El Universo, su conciencia cuántica y tu cerebro. Pedro Blanco Naveros
Lo contemplaba todo y trataba de escuchar conversaciones de adultos referentes al tema de la vida, del cuerpo humano, del cerebro. Más tarde en mi propio escondrijo, en mi cerebro personal, creaba, planeaba, pensaba, imaginaba, todo un mundo de hipótesis, tesis y antítesis, y así me divertía y era feliz. Mi madre no acababa de conectar conmigo, ni podía imaginarse mi gran mundo interior, muy alejado del de las actividades lúdicas que le correspondían a un niño de mi edad en aquellos años.
Miraba el cielo mi otra gran pasión y sobre todo las estrellas y procuraba que un primo hermano, mayor que yo, que poseía un telescopio, me mostrase los principales planetas, en especial, Saturno, ante quién quedaba extasiado, viendo como flotaba en la lejanía con sus impresionantes anillos. Mi cuerpo entero se estremecía ante aquella enigmática visión, ante tanto misterio. Ello era, mi cuento de hadas y la base de los relatos fantásticos de mi niñez, soñaba despierto con Saturno e imaginaba que volaba hacia él y mis sueños eran diferentes, según el día o el momento, pero siempre aparecía algo nuevo, distinto al viaje anterior; sin duda, Saturno ejerció una atracción muy especial en mis esbozos de experiencias conscientes. Y Saturno fue mi antesala del Universo, quedé impresionado de por vida ante tan colosal bóveda celestial y siempre he seguido con mucha atención los avances científicos que poco a poco han ido desentrañando sus ancestrales secretos.
También me sentaba en la arena y contemplaba el mar: “con las olas van que vienen y van”. ¡Qué belleza y qué gran tranquilidad! El mar es bello hasta cuando ruge.
Igualmente disfrutaba con las grandes tormentas veraniegas, una lluvia intensa que me empapaba de arriba abajo, con truenos y relámpagos constantes y esos grandes rayos de luz intensa y cegadora, culebrinas de formas caprichosas.
Y qué sentido tenía todo aquello, ¿porqué estaba allí, cómo se había formado?
¿Para qué tantos astros celestes sin sentido y tanto espacio sin contenido? Además la distancia con nosotros los hacían inaccesibles.
¿Y el ser humano? ¿De dónde veníamos y para qué estábamos? Mi curiosidad predicha por Aristóteles de mi deseo de saber, no se cansaba de formular preguntas a mi cerebro pensante. No acababa de comprender nuestras simetrías, dos brazos, dos ojos, dos piernas, dos orejas, dos nalgas, etcétera, pero sólo una cabeza, un hígado, un corazón....
Mi mente infantil no lograba llegar a una comprensión muy acertada, pero iba dando sus primeros pasos: Es lógico tener dos piernas, sin ellas no podríamos caminar, dos brazos para poder coger bien las cosas, dos nalgas para poder sentarnos bien equilibrados, etcétera. Un sólo corazón es suficiente para bombear la sangre que necesitamos para movernos y así poco a poco iba formando mi teoría más simple de la vida, pero seguía sin encontrar respuesta al sentido de la existencia del hombre ni a la necesidad de tantos astros brillando por la noche; me pareció siempre un derroche exagerado de la naturaleza, tal vez hubiese sido suficiente habernos quedado con nuestro sol, nuestra luna, algunos planetas y unas pocas de estrellas más, pero la Vía Láctea era algo inmenso, además en aquel entonces estaba firmemente convencido que el cielo, como yo lo llamaba, era estático y permanente en el tiempo, hacia el pasado, en el presente y hacia el futuro, siempre había sido así y lo seguiría siendo. Tumbado en la playa o en el campo solía divagar ante aquel escenario inabarcable y nunca lograba atisbar tan siquiera su verdadero significado, era algo muy bello y me entretenía viendo como cambiaban de brillo aquellos lejanos luceros pero me preguntaba a mí mismo: en realidad qué hacían allí y todavía más complicado, quién lo había hecho.
La época que me tocó vivir, era de muchas carencias y pocas actividades complementarias, sin apenas espacios para jugar y reunirse, aún no existían la televisión, ni los videojuegos. Mi primer juguete fue una caña que recogí de uno de los muchos cañaverales que había en mi contorno y la transformé en mi caballo, ¡qué grandes carreras a lomo de nuestras cañas, hice con mis amigos de entonces!
Esa falta de posibilidades de diversión, hizo que me dedicara a congeniar con el mundo de mi propia conciencia, lo que unido a una gran imaginación, dio como resultado que mi mejor amigo fuese mi cerebro. Mi primer gran amigo verdadero, que vivía escondido dentro de mi cabeza.
Dialogaba grandes ratos con él y aprendí mucho, prácticamente todo lo que soy y de conversar con mi cerebro pasé a observar otros cerebros que paseaban por la calle: el cerebro de un niño, el de una mujer agradable, el de un hombre cabizbajo, también observaba los cerebros de los animales más próximos, incluso el de los insectos y a la vez que observaba, adivinaba lo que creía que estaba ocurriendo en esos cerebros.
No me cabía la menor duda, lo más importante de los seres vivos era su cerebro, y gracias a él podíamos comunicarnos, ir o venir, hablar, nada parecía tener sentido sin el cerebro.
Con el aprendizaje de la lectura di un salto de gigante, porque al margen de estar leyendo todo el día “El Quijote”, libro de texto con el que verdaderamente aprendí a leer y a escribir sin faltas de ortografía, disfruté con la genial fantasía de Cervantes, y pude acceder a otros libros y en un golpe de suerte me regaló un familiar, médico de profesión, un libro de biología muy interesante sobre las teorías de Darwin y de la evolución humana. Leí ávido todo su contenido.
Aquello iba encajando, sin plantearnos el origen de la vida, estaba meridianamente claro que el hombre al igual que el resto de los seres vivos había tenido el mismo origen. Una especie de llamemos burbujas flotantes insignificantes, bautizadas como coacervados por Oparin, importante biólogo y bioquímico ruso que aportó grandes avances conceptuales sobre el origen de la vida terrestre, así, al referirse al caldo prebiótico, enunció los coacervados, los verdaderos protobiontes, formados por partículas de sustancias proteínicas, que constituían verdaderos enjambres moleculares y que vivían en una tierra incipiente, llena de volcanes, terremotos, grandes tormentas, con formación en el cielo de gases espesos y de nubes inmensas, las que cubrieron de agua completamente un globo terráqueo semilíquido compuesto de magma en su mayor parte, cual caldo primigenio, borboteante y humeante.
Ese caldo se fue enfriando, surgió una atmósfera azulada, aparecieron continentes, grandes lluvias formaron ríos caudalosos y los coacervados se fueron transformando en burbujas más grandes y más complejas, siendo el origen de los primeros protozoos, en el transcurso de millones de años. Luego surgieron los metazoos y algunos aprendieron a vivir fuera del agua, otros en el subsuelo o en el aire, pero todos, absolutamente todos, procedían de los coacervados más primitivos.
La lectura me fue descubriendo el origen de la Tierra y cómo habíamos surgido los seres vivos. Era muy emocionante, el mismo origen para todos, desde una gallina, un ratón, una planta, un insecto, hasta el ser humano, emparentados con unas burbujas flotantes en un magma primigenio.
Había un denominador común, nuestros ascendientes necesitaban energía para poder desarrollarse, la que recibían normalmente del sol y combustible para alimentar sus organismos, fagocitando elementos varios de la naturaleza, incluidos sus propios congéneres.
Pero lo que más llamó mi atención, fue que unos peces minúsculos, que vivían en los mares del período cámbrico hace más de quinientos millones de años, ocupaban selectivamente las zonas más superficiales de su hábitat, recibiendo directamente la energía solar sobre su dorso, por lo que desarrollaron en el mismo una especie de primordio, sistema nervioso en forma de banda sensorial, embrión del sistema nervioso humano, para poder captar el movimiento dentro del agua de otros organismos microscópicos, que constituían su principal alimento, y que se movían asimismo en el líquido elemento, sistema muy eficaz, ya que avisaba al pez de la presencia de futura comida así como de la aparición del sol sobre su horizonte, subiendo hacia la superficie para recibir la energía tan indispensable para su supervivencia. En mi pensamiento, imaginaba los pececillos de color plateado, con una banda azulada en lo que constituía el primordio sensorio, y cómo captaban el movimiento de sus presas, con las imperceptibles ondas que éstas producían al ir moviéndose por el agua, y también como advertían las ondas luminosas que el sol proyectaba, lo que les hacía subir de inmediato a la superficie para recibir el benéfico calor energético sobre sus diminutos cuerpos.
Y fue así como apareció el boceto que la