Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
Cuando Carlina me preguntó por mis años y le dije que 55, exclamó:
—¿Apenas?, lo muchacho que está usted.
Carlina añadió:
—¡Qué muchacho este: en cada día se parece más al papá!
Es cierto. A veces creo que está al fondo del espejo, venido de su muerte. Es entonces cuando menos me gusto. A veces mascullo un “viejo güevón”, y me aparto escaldado, aunque en cada ocasión menos en lo de la escaldadura, porque escribir a Canto rodado me curó en mucho de ese odio. El asunto es que Carlina mira de para abajo en lo de ver mis años, aunque apenas me da hasta arriba del ombligo. Porque todo es relativo.
Esperé, sin que llegara, a Helí Ramírez. A cada nada de la espera creía verlo asomar con su paso de gallinazo desprevenido: así camina. Pero, atención ¡que es un halcón!
Ahora sopla un viento tardero, y travieso, y rijoso. Levanta desde las doce del día, y va por ahí al sesgo esculcando muchachas. Les pone dedos de aire adentro de las faldas y las toca en sus intimidades y se las alza, y ellas se encabritan como si las violaran.
Eso que el viento hace me gustaría hacerlo.
Junto al rancho de Pacho Hernández, en Ayapel, en esa vasta llanura casi estéril, había un caño, o lo hay. Sus aguas andaban pachorrosas, despaciosas, como todo por allá, en donde nada, o casi, es premioso. En él había, cuando menos, dos colonias de ranas, con distintas voces. Unas de bajo, y otras casi de tenor, afelpadas. Desde temprano antes de la anochecida iniciaban su salmodia, muy contrapunteada. Era una dicha oírla cuando uno había cazado bastante y estaba cansado, e interpretando al coro se dormía. Anoche lo recordé, no sé por qué. El agua caía sobre el techo de Eternit, y ella dormía después de sus deliquios amorosos. De pronto, de más hondo en el tiempo y en la memoria, vino el pedazo de un poema de David Henao Arenas:
“El agua pulsa el teclado de las ranas, al pasar”.
Lo leí hace más de treinta años, en una sola vez. Volvió, claro como de leído ayer. ¿En dónde estuvo guardado? ¿Por qué se asociaron ese recuerdo y el otro más reciente, apenas ahora?
Me sentí pulsado por aguas del tiempo, pasando.
Fanny Buitrago tiene ojos que te hienden, así sean ligeramente estrábicos: hienden, no viniendo rectos, sino al sesgo, pero la cortada es la misma. Es pequeña y desgarbada, y no es hermosa, ni viste bien, ni con lujo, pero a ella uno le siente la fuerza interna. Está ahí, en apariencia frágil, pero es recia por dentro.
Se frota a veces una mano con la otra, y uno cree que es una caricia que se hace a sí misma, sensual.
La palabra que más oigo cuando me hablan de mis libros es “fuerza”. Como este no es un término asimilable a cosas que son literarias, o que pretenden serlo, uno no entiende mucho de lo que quieren decirle. Tal vez quieran decir “intenso” o “denso”.
“Cuatro perros” es, creo, un personaje que convence de que vive. Convence porque vive. Sus actos, buenos y malos, golpean. Tal vez sea eso “la fuerza”. Lo mismo digo de otros de mis libros.
Vivir, en un libro, es tener una personalidad coherente. Es moverse de tal modo que el lector lo vea. Para que un autor consiga eso de un personaje, a más de dominar el arte de escribir, tiene que estar convencido de lo que sus personajes encarnan, creer en ellos: más aún, ser ellos. Ha puesto en cada uno facetas de su personalidad, o los ha conocido a fondo si es que los tomó de la vida. A veces el autor los siente tan reales que conversa con ellos, y los ve. Cuando esto de verlos y conversarles se logra, se está en capacidad de hacer que los demás los vean y los oigan.
Creo que hay algo de locura en este proceso. El escritor se olvida del mundo en que vive, y se mete a vivir en el mundo de su novela. Si eso no es estar loco, que me aspen.
Es una excelente compañera para el triunfo y la luz y la abundancia y la música y el vigor físico. Pero no servirá para la derrota y la sombra y la tristeza y la estrechura y la decadencia.
Se sabía de antes, con tristeza. Y se comprueba. Esa es una verdad enorme como una catedral, y pone crespones negros adentro de mí. Pero no me conocerá en las malas, eso lo juro. Si me llegan, y siempre se ven venir, le digo: “abur querida”. Las malas ya son mucha cosa para ponerle además dolores del alma.
El amor es recio, y soporta. Pero se lo va matando con cosas así, descuidadas. El golpe de hoy fue duro y el amor mío salió asaz maltrecho. Ha querido enmendarlo, pero esas cosas carecen de enmienda.
Le caben, sí, los remiendos. Uno remienda, y sigue. Por un rato, unos días, uno –herido– no ama. Después todo parece igual, sin serlo. Un día todo es remiendo, y el asunto se tira. Y empieza con otra soledad.
Cuando viajo, en los hoteles me registro como de oficio Escritor. Es lo que soy, y lo asumo, y lo que quise ser siempre. Algún compañero de viaje se extrañó. Pero ser escritor es un oficio que yo practico como lo primero. Y me siento orgulloso de ser.
La soledad es una perra flaca, y muerde duro.
Día fue de mucho trabajo en esta casita de campo, que alcanza a tener 66 metros cuadrados. Fue un día de paz de adentro y de afuera. Ahora la luz de la lámpara tapizada por la pantalla es tibia, y afuera está la noche con sus astros fastuosos. Un perro ladra, lontano. El ladrido salta espacios y otro perro lo recoge en otra casa. Es un ladrido viajero y uno lo oye ir de perro en perro, debilitándose. ¿Hasta dónde llegará?
Al final de un día perfecto como este uno puede morir sin sentirse engañado: la vieja vida tiene a veces bondades.
El amor, como todo, tiene un precio. El de dar tanto como se recibe. Si esta ley no se cumple, el amor se muere en uno de los amantes. Es así como el amor se merece mutuamente. Yo esos precios los sé. Las gracias de lo que recibo las cumplo dando.
El silencio de un ofendido es un grito para adentro.
“... un beso voraz
que no olvidarás
mañana”.
De una canción
Ha reanudado su esgrima amorosa magistral. En esta mañana la buscaron los míos ojos inquisidores por corredores y espacios verdes. No estaba. Todo sin ella, vacío.
No esperé verla más por el aula. Pero esperaba por mí, blancos los dientes y grandes y disparejos atrás de la sonrisa, los labios jugosos, como chaquiras negras los ojos. Vestía un pantalón blanco de una tela suelta, y ellos y el color calcaban los muslos perfectos, la grupa firme, y, ¡tan bien hecha!, la cintura de mica.
Gente a los lados. Se reservaba las palabras. También yo.
En el aula se hizo a mi frente, casi tocando mi pie con el suyo. Veía de momentos, cuando le fijaba los ojos, su piel casi tan tostada como la de un grano de café después de la sartén, el pelo alto sin mucha gracia, los pechos no grandes inquietos bajo la blusa, los tobillos firmes entre las medias suavecitas.
Salió rápida, con todos. Pero esperaba más allá de la puerta. Fue conmigo al carro, y cuando rodábamos preguntó:
—¿Fuiste siempre por Urabá?
Le dije que no, que a últimas no porque me había hecho a ilusiones, y ya no quería, solo.
Tardé