quedaba el mar compartiendo escenario con el cielo azul de ese sábado de principios de junio.
—Esta es la llave de su armario —dijo Matilde del Valle entregándosela a Ágata y regresó a la habitación—. Sus cositas ya están dentro bien dispuestas. Debo informarles de que no está permitido guardar comida en los armarios. Obsequios tipo bombones, galletas u otro tipo de alimentos deberán ponerlos en este aparador, a la vista —dijo señalando un mueble con puertas de cristal y sin cerradura—. No queremos bichos ni cosas caducadas que puedan provocar malas digestiones, ¿verdad, señora Berta?
—Toma, bonita —dijo la yaya Berta entregando un billete de cinco euros recién sacado de su monedero a Matilde del Valle—. Para que te tomes algo cuando salgas del trabajo. Eres muy simpática.
—No, señora Berta, no debe darme nada —se afanó en decir la directora mientras rechazaba el dinero y retrocedía marcha atrás hacia la puerta.
Se despidió ruborizada ofreciéndoles un poco de intimidad para que la yaya se instalara y pudiesen hablar con ella. Quedaron en verse en su despacho antes de salir a comer.
—Aquí no cabremos todos para dormir —dijo Berta al ver solo dos camas.
—Bueno —se adelantó Eduardo antes de que nadie dijera nada—, Dania y yo nos vamos al jardín. Me han dicho que en el lago hay peces y tortugas, si quieres pedimos un poco de pan y les damos de comer. ¿Te apetece? —le preguntó a su hija.
—Tengo trece años, papá. Pero si te hace ilusión te acompaño y miro cómo das tú de comer a las tortugas —le respondió Dania con cara de aburrimiento.
—Yo me apunto —dijo Malena.
—Y yo —dijo Juan, oliéndose que se acercaba el momento de hablar seriamente con su suegra. Se quedaron Valentina y Ágata con ella.
La puerta de la terraza había quedado abierta