Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
de que al jurado le guste lo que uno escribió, es decir que el jurado sea afín a la obra de uno. Suerte hasta en que no se hayan presentado al concurso los que son mejores que uno.
Alguna reflexión trivial y tardía sobre los dioses andróginos en las cosmogonías de milenios, que tal vez explique nuestra angustia cuando la compañera nos falta, y vamos es en busca de nuestra otra mitad, encontrada antes en el amor. Estábamos “enteros” con ella, antes de partirnos en el desencuentro. La sabiduría popular dice de “mi media naranja”. Algo de eso, cuando se sabe que a Eva la formaron de la costilla de su otra parte. Los indígenas de América, algunos de ellos, qué importa ahora cuáles, dijeron que un dios malévolo partió de un machetazo a la pareja que, unida en el coito sin fin, era dichosa. Desde eso, decían, cada parte va buscando a su otra mitad.
¿Quién no ha sentido a ese machetazo infame cuando la rencilla se llega?
Uno sabe que la gente de ciudad, esa nacida acá y acá vivida, sedentaria, es otra cosa distinta a lo que uno es. Que su mundo apenas si roza el de uno. A veces se llegan a donde tengo mi escritorio con la pecera espléndida a un lado, mi mar reducido, y se quedan alelados viendo al molusco. Preguntan:
—¿Qué es eso? ¿Esos?
—Son caracoles.
—¡Qué maravilla! Nunca había visto a uno vivo.
Y yo entiendo entonces sus almas con calles de cemento, con árboles domésticos y esmirriados, con un horizonte de patio o de calle o carrera. Y sé que por eso aparecemos ellas, las gentes y yo, extrañas. Tienen un solo mundo, y yo a muchos más de dos.
Hoy la calle estaba llena de chicas hermosas. Miríadas de ellas.
Pero no: siempre la calle es la de siempre. Soy yo quien cambia. A veces voy por dentro de mí, y no las veo.
Ahora recién, viniendo de La Ceja, algo que los faros iluminaron me trajo a la memoria la visión de la mujer desnuda que vi en la carretera una noche crecida (2 a. m.), viniendo de Urabá, y cuando ya estaba subiendo la carretera de pavimento. Yo conducía, y al salir de una curva la vi, sobre una recta. A su espalda una casa, y otra a otros cien sobre la bancada opuesta. Parecía ir a esta última. Los dos de atrás la vieron igual, y gritaron: “acelera, es una trampa”. No veía yo cómo pudiera serlo, y pasé, antes, despacio. Jamás olvidaré a la alta figura de leche entre la noche cuajada. Llevaba encima apenas su desnudez. Tendría 25 años metidos en un cuerpo firme y espléndido. Duros los senos, altos y tenidos, rosadas las areolas y pequeño cada botón central casi rojo. Como una tabla el estómago liso con la concavidad parda del ombligo, y negro, con toda la negrura de la noche concentrada en él, el triángulo del vello sobre el pubis. Largas como caminos las piernas. He visto a innúmeras mujeres desnudas, lindas las más, y esta, no por su desnudez, se me grabó, pero sí por la sonrisa. Una sonrisa sin descripción posible. Era pícara e inocente. Parecía la divertida de una doncella púdica que ha oído un chiste ligeramente picante. Celestial y divertida esa sonrisa.
Los ojos iban abiertos, pero veían hacia adentro. Supe que era una sonámbula. Que iba dormida, desnuda, afuera, y pura. Sobre todo pura. Oh, eso se veía bien. Tan pura como la desnudez de María, si eso se diera. La sonrisa fue un venablo, y se me clavó. Y ahí está, clavada en mí, atormentándome. De pronto, en cualquier recoveco de los días tropiezo con ella y me lastima, anhelada. Me duele de belleza, y es imborrable. Es cosa de los cielos, de los astros, de no sé dónde, pero no de este mundo podrido. Iba por un sueño hermoso ella, y me untó de sueño a mí.
Tiene la sonrisa transparente, y uno le ve los malos pensamientos: le nadan abajo, desgarbados como sapos.
Anoche de pronto, y desvelado, unas ganas oscuras de la muerte. La sensación de que he fracasado y la de que debo pagar el fracaso. Un desamparo cósmico conmigo. La certeza de mis torpezas con el dinero, de que no lo amo, y de que no me importa perderlo. Un anhelo de quietud. El deseo, imposible acá, pero viable en el más allá, de que no haya que luchar más por el alimento y las ropas, y contra la incomprensión de la gente hacia mí y de mí hacia la gente, ni contra R. y R.
Se piensa en lo imposible, si es que vivo. La vida es guerra.
Leopoldo Berdella de la Espriella, que usa un nombre como de opereta, ganó en 1982 el Premio Enka de Literatura Infantil con un tema que quiso abarcar a todos los animales de la ciénaga de Ayapel. Un buen temario, sin duda.
He leído lo que escribió sobre “el tigre”, nuestro cojudo jaguar. Dice Juan Sábalo, que lo vio en la orilla desde su canoa, Berdella relatando, que el tigre alumbraba con sus ojos poco menos que los faros de un auto. Yo me dolí de esa barbaridad. El tigre no podría ser cazador si es que se delatara. Sus ojos no brillan en la oscuridad. Si se los enfoca con una linterna, reflejan a la luz como los de casi todo animal que vea bien de noche.
Todavía creen muchos en este país que la literatura inventa los hechos. La buena es un conocimiento del tema, de los hechos, de los personajes, y ese conocimiento debe estar bellamente transmitido. Mientras mejormente se conozcan los temas, mejor se plasmarán. La literatura es un virtuosismo, no una improvisación. Lo peor de cosas como estas es que se transmiten falsas a los lectores jóvenes. Eso no le importó a Berdella, que ignora, ni a los jurados que también.
Es menudita. Toda ella, hasta su risa. Pero los ojos tienen pupilas dilatadas, como los de una “búha”, me dice, para ver mucho. Es hija de ricachones, vivida en la opulencia. Uno pudiera creer que eso la apena. Llega a pie, dejando lejano el carro, porque muchos llegan a pie. Habla peyorativamente del novio, a quien no le interesa sino el dinero, “pero en desmesura”. Los anhelos de él son “un helicóptero, un yate y un avión”. A ella le gusta conversar más con la gente humilde. Desnuda tendrá poca carne, como una rana. Dice que le dicen “Isla” en el colegio, porque se aparta. Es un buen sobrenombre, que quizá pueda un día usar para uno de mis personajes. Que porque se está quieta, aparte, y pensando. Fuma de continuo, y debe tener los túneles de los pulmones hollinientos como una chimenea. Le leí un cuento en que una niñita se suicida en una piscina, porque no soporta las presiones de sus mayores. Es un buen cuento. Cuando no está en el colegio, invierte días y noches. En estas pinta, escribe, lee. Cuando los otros sacan los pies de la cama, ella los pone. Así no contacta, dice sonriendo menudamente debajo de sus ojos nictálopes. Creo que me conversó soltando los fardos que le pesaban.
Algunos se crecen con los cargos. Ese amigo desde que le dieron el de director de no sé qué adoptó aires de superior. Ahora mira desde arriba, y se lo hace notar a uno. Me habló como mi papá:
—A ti sí que te convendría salir del país. Tal vez al Brasil...
Como si él fuera a dar. Lo que pasa es que él estuvo.
Bueno es que los amigos crezcan tanto y se vuelvan Gulliveres, y que uno siga de enano múltiple, pero sin deberle nada a ningún político, ni esperando deberle nunca.
Pero él no se ha dado cuenta de que esa grandeza no es la propia suya: es la del cargo que ocupa. Cuando este se le acabe, descrecerá.
Edwin tomó la foto. El circo está ubicado en uno de esos pueblecitos de la costa norte que no llega a cien con sus casas, y tiene que ser el circo más pobre del mundo. En la foto se ven las lonas zurcidas y sucias, y secciones faltando. De afuera se puede ver el espectáculo, es imposible no, con tantas escotillas. El aire que rodea a la carpa es de ruina triste. Las ropas puestas a secar en un alambre del frente son pobres ropas. También será El circo más triste del mundo. Los colores vivos traen a la alegría, pero no esos grises de vejez paupérrima y esos blancuzcos de mugre. Y por eso parece un contrasentido ahí anclado. Y uno piensa que si la pobreza