Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez

Diario de un escritor - Mario Escobar Velásquez


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oh padre João Guimarães Rosa. De ti aprendí que el idioma, con todas sus declinaciones y desinencias posibles es de los escritores y no de las momias de las academias de las lenguas que también quieren momificar al lenguaje. Gracias por los soberbios y majestuosos cuentos de Primeras historias y por Gran Sertón Veredas. Todo te lo debo, oh gran padre João Guimarães Rosa, salve. Salve.

        

      La descripción que Henry Miller hace del hogar de sus padres al volver luego de diez años, y de estos y de su hermana, y de su barriada, es tremenda. Como con un escalpelo minucioso va desnudando fibras: una, otra. Este carácter. Esotro.

      Algo que nadie pudiera inventar: tierno, asqueroso, absurdo, lúcido. Uno casi que llora con él.

        

      Parece ser que lo más difícil para un escritor novel, y para muchos curtidos y veteranos, es tener la capacidad acertada de juzgar lo propio: estar seguros de su trabajo. Como no lo están van por ahí acopiando opiniones, y de algún modo, si se atienen a ellas, desvirtuando su personalidad.

      ¡Qué putos diablos! Uno debe tener un material en el cual creer, y elaborarlo lo mejor que sepa. Debe castigarlo con correcciones conspicuas y muchas, y saber después por sí mismo qué sirve y qué no. Algo como esto: acá está lo que quise escribir, como lo quise. Es asunto de mi gusto. Está aprobado por mí, y tiene mi impronta. Si al lector le gusta, muy bueno. Si no, peor para él. Tómenme o déjenme.

      (Así y todo una putica vanidosa que está debajo de la piel de uno, sin que uno crea que es de uno, espera que el trabajo guste: mala puta vitrinera que quiere ser espejo).

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      Relato de A:

      Ella tenía cosas singulares. Buenas y malas, pero todas suyas. Era generosa con la caricia, y con el látigo. Planeaba sus castigos, minuciosa como un cajero, o el dar de sus dones: y daba y daba de lo que fuera en su momento. En la época en que íbamos mejor entregó lo más. Yo cumplía años y estábamos en un motel, de tarde entera. Entregó sus regalos de ver y de tocar, y después desvistió el cuerpo espléndido y dijo toda anegada de ternuras:

      —¡Hagamos el hijo!

      Nada había podido separarnos. Ni siquiera su marido. Ni siquiera mi mujer. Ni siquiera los dos juntos. Pero el hijo sí que sí: cuando se le creció en el estómago y la deformó, cuando le pintó como moras los pezones y le ablandó los pechos, cuando la puso pesada como un gavión, ella y yo que éramos uno nos partimos en dos: yo, dolido del estropicio, descontento. Ella dolida de mi dolor, ofendida porque añoraba a la que fue y extrañada del que le hacía ascos a su preñez.

      Nunca volvimos a ser uno.

        

      Por la calle iba, como voy siempre, es decir más por dentro de mí que por ella. Y por eso, después de su llamado que percibí con retardo, corrió por alcanzarme y me tomó del brazo. Seis o siete años hace que ella, y su marido, que por entonces estudiaba medicina, vivieron en seguida de mi casa. Ahora tienen hijos, y él se especializó.

      Está la misma, mejor vestida. Cara simplota. Cuerpo ni hermoso ni feo. Cutis limpio, con gracia, como la cáscara de una buena manzana, y con una sonrisa atrás de la cual no hay nada, sino la costumbre de sonreír. Una sonrisa de norma en sus labios.

      Hablamos, y yo no entendía su carrerón en mi procura. Cuando le pregunté por él dijo sin amainar la sonrisa que “quiere divorciarse de mí. Va a casa apenas cada cinco o seis días, y no se separa de una enfermera”.

      Una historia vieja como el frío. La contaba con la sonrisa puesta, los ojos en neutra: como si la de la historia fuera otra. Y así, sin transición, lloró de pronto. Las lágrimas viniendo de los ojos todavía en neutra, un llanto tan sin personalidad como la sonrisa.

      Me vine pensando que yo fui el pretexto que su llanto necesitaba, y que por eso corrió en mi procura. ¿Era de correr, no?

        

      Mucho de vivencial hay en el libro de Eduardo Galeano, Días y noches de amor y de muerte, pero es claro el ensamble de asuntos calculosos y de historias de otros lados. Dos me eran conocidas, y él las traspoló, bien traspoladas. Lo cual es perfectamente lícito. No solamente eso, sino que esa es la carnadura misma de la literatura.

      El libro es admirable. Choca un poco un afán recóndito, perceptible apenas a la larga, de magnificarse, de mostrarse el héroe. Tal vez sea inevitable, en la totalidad de la forma. Tal vez sea imposible narrarse de otro modo cuando lo vivido fue tan arduo.

      Galeano ve lo “cálido”, lo “humano” de un solo golpe. Ve a esos dos granos en un saco de escorias, y lo destaca tanto como se destaca una piedra magnífica en un anillo. Además pone algún rayo a darle a la piedra, para que esta brille en sus honduras.

      Se aprende de él. Y, ¡Dios santo!, en otra vez, ¿hasta cuándo hay que aprender? En cada día se ve lo poco que se sabe, y uno se acongoja. Es como si lo que hay por aprender creciera incontenible, se expandiera, y uno no: uno sigue ahí, pequeño.

        

      Próximo a morir, Arturo Echeveri Mejía se quejaba ante Manuel Mejía Vallejo de que su “obra apenas empezaba a ser”.

      Era cierto. Él empezó temprano, con Antares, pero no había madurado. El novelista de verdad apenas se insinuaba con El hombre de Talara. Sabía ya, maduro, qué tenía adentro y hubiera querido ser dueño del suficiente tiempo para sacarlo. Irse con todo le dolía, no la muerte anunciada.

        

      Reagan invadió a Grenada, una nación minúscula. En el infierno el primer Roosevelt debe haberse alegrado y aplaudido.

      Los imperios son así, sean capitalistas o socialimperios. La lista reciente de desmanes es larga. De la lista son Panamá, Hungría, Checoslovaquia, Afganistán, Grenada. Siempre se halló justificación para esos desafueros, en una cadena vieja como el mundo. Y parecen ser inevitables: de hecho lo son en su mecánica que enfrenta unos con otros, a dos imperios, digo, y el encontrón no acaba con los imperios, pero sí con quienes están en el medio.

        

      Anoche creí morir. En un momento lo deseé, preso de una asfixia pertinaz. Pero sí agonicé largamente. Ella me acompañó, y el miedo se le veía. Yo me sentía como el resultado de multiplicar por 1/4. Después, cuando estuve más calmado, lloró las lágrimas que se había ahorrado. Por la ventana se veía que una nube enorme cubría todo, desde el mismo suelo. La casa parecía su centro. Salimos a ese frío. Qué bellos se recortaban, negros entre algodones grisientos, los pinos. Los sentí vivos, palpitando. Los sentí vivos, y pensé que yo moría. Eran esbeltos, y yo me derrengaba. En medio de la nube, en otro medio, ladró un perro su ladrido embotado.

      Dicen que es fácil morir. No parece serlo.

        

      Sonó un rayo, como si el mundo se desquiciara, y la vereda se quedó sin energía. No la reconectarán hasta mañana. Me alumbro con velas, y recuerdo a Urabá. Cuando se quiere recordar todo es motivo. Pero Urabá íbame siendo un mito. Siempre le recordé lo mejor, y anulé de la memoria lo peor. ¿Qué del pantano? ¿Qué de los zancudos en hordas? ¿Qué de las avispas terreras que me llenaban los libros y la casa de barro? ¿Qué de las inundaciones? ¿Qué del trabajo fatigoso de ir de una parte a otra? ¿De la carencia de recursos, aunque se tuviera dinero? ¿Qué de los sancochos sin carne, y los fríjoles sin chicharrón? ¿De las avispas con su carga de ácido que si te picaban te infiernaban un día? ¿Qué del temor a las mapanáes?

      Uno idealiza. A veces la vida le sabía a caca. Casa sin energía ni agua corriente, con alacranes. Allá trabajé bien mi literatura, y eso es lo que añoro. Más no hubo. A la postre todo es así.

        

      Después de cuatro podadas duras que le he dado a Cucarachita nadie, todavía encuentro qué quitar. Qué quitar, porque lo de quitar es necesario: iteraciones, lenguaje abundoso cuando


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