Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
o nada.
Cuando de El día señalado, una novela que obtuvo el prestigioso Premio Nadal, de España, Manuel Mejía Vallejo extrajo un cuento perfecto llamado “La venganza”, y que a mí me parece como cuento mejor que la novela como novela, y el cuento estuvo adecuado, “lloré”, me dijo.
Un llanto que yo entiendo. La belleza llora a veces o nos hace llorar sin tristezas.
Me pregunta Ben-Hur Carmona qué me gustaría de epitafio, si se usaran aún. Le digo este:
—Aquí estoy bien.
Es lógico que casi todo lo mío sea una indiferencia hacia todo lo de afuera, porque todo me va es por dentro. Más cuando estoy con la novela que se gesta. Ella me es más real que todo lo de afuera. Paso por el mundo externo sin estar.
Porque, como se lo mire, es más rico lo interno.
Hoy desnudó su vida: qué arrume de cosas lóbregas. Qué gentes estúpidas con las cuales anduvo. Qué equivocarse en cada vez, como por sistema, en cada encuentro. Qué padre brutazo. Qué buscar intérmino de un hombre digno. Qué voliciones.
Mundo ciego. Actos torpes. Ternuras que no había. Nobleza de cuerpos y de almas que nunca encontró.
Bazuko, mi gato, que ya ha alcanzado una gran talla, mató, en un descuido nuestro, a uno de los pajarillos que venían a comer de las harinas puestas para ellos, y empezó a comerlo. Se lo quité, adolorido. Es un “crimen” de la vida que organizó la cadena, no suyo. Como todo se paga, al minuto vino un perro que no es Lucky, su amigo, y casi agarra al gato en una gran perseguida. Bazuko trepó a un pino, y en él lo ató el miedo. No quiso atender a mis llamadas. A poco llovía esta lluvia torpemente fría de estas lomas, y el gato se agarrotaba hasta que se empapó más que un tabaco en un río.
Lo dejé ahí, en la lluvia, más de una hora deliberada. Gato y todo, es bueno que sepa de otros eslabones de la cadena.
Después me agencié una escalera, lo bajé y lo sequé, y ahora duerme, igual que siempre, en el tapete suyo, al calor de mis pies. Pero antes de que se durmiera le vi los ojos, y ya no son inocentes.
La luz que en esta mañana entraba por la ventana la untaba muy singularmente. Su piel desnuda tenía alternados visos hermosos: de oro, de miel, de fuego, de níquel, de plata, de luna, de cobre rojizo ardiendo suave. La luz la inventaba en cada vez con un color distinto, y no sé cuál era más bello. En algo así como un cuarto de hora fue muchas y varias.
Lo que hubiera dado por conservarlas todas.
En el libro Memorias del fuego: 1. “Los nacimientos”, de Eduardo Galeano se narra que los guaraos, del golfo de Paria, llaman, entre otras poéticas cosas, “mar de arriba” al firmamento, y “mi otro corazón”, al amigo, y al bastón “nieto continuo”.
De pronto, y ahora, el mal cansancio me impreca:
—¿Para qué escribir?
—¿Qué tontería es esta de un libro sucediendo al otro?
—¿Sí vale la pena?
—¿Qué importa?
Nadie responde, y todo se ve oscuro.
Cuando se entra a escribir una nueva novela, se entra en alguna especie de esclavitud. Uno está compelido, y no es dueño. La compulsión es uno mismo, pero es evidente que ya no se es dueño y se está determinado.
Para los mexicanos de antes de Cortés, Tlazoltéotl era la diosa del amor y de la mierda.
Sigue siendo.
Conversando hoy con J. no pudimos hallar ni a diez escritores en este país que escriban como se debe hacerlo, en pos de una obra nutrida, un libro atrás de otro. Ni hallar a diez que tengan más de dos novelas. A la mayoría, para llamarse “escritores” les basta con un poema, que les dura para setenta cocteles.
Un escritor es, necesariamente, todos los escritores que le precedieron. Para no citar sino al idioma y a la técnica, halló a uno y otra estructurados y pulidos. Para aprehender a uno y otra le bastó con leer infatigablemente los escritos de esos escritores antecesores. Y entonces tiene lo que Quevedo y Góngora y Lope de Vega y Cortázar y Camus y Sartre y Borges y Hemingway y Steinbeck y Capote y Maugham tuvieron, aprehendido. Así, tal vez hasta esa ristra ilustre de ciegos que se llamó Homero. Lo único propio en un escritor es el estilo. Porque a veces las historias son propias, pero a veces las topa y se las bebe para después verterlas. Llamar mía a una novela que he escrito me pareció siempre una exageración. En ella hay muchísimo de otros, y basta ser un poco humilde o razonador para entenderlo así. Si acaso, si llego a ser tan bueno como deseo, pondré en esa corriente enorme de la literatura unas gotas de técnica o algunos brillos para el idioma. Puestos, dejarán de ser míos para ser de todos.
Cuando uno encuentra en Rayuela, de Julio Cortázar, la palabra tan descriptiva de “desencontrarnos”, para decir de la separación en dos que fueron uno, y cuando en La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa encuentra el adjetivo “nauseoso”, de su invención; y cuando yo escribo de mi personaje Cuatro perros, en Toda esa gente, que era Tigroso, los tres afirmamos la marca en nosotros de João Guimarães Rosa, un brasileño que volteó las palabras para hacerlas más flexibles. Es decir que somos herederos de técnicas.
La técnica es un tesoro tan rico como el de Aladino, y se hereda ciertamente.
Casi entero el día metido en la melancolía, como en una piscina. Una melancolía viscosa. Es que en la mañana me encontré con quienes me compraron la finca de Urabá, sobre el río León, abajo del caño Tumaradó, y la recordé. Se habló poco de ella, porque cuando querían decírmela, yo variaba. Y después estuve reorganizando el capítulo primero de Canto rodado, que publiqué en alguna parte como cuento bajo el título “¿Qué es un siglo, patrón?”, que ocurre allá en esa finca.
Recordé el pasto, seco en el verano, y amarillo, pero a que a la menor llovizna enverdecía como la esperanza. Y al río perezoso y como dormido, pero con tanta potencia en sus aguas, que no mostraba. Y a la selva innúmera, que entonces dominaba en la región. Y al sol bravo.
Recordé a Fela (por Felícita) que es el personaje femenino de ese capítulo, y que yo traspolé a india fantasma. Y recordé a todos los amorosos escarceos que nunca culminaron, y a los cuales siento todavía como un vacío muy parecido a la sed.
Todo lo recordé, incluido el que allá fui feliz, y que no olvido. Fui feliz, sin saberlo, así como se es joven sin entenderlo. Juventud y felicidad solo se saben en la inmensidad de su valor al perderlas. Como los paraísos. Como el dinero. Como las mujeres. Pero no sabía por qué me ponían así agrio el día, hasta que recordé lo que la saudade es: tristeza de lo que ya no está.
¿Qué importa? La vida me ha cambiado en otra de sus muchas veces. Allá escribí Un hombre llamado Todero, y terminé mi primera. Allá tuve lo menos de cosas materiales que era posible: un jergón, un mosquitero, una mesa para escribir, cuatro trastos de cocina baratones, ni energía eléctrica, ni agua corriente, pero sí libros a montones. Tampoco mujer, salvo en los escarceos con Fela. En cada vez que salí de allá, para volver, paré al otro lado del río para mirar la casa que yo mismo me hice casi entera, y el pedazo de paisaje que me cabía en los ojos. Siempre salí triste, y volví alegre. Pero cuando salí para no volver no torné la cara. Le temía a convertirme en estatua