Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez

Diario de un escritor - Mario Escobar Velásquez


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      —Vea (con enfado). ¿Sabe qué? Usted no me gusta. Porque es muy fea.

        

      Entrecerró los ojos que parecieron entonces dos comas boca abajo.

        

      Senos para pensar en diminutivos.

        

      ¿Cómo escribirlo en mi nostalgia? Se sabe de antemano que no hay palabras. No las hubo antes. ¿Por qué irían a estar ahora?

      Lo escribo con tristeza: anoche volvió a mi sueño. Años tenía de no haber vuelto, pero se la reconoció de inmediato. Era ella, cuyo nombre no he escuchado jamás, pero que así y todo ha sido la amada ideal de toda esta vida y tal vez de otra u otras, de donde quizá venga. En el sueño me es clara su imagen, y reconozco a su rostro y a su voz, pero al despertar está conmigo nada más que la saudade, y su rostro es esa sensación de algo esplendoroso recobrado por un rato y perdido en otra vez. Lo más claro es el recuerdo de sus besos: aún los siento en los labios y en la vida, y son hondamente dulces con un dulzor que tampoco es descriptible, pero que recuerdo mejor que nada. No hay otros labios para besar así. Es inocentemente apasionada. No sé explicarlo: es pasional e incontaminada, pasional y pura, dos encontrados conceptos que en esta vida batallan pero que en el país en donde la sueño son armónicos. La gracia suya enorme está en esa dualidad turbadora. Anoche me enseñó su pubis. Nunca había ido con ella más allá de los besos febricitantes y medio eternos. Quedé deslumbrado de belleza y de perfección. Lo recuerdo ahora: el vello púbico como delicadas y múltiples rosas negras sobre una blancura tibia. Con ella, los sueños eran recurrentes. Pero la recurrencia se había perdido. Mi despertar es terrible. Me siento echado del Paraíso, perdido por ahí, caído de la gloria en este caos estúpido del vivir. Uno despierta sabiendo que la felicidad existe, que tal vez solo sea posible en el soñar. Cómo amarga eso.

      Hace décadas le escribí un soneto. Por mucho que escurra ahora a la memoria no me entrega sino los tercetos:

      Tú vienes a mi sueño. Tú en la clara

      corriente del amor vienes ungida

      de a mística luz tímida y rara.

      Tú vienes a mi sueño en la dormida

      quimera que te invoca única y rara

      ¡y manas lentamente de mi herida!

      Se ha quedado conmigo tu abandono, que es mi despertar. Está hecho de dura sal, petrificada, y lo muerdo para conocer de durezas y salmueras. Y la tristeza ha venido. ¿Cuándo estarás otra vez en mi sueño, conmigo, creatura que conozco solo en el dormir? ¿Cuándo, mía de mi vida dormida y feliz? ¿Cómo te llamas? ¿Hemos sido qué, y en dónde? ¿Por qué te amo, así desesperadamente y desaforadamente hasta despierto? A veces, tal vez, quisiera que no volvieras. Del no estar contigo me llega la desdicha, y me cuesta mucho acostumbrarme a saber que, despierto yo, eres irreal tú.

        

      Estuve fuera, en el corredor. Hay una luna que deja caer su luz fría. El campo se ve enorme, poblado del estridular de los grillos, que hora son orquesta. Como pozos de sombra al revés se alzan los árboles. Un ladrido llega de lejos y rebota en otro perro. Hay nubes altas, blancas, encarrujadas. El frío va y viene, dueño. Y hay paz a espuertas. Retelinda, me ha dicho al abrazarme, con voz de muchas promesas:

      —¡Hueles a hombre!

        

      Algunos escritores hablan del “lector” en el cual piensan cuando escriben, para agradarlo. Salvo las cartas, que suelen ser privadas y tienen un destinatario fijo, “el lector” no tiene entidad, sencillamente porque no hay dos iguales, con la misma cultura, los mismos gustos, etc. El escritor no puede plegarse a todos. En su variedad son los lectores los que deben adaptarse al escritor.

      Cuando escribo no pienso sino en lo que escribo, batallando con las palabras para que digan lo que yo quiero, como yo quiero que lo digan. Es toda una lucha: las palabras son esquivas, quieren desbandarse y uno las quiere unidas. Me recuerdan al ganado de Urabá cuando había que meterlo en corraleja para vacunarlo. Yo solía decir que era mío solamente cuando ya lo tenía encerrado donde yo quería. Lo mismo son las palabras.

        

      Recién llegamos de una caminata mañanera. Por allá arriba muchos verdes distintos, desde el oscuro como de aceite hondo y espeso, hasta el claro como el de un agua de borrajas. Y una agüita muy cantora, que va puliendo lijas. Se quedó conversando consigo misma, sin término. Y los cauces pulidos por otra agua, la de los canales del camino, suaves sus huellas, lamidas como bloques de sal por lenguas de vaca. Y un gavilancito desconfiado al que le deben haber disparado, y sabe.

      Abajo el valle. Arriba, sobre una cuchilla, una casita sola en la cual nos gustaría vivir. Y unas cuasi-rocas, rojizas, cuyo color me atrae y amarra. Hubiera querido estarme mirándolas siquiera por dos horas si ella no se hubiera impacientado: quería descifrarles bien a unos lilas tiernos de los bordes. Y un cucarroncito muerto, de color marrón, con pintas negras, pasto ahora de hormigas afanosas, montaña de carne como para hacerle túneles. Y una casa vetera sobre un alcor, de altas paredes viejísimas de tierras apisonadas, y anchas. Y un maizal en cuyas hojas se traba el viento y les deja un sonido como de papel de lija. Y el techo azul añil de cielo. Y ella y yo por esos caminitos.

        

      En la última novela de Erick María Remarque, Sombras en el paraíso, se sabe que el nombre verdadero de Ravic, el magnífico personaje de Arco de triunfo, era Fresenburg. Con razón le cambió el nombre, sin “caché” literario.

      En esta su última novela, Remarque no tenía ya nada qué decir, pero lo dijo en casi 300 páginas. Se repite en nimias cosas interesantes, pero la novela no agarra con el agarre de ave Roc de sus otras. Escribía tal vez porque ya estaba acostumbrado a hacerlo: por la mera disciplina, ya cascarón de limón él, sin jugo. No parece ser esa la mejor razón para escribir. Aunque en la novela está su estilo, que es muy personificado, no hay más: no están la emoción de lo sentido, ni el dolor, ni la alegría. Creo que se debe tener esto muy presente. Si se escribe por la mera disciplina, o la necesidad, y lo tenido no es bueno, destruirlo sin más: eso macula. ¿O es que llega la desdicha de un instante en el cual el autor ya no sabe qué de lo suyo es bueno y qué no?

        

      Rodrigo Arenas Betancur es pequeñito de cuerpo, y no faltó alguno que dijo o escribió que por eso sus figuras son monumentales. En la cara, hondos y pequeños, le bullen los ojos inquietos de cualquier campesino antioqueño. Ojos de esos he visto muchos: son calculadores, calibradores, “machuchos”. Pero en los de él está algo que es de maravilla: la inteligencia del artista. Él quiere aparecer culto, y tal vez lo sea. Es deslenguado al hablar de otros. Me dijo, por ejemplo, que pese a haber escrito Aire de tango, que presuntamente ocurre en el barrio Guayaquil de antes, Manuel Mejía Vallejo es un “señorito que si pasó por allá lo ‘hizo en taxi’”. Es decir que no lo conoció, y el suyo es un entorno inventado. Eso se nota en la obra. Dice que Guayaquil fue un puerto magnífico, como El Pireo, así terrestre, y como otro cualquiera repleto de marineros. Que él sí vivió a Guayaquil. Añadió que “Manuel se identifica con el Jairo de la novela, pero que se soslaya y que debió asumirse más”.

      Me llevó con él una discípula, que resultó ser su amiga íntima, tal vez. Él la recibió como a cualquiera, pero ella quería poner de manifiesto sus vínculos con él: se “destapó” de una. Eso me gustó. Como a mí, le gustan pollitas. Cuando me vine, se quedó con él.

      En la conversación del escultor aflora que ha estado en todo el mundo occidental. Se queja de que sus hermanas mayores lo controlan, fisgonean y regañan, y del absurdo de que en el Medellín de hoy, todavía pacato, sea un problema grande tener un estudio. El suyo está lejos, por la Estrella, y eso le dificulta la alimentación.

      Dice que no le teme a la vejez, siempre que pueda emborracharse. Es feo. Su grandeza es interna. Viste a toda hora, o al menos en todas las que lo he visto, como un obrero:


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