Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
Él sí que lo merecía.
¿Irías a ser ciega
que Dios te dio esas manos?
Vicente Huidobro
Creí alguna vez que lo de ella daría para una novela: no da. Casi nadie da para tanto. Pero ahora hará un capítulo bueno y condensado. Para una novela tendría que ajustarla demasiado, poniendo de aquí y de allá, y no quiero porque la quiero como es.
Pero un capítulo excelente sí. En eso paramos todos: en capítulos.
En Crucifixión rosada, el libro que me gusta más, Henry Miller habla de una con la cual convivió durante siete años. Cuando ella leyó dijo que “todo está distorsionado. Esa no soy yo. Yo esperé de ti algo bonito sobre mí”.
Es que no sabemos cómo nos ven. El que nos mira nos interpreta. Al pasar a su través nos distorsiona de necesidad.
Henry escribió sobre la que odiaba. Pero en ella tendría que haber una lovable: esa que se sacrificó por él y que, así fuera puteando, se conseguía los billetes de a cien para que Henry Miller pudiera escribir y escribir. Tal vez el odio le nació de ahí, de esa dependencia. A esas bondades que dan tanto y por tan largo tiempo llega a odiárselas.
Todo el año ha sido sin lluvia, salvo alguna nocturna ocasión. Pero desde ayer llueve seguido, y el frío cala. Mi alma y mi cuerpo se hicieron para el calor. Me amenguo con todo en el frío. Soy menos de medio, un menos de medio flojo.
Henry Miller es fantásticamente bueno describiendo el sexo, y por él, el carácter de los personajes. Cuando no va con asuntos sexuales y su lenguaje crudo llega a ser retórico, académico o filosófico, entonces falla, así a veces en esa prosa brille un diamante estallado. Entonces no apasiona, no amarra, no es él. Entonces es un Miller retórico y clásico y académico, es decir un Miller de relleno.
Voy a terminar de releer, desde luego, a Martín Edén, a pesar de la rabiecita que su autor me insufla diciendo que escribió por calculosos asuntos de dinero cuando hacía literatura, y no por la literatura. Yo soy de otra madera. Así él me copie con tanta angustia miserable su vida de joven, que me asfixió angustiado.
Pero después ganó dineros en demasía y se volvió derrochador: seguirá en las mismas de asfixias y de angustias en donde empezó, pero en escala magnificada. Antes por diez dólares, y luego por cien mil. Cuando tuvo su yate particular y su mansión estruendosa que llamó la “Guarida del lobo”, era tan miserable como cuando no tenía ni un esquife, y apenas una bicicleta que rodaba mucho a la casa de empeños. Quizá más miserable con yate y mansión. La miseria no es tan solo carecer de dineros, sino estar a debe. Es tener menos que nada.
Cuando secó su cerebro a fuerza de escurrirlo, y hacía meses-años que venía escribiendo mal, y tampoco pudo escribir más mal ni bien, y afuera lo aguardaban los cobradores, se inyectó la suficiente cantidad de morfina para saldar con la vida.
Oh padre Jack London desdichado, incauto, ambicioso, desordenado. Oh Jack manirroto, generoso con sanguijuelas desagradecidas. Oh London desdichado por los siempres, desconocedor de calmas, de treguas, de reposos, oh padre desaforado, cuánto te debo. A ti te aprendí a conocer a los animales y a escribir de ellos, siendo ellos por sí mismos y no humanizados. Te debo demasiado, oh padre desdichado. Por eso, salve, salve, salve.
De otros aprendí igual, y por eso sigo:
Oh padre Homero, que veías con las orejas y escribías con la lengua, salve. Salve citareda que para mí estableciste a Ulises y a Héctor y a Andrómaca, y al perro Argos, salve. De ti aprendí el valor que no espera vencer pero no perder la dignidad, y la ridícula arrogancia de un Aquiles que era invulnerable, y serlo no es ser valiente. Gracias, Oh padre Homero, salve.
Oh padre Julio Verne, a quien debo la inclinación a la ciencia, salve. Sin ti la infancia y la juventud hubieran sido únicamente mierda en profusión. Salve, por Héctor Servadac, por Un capitán de quince años, por Veinte mil leguas de viaje submarino. Salve, salve.
Oh padre Edmundo de Amicis, que me enseñaste la constancia, los muchachos buenos y los hombres buenos, salve. Salve, salve, porque me diste a Garrón inolvidable, a los Apeninos y los Andes. Salve, Edmundo de Amicis, salve.
Salve, oh padre Emilio Salgari, que me volviste corsario el corazón. Sin ti me hubiera ahogado en mi mierdosa juventud. Salve por el Corsario Negro, por el Rojo, por Yolanda, por las barbacoas, las espadas, los cañones retumbantes. Salve, Emilio Salgari.
Salve, Alejandro Dumas, que me diste a la Historia, a los reyes, a los mosqueteros, a los duques, a los condes, a los amores escondidos, a los siglos xvii y xviii. Salve por D’Artagnan, por Porthos, por Aramis vanidoso como un gallo, y por Athos, más noble que cien mil estirpes nobles. Salve, Alejandro Dumas, salve, salve.
Salve en otra vez Jack Eden o Martín Paraíso, que me enseñaste a observar a los animales, a interpretarlos, a escribirlos hermosamente. Salve Jack vanidoso, London ambicioso, Eden derrotado, Paraíso perdido. ¡Salve!
Salve, oh padre Erick María Remarque por explicarme mi adversidad con la de otros. Gracias por Ravic, que es la entereza, la dignidad, la serenidad. Gracias por haber tratado el odio y la venganza con belleza. Salve por Tres camaradas, y por Arco de triunfo. De ti aprendí al hombre. Y a la mujer, que nos da ancha la felicidad y ancha la tristeza. Salve Erick María Remarque, salve, salve.
Oh padre Víctor Hugo, no te he olvidado, sino apenas desfasado en la lista. Gracias por Jean Valjan y por Gavroche. Gracias por El 93, y por Los trabajadores del mar. Gracias por Cossete y por Thenardieu. De ti aprendí toda el alma humana. Salve, padre Víctor Hugo, salve.
Salve, oh padre John Steinbeck. Salve en mil veces. En cien mil. De ti aprendí toda la vida. Aprendí los entornos en donde van empacados los hechos, y aprendí la maldad alquitarada y la bondad destilada. Sin ti no pudiera ser lo que soy, porque soy muy tú en tantas cosas. Salve, John Steinbeck, salve, salve.
Salve, oh padre inglés Somerseth Maugham, gran traspolador, gran contrapunteador. De ti aprendí la avaricia, y la magnificencia del que da más que nadie cuando lo da todo. También yo soy tú, así yo sea lesbiano y a ti te gustaran los muchachones. Salve, padre inglés Somerseth Maugham, salve, salve, salve.
Salve, oh padre Ernest Hemingway, de quien aprendí todo, pero también que la literatura no es palabras bonitas, sino palabras bien ordenadas que cuenten cosas. Me enseñaste a vivir y a escribir sin adjetivos, y esa enseñanza vale para mí como cien cerros de oro. A esa prosa así como la tuya yo la llamo una prosa honrada porque es prosa nada más. Quizá también, oh atormentado padre Ernest, te haya aprendido a morir cuando ya es necesario hacerlo. Oh padre ingrato para pintar a tus amigos con la verdad, sin disfrazarlos para escribir honradamente, salve.
Salve, oh padre antioqueño Efe Gómez, que me enseñaste el cuento. De ti aprendí la soberbia humildad desdeñosa, que consiste en saber bien lo que uno vale y hacerse el pendejo. Aprendí la humildad orgullosa que deja que la obra diga de uno porque uno sabe qué obra escribió, y uno se hace el mudo. Salve, oh padre Efe Gómez, salve, salve.
Salve, padre Adel López Gómez, por el cuento. Salve por el Urabá que en tus libros me pronosticaste y anticipaste. De ti aprendí la fuerza de los personajes. Salve, porque alcancé a conocerte después de haberte amado, y por no decepcionarme. Salve, Adel López Gómez, que me embelleciste mis días de maestro rural en San Joaquín con Cuentos del lugar y la Manigua. Salve, padre Adel López Gómez, salve, salve.
Gracias José María Arguedas por La muerte de Ñiazu Rittu. Gracias Adolfo Bioy Casares por En memoria de Paulina. Gracias Jorge Luis Borges por cuatro o cinco de tus cuentos. Gracias Julio Posada por El machete. Gracias Gabriel García Márquez por El coronel no tiene quién le escriba. Gracias José Félix Fuenmayor por La muerte en la calle.
Salve,