Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
y el silencio. En esencia, los dos uno: yo-ella, ella-yo. Marco la casita.
En algunas veces, empero, los hechos pasados se vuelven puercoespines. Me acribillo con las púas de los suyos, y se espina con las de los míos.
Allá se puede pensar con largura. Me pasan por la frente, atrás del hueso, trozos de novela futura. Suenan palabras de iniciar capítulos, y hay personajes que van armándose a sí mismos de a poquitos. Todavía no tienen cara, ni estructura de huesos y carne: se aglutinan en torno de un carácter que les tengo. Esa es la armazón: el carácter.
Silencio alrededor. Aire de tierra fría. Cielo encapotado. Yo no queriendo nada más de lo que tengo atrás del hueso de la frente. Y esperando escribir bien, y no durar mucho si es que la decadencia llega. Y una muerte veloz.
No es que sea mucho mi pedir.
Leo en la prensa que murió Paul Geraldy, el autor de Tú y yo. Un tiempo fue casi tan famoso como un futbolista, pero ahora nadie habla de él. Yo lo creía ya muerto, no sobreviviéndose. Tuvo un tiempo algo de mítico, pero luego el olvido le pasó el esfumino. Y a su obra. Y me cabe pensar en la inutilidad de la fama: ¿si no ha de ser para siempre, para qué?
¿Quién recuerda ahora a Selma Lagërloff, Premio Nobel de Literatura en 1909? ¿Y a Iván Bunin, a Knut Hamsum, y a todos los otros Premios Nobel en sus inicios?
La fama es una mariposa.
Tan dulcemente escondida
de mis días en lo ignoto,
eres tú mi sueño roto:
el más bello de mi vida.
La gracia sin límites de la chica que bailaba anoche en la fonda: toda la armonía con ella, la de los movimientos exactos y el compás perfecto, música que se veía.
Es un amargado enorme. Quiso ser escritor, o dramaturgo, y no pudo. Se consuela diciendo:
“Si se juntara lo que he escrito haría diez novelas”. No es cierto: serían escritos de la extensión de diez novelas, tautológicos y pobres. Su caballo de batalla es que el sexo no debe estar en la literatura. Es un comprometido con las derechas retrógradas, y entonces La hora católica tiene siempre la razón, a priori.
Lo que lo enferma es que quiere nombradía y admiraciones, y lo que le resulta es una bilis amarga.
Uno le dice “Te quiero”, esas palabras que deberían estar gastadas del uso que se les da, pero que apenas le dan brillo inmenso, y ella se derrite como una pasta de chocolate al sol. Pone al pairo los ojos amarillos y parecen de miel: de panales de abejas rubias. Sonríe timidaza, y se pone hasta linda.
Es que hay que decirlo así de escasamente.
Mi corazón es votivo, no hay duda de eso. Es constante en arder, no hay tampoco dudas.
Pero cambia el altar ante el cual ardo. Cada tanto cambia, pero no mi arder.
Se ganó su sobrenombre de “Capacho” después de su nombre, porque las gentes saben, con el refrán, que “capacho no es mazorca”. Es decir que el abultamiento de afuera, o de las palabras, no garantiza la cantidad de grano. Porque él exageraba en todo. Cuando el padre murió y fue dueño de herencia abultada, se fue a la costa, joven. Por allá se compró una hacienda. Allá se acostó, por primera vez en serio, con alguna hija de agregado, capaz de cortar leña, de traer del cultivo un racimo grande, o un palo de yuca. Labores que llaman al sudor y lo acumulan sobre la piel que no conozca el baño diario, y sobre la ropa interior que no se muda. Él, para siempre, quedó en relacionar el amor con los sudores viejos y secos, y su olor ácido. No lo pudo practicar después con las chicas de su clase, limpias, porque el ingrediente dicho les falta. En palabras claras no hay erección sin el olorcito. Y eso explica su soltería. Vive por allá, con mulatas. En las tardes largas y solas de la finca conversa con la botella, y así acabó en dipsómano. Borracho meses enteros, hasta que cae en el delirium tremens, y entonces los hermanos lo hacen traer y lo guardan para una cura de reposo en el manicomio. Cuando sale, regresa a las mismas.
Es alto y bien plantado. Bien alto, y mejor plantado. No quiso estudiar. Estuve años sin verlo, y la vista no me gustó, él desmejorado.
Su hermano sí se graduó de abogado. Fue un alto empleado bancario, pero también conversaba con la botella, a diario, luego de la oficina. Igual rodó a la dipsomanía, y cuando aflojó como todos aflojan, lo echaron. En la borrachera consiguiente se quebró, al caerse, la cabeza del fémur. Se la arreglaron con clavos ad-hoc y anduvo en silla de ruedas unos meses. Cuando sanó no quiso dejar la silla, porque algo se le había quebrado igual pero más hondo y para eso no encontraron los clavos. La silla se le parece al regazo de la mamá, con ruedas. Ella lo mimaba. Cuando da en delirar, en silla lo llevan al manicomio, y vuelven cuando no delira.
El mayor de esos dos es rechoncho y algo gordo. Se casó con la novia única después de 21 años de matrimonio. No había impedimento, sino una indecisión crónica suya. Solo se decidió cuando un novio de ocasión, inopinado, le propuso a ella. Como hubo disputa de la presea, se decidió. Él es y será por siempre un laberinto que trata de salir de sí mismo: como eso es imposible, su complejidad es suma.
La hermana mayor se casó, pero a los quince días volvió a donde la mamita con el ajuar, porque el marido era “un bruto”. La menor no, y languidece sola como flor única en un florero.
Cada uno de los de esa casa es dueño del material de una novela.
A mí Flaubert no me incendia. Sé que Madame Bovary fue un suceso enorme en su época. Con esa novela creó técnicas y modos a los cuales y a las cuales debemos infinitamente. Pero sé igual que todo eso se ha superado, y que ante lo inmediato, lo suyo, remoto, palidece. Emma Bovary fue una heroína extraordinaria, pero en su época. Después las hubo a centenas, usuales, y no conmueven. Pero Flaubert escritor es un guía al cual me atengo: su respeto por el quehacer literario, su disciplina inaudita, sus investigaciones minuciosas para adueñarse del tema, su sentir hondamente a sus personajes, me motivan. ¿Cómo no admirar sus vómitos cuando escribía del envenenamiento con arsénico de su protagonista? Él estaba siendo ella, y sufriendo igual. No hay otra manera de hacer las cosas literarias bien hechas.
Pena
Sobre alboradas de pena
y atardeceres de hastío,
el amor que fue tan mío
–La amada fue tan ajena–
apura la copa llena
de los tardos desengaños
al deshojarse los años
sobre la senda desnuda,
y encuentra firme la duda
y duraderos los años.
Cada autor puede hacer de su novela lo que a bien tenga, siempre que sepa qué hace. Una novela no es únicamente una acumulación de palabras demasiadas, o de hechos, o de caracteres de personajes, o de estos, sino una unión armónica de todo eso con un fin determinado. Este fin lo subordina todo. Es decir que la novela es proclive, debe obedecer a un plan. En una buena novela no hay una sola palabra sin objeto. Ningún hecho, ningún carácter. Nada sobra, y desde luego no falta nada. No hay que dejar a los personajes a que hablen por su autor, expresen sus opiniones, etc. Los personajes deben ser ellos mismos, no calco de quien los creó.
Ninguna