Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
Claro que no, y ella los calló. Pero admitió que se había hecho también a un cerro de ilusiones. (Ilusiones llamamos a lo que no somos capaces de realizar).
Soltó de pronto, como un cañonazo:
—Todo lo que yo te admiro, caray.
Lo dijo como diciendo otra cosa implícita que un buen entendedor tendría que entender. Cruzábamos el puente que da a Argos, y abajo las aguas puercas copiaban como limpias todas las luces. Parecía un río de piedras brillosas.
Bajo el volcán, la obra más caracterizada de Malcom Lowry fue escrita en cuatro veces. Al primer original lo perdió en una de sus borracheras seriadas, luengas. Al segundo en un incendio, que tal vez él mismo provocó en otra de sus curdas, sin quererlo. El tercero naufragó con un barco, y se ilustraron los peces y los corales. Y para el cuarto casi que no encuentra editor, porque estaba entonces en boga una novelucha de dipsómanos.
Era todo un apego a una idea, tan poderosa como su necesidad de beber. Uno sabe que las tres ocasiones fallidas no le hicieron daño a la obra, sino provecho: un libro que no se haya escrito en esas veces por lo menos tiene de feto. Es un libro inmaduro. Uno casi que recomendaría borracheras de botar libros, incendios de quemarlos y naufragios en provecho de peces, a más de uno de nuestros escritores.
El paso y el repaso de lo escrito hacen buena prosa, amarra los hilos sueltos, cohesiona el conjunto. Si por un acaso se hallara el original primero y se comparara con lo publicado, se hallaría la diferencia misma que hay entre una naranja verde y otra en sazón.
Ser viejo es ver claro.
Bajé del carro para abrir el garaje, y vi a la niñita: estaba al sol de las 12 m., muy modosica sentada en el muro de enfrente, solitaria, vestida de blanco, dos guedejas rubias sobre los hombros. Debe ser una de las innúmeras parientes de la gente de ahí, con muchos vínculos con el campo. Conversaba, sola al parecer. Gesticulaba con manos y brazos. Nada sucedía para ella sino su conversación. A mí no me percibió. El viejo perro de esa casa, sentado en la cola, la oía. Pero no era con él la conversación. Era con alguien que para ella existía, así yo no lo viera, y de quien no dudo.
Así somos los escritores. A veces, solo al parecer, en el carro, converso con mis personajes, y el diálogo es siempre interesante. Creerán que hablo solo, o con fantasmas, pero a mí qué. En ese aspecto los escritores seguimos siendo niños: no es un defecto. Es que los demás se anquilosaron.
Es morenita y menuda, y cada ojo es una chispa redonda y enorme de obsidiana. Burbujean a todas horas, y tiene el labio sonreído.
Pero la comisura de cada lado de la cara es dura: hasta ahí llega la sonrisa. La cuenca del ojo no chispea, sino que es opaca. Ahora me dijo:
—Yo soy triste. Mantengo unas tristezas... Quisiera hallar algo que me amarre. Algo de lo que no me pueda zafar y me libre de mí misma.
Parece mucha carga para ella sola, para sus tal vez veinte años. Y yo me pregunto qué cara de vieja amarga aparecerá sobre su calavera cuando a solas ella se quita la máscara de que la vean y asuma sus rasgos. Deberá tener entonces como mil años.
La técnica presunta del avestruz de esconder la cabeza para no ver el peligro es falsa: él abaja el largo cuello para no ser visto. Es una buena técnica, que yo uso con alguna clase de cosas. Por ejemplo no abro cartas de las cuales sospecho molestias. Amarillean por ahí en algún cajón, hasta que la molestia no lo es, o el problema ha sido resuelto.
No es tan sin razón: si el asunto no se ha solucionado es porque la solución no está a mi alcance. Entonces la carta es una jodencia que no resuelve nada.
Pero es que además soy muy indolente con asuntos de dinero: me asquean, me fatigan, me desesperan.
Lo mismo las “vueltas” oficiales, como las del pase de conducción de autos, traspaso de vehículos, etc. Soy cobarde con el roce que las gentes me dan inevitablemente. Eso me ortiga. Y es por eso que dejo las cosas para cuando es ya imprescindible actuar. Soy un desadaptado.
Dejar que decidan por uno es también decidir.
Aunque no me apego a la vida, o eso es lo que creo cuando menos, y a ratos quiero dejarla porque me carga, y tampoco quiero huesos viejos más frágiles que el vidrio, respeto empero a todo lo vivo con un respeto fanático.
Yendo ahora en el carro hacia Rionegro en procura de algo que mi dueña requería, una de esas lindas mariposas emigrantes, verdes, refulgentes, chocó contra el parabrisas y se desflecó contra él. ¿Qué ruido puede causar un poco de seda verde de alas y un abdomen blando? Pero al golpe lo sentí como a un mazazo en el alma, y me dolió desgarradoramente.
Fui y vine despacio, y entonces podía verlas y frenar para no dañarlas. Aunque son una riada inmensa, de millares de individuos, esa muerte me dolió, como las de muchas otras que pude observar tiradas en el pavimento. Me duelen doble, porque a más de ser vivas, son bellas.
Me dijo:
—Soñé que era una gata, y que era seguida por toda una cohorte de gatos. Y era estupendo.
Se ríe como si maullara, y uno sabe que el sueño la definió bien. Se le ven las marrullas.
Se le adivinan las uñas afiladas y los dientes de herir, y debajo de la bata debe tener una cola esponjosa. Además es lúbrica como mi gata Rufa, la de Urabá. Si no lo es, entonces yo no conozco de gatas.
No puede dudarse de que tiene muchas cosas de poeta: tiene las barbas de tabaco rubio, tostadas, pluviales, y el pelo largo, y las gafas poéticas. Habla de la poesía con mucho convencimiento y propiedad, y dice de sus profusos ensayos con la lengua de Góngora.
Pero hasta ahí: nada de lo suyo, todo ese arrume, es poema. Son pilas de palabras, unas encima de otras, bien dispuestas en hileras como ladrillos, ordenadas, trabajadas. Y no hacen poema. Hay una ausencia de vibración. Son estáticas esas palabras, como estacas, y no conmueven. No ofenden. No acarician. No lloran. No muerden, ni siquiera ladran, como en los poemas. Y yo me pienso que es una lástima todo ese vano derroche de empaque de poeta, toda esa fachada engañosa.
El proceso de crear a un personaje es muy curioso: en mí ocurre como la creación de las tierras de aluvión, es decir capa tras capa sutil. Uno quiere contar algo, y alrededor de ese algo va aportando detalles coherentes entre sí, lógicos, estructurados, que hacen al personaje y redondean el algo. En realidad crece como un feto, y es uno la matriz en donde lo hace. El feto se alimenta de todo lo que uno sabe, de los sentimientos que tiene: es uno, ligeramente barnizado de “otro” o de “algo”. Es “uno” en un molde diferente, artificioso, pero cuyo artificio solo percibe el creador. Si el personaje es bueno, el lector tendrá para descifrar a un ser autónomo, tanto mejor cuanto mejor haya sido su elaboración.
Mi chofer, sin nombre hasta ahora, tampoco cara ni talla, es en cambio y ya, todo un carácter, más retorcido que los cuernos de un macho cabrío. Meter a ese carácter en una caparazón lógica para él es el problema que tengo.
Pensándolo bien, hallo que en mis personajes nunca ha sido dominante el aspecto físico. Tienen una entidad y un nombre y una presencia que es de fuerza interior, de carácter, sin mucho asidero a un cuerpo físico. Tereso era un defecto: sobre él creció. Chucho Cardona, el valor. Nila, un pasado. El Viejo de las canoas, una vida anterior, y Mello, una obsesión. Así quise que fueran. Así me gustan. Pero físicamente no sabría describir al de las canoas, salvo unos brochazos elementales. Es apenas un venir de otra existencia y un nombre ad-hoc. Lo físico no cuenta demasiado, salvo, claro, en cuanto tenga que ver con el carácter.