Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
Mientras que tuve negocios viví amargado, agrio con casi todo, corazón de perseguido, mascullando. Es que no era lo mío, así económicamente me fuera tanto tan bien. Ahora en que no los tengo, vivo tranquilo, vivo contento, ahora que escribo, que es lo mío, así en lo económico no me sobre nada, ni me falte.
Sé que a los 25 años tenía ya en la cabeza, y completo, el esquema de Cuando pase el ánima sola. No sé si hubiera sido capaz de escribirla como la escribí después. Sé que me bullía adentro, como cien mil abejorros en una pieza. Efervescía, y era hermoso y era triste, y me decía que “algún día”. Y esa novela cambió mi vida cuando no pude más con su zumbido y me puse a escribirla. Entonces conocí a la felicidad.
La carrera de un escritor es muy larga. Si yo la hubiera empezado hace treinta años...
Me afano en no tener rato sin escribir. Porque empecé tardísimo, y porque quiero dejar una obra estructurada, maciza, numerosa. Hasta ahora he escrito cuatro novelas y media.
Cuando tuve el primero de mis premios literarios, pensé en mi madre. A ella eso cómo le hubiera gustado. Pero murió seis o siete meses antes de él.
Escribo esto en mi cumpleaños número 55.
Juan Rulfo, en una entrevista, señala que no ha podido nunca “vivir de su literatura”. Especifica que la literatura es para gozarla cuando se edifica, no para vivir de ella. Que eso se lograría quizá si uno se promocionara mucho, pero que esto no es cosa que deba hacer un escritor decente.
Parecer ser una flecha para ese gitano de García Márquez, que se merece. Porque el Premio Nobel colombiano tiene dos facetas, a cuál más brillante: es un gran escritor, muy responsable. Y es un gitano que se vende a sí mismo, al promocionarse como lo hace, con toda la truculencia gitana.
Yo añadiría que la literatura es para darle, no para pedirle.
Yo a las plantas las siento. Las siento vivas, y pensantes. Si alguien me preguntara cómo es ese sentir, le diría:
—Es como un gozo.
Si hubiera cielo uno imaginaría a Marta Traba que inmediatamente entra a la pinacoteca y ordena descolgar todo lo que no le gusta, porque no es arte.
Arte, para ella, era lo que facturaban sus áulicos: solo esos. Fue una audacísima infinita que se hizo a seguidores que soportaban sus latigazos. Que la seguían para lograr su aprobación, y que se fabricó un reino de bobos para ser la reina.
Una cosa solamente posible en este país de pendejos.
En veces en que, como ahora, corrijo en el escritorio algunas letras, casi quieto yo, los ojos por la página y la mente escrutadora que analiza, Bazuco llega y se sienta a mi lado sobre sus cuartos traseros. Lo veo por el rabillo, pero finjo que no. Entonces alza con tiento la garra delantera y me toca el regazo. Sé qué quiere decir. Es: estoy acá, y te quiero mucho, maula.
Yo lo acaricio. No le gusta que le toque las orejas, y se hace entender. Pero tolera que le tire de la dignidad del bigote blanco.
Con nadie hace eso.
Al almuerzo y comida repite sus toques si es que no le doy la carne suficiente. Si me hago el bobo sus toques son premiosos y fuertes más, y si amenazo a su impertinencia se encoge sin retirarse porque sabe que es amenaza y nada más.
Solo a mí me pide.
Al final está el tedio, amarillo y lento. El tedio, con cara invariable. El tedio de las cosas, mismas cosas dichas en muchas veces. De los gestos, idénticos a otros gestos. De todo lo que se conoce a fondo. De todo lo que ha llegado a ser un disco rayado, con la misma cantinela en su sola vuelta. Es como caer en una yema de huevo de ave Roc, y saber solo de su color.
Mucho antes de su ser pasional y maravilloso hay una maestra de escuela, torpona, con un horizonte de maestras de escuela. Con problemitas de esa altura me atosiga a veces: los mismos, siempre.
Quiero sacarla de ese pozo, pero resbala en cada vez, Sísifo yo y roca ella. Habla de la directora y de los seccionales y de sus problemitas de una pulgada. Se enerva con ellos, lo que traduce que sigue con esa altura. Tal vez no salga. La mentalidad del maestro de escuela es tozuda, y marca. Está hecha de cosas nimias.
El cansancio viene de lo repetido, lo repetido, lo repetido...
La enconada lucha de esta mañana entre el sí y el no. Y este que vence, imposibilitando. Todavía uno no sabe si quería o si no.
No se sabe nada, ni siquiera de uno mismo. Uno no ve su fondo. No sabe qué tiene adentro. Ni por qué hace algunas cosas o deja de hacerlas. Uno se desconoce magníficamente. Uno es su propio extraño.
Las cosas pueriles: recibe, recibe, recibe. Y cuando quiere dar no sabe.
Dar es una ciencia enorme, y requiere de olvidos. De sí mismo, como primero. Y, desde luego, hay que tener y tener. Es asunto de muchos aprendizajes: no basta el deseo de dar. Dar es sacar de uno mismo lo de uno, no es comprar en un almacén para entregar.
Soñó con un ser esplendente que en la frente tenía dos cuernos pequeños, y una cola, y cascos bisulcos, y que además usaba un pene rosado y enorme. Con él copuló sobre la arena. Parecería ser Pan, el caprípede.
Qué iras tuve.
Era pobre, no hay dudas: la bata era de mucho uso, y las piernas desnudas iban sobre zapatos baratos y cansados ya. Sin ningún cuidado el pelo caía sobre los hombros, pegotudo. Iba de prisa, y en la mano, como un nudo mojado, el pañuelo chico del pobre. Se enjugaba los ojos con él, a cada nada. Así y todo le corrían las lágrimas a la cara, y larvaban. Yo me pensé que a veces no le alcanza a uno la casa para llorar, y se despacha de afán en la calle.
Lo que uno escribe, cuento o novela, no sale casi nunca como uno hubiera querido que saliera. Si se escribe a menudo se aprende pronto que cada relato tiene su propia personalidad, y que no transige. Más claro: se escribe al cuento como él quiere ser escrito, no como el escritor pensó que escribiría.
Lo más del aprendizaje del “a menudo” es la colaboración. Se colabora con el relato. No se lo fuerza. Forzar al relato es inútil. A veces se está de acuerdo con el cuento. A veces no. A veces se transa.
Pero la verdad es que la personalidad del cuento sabe mucho.
En las relaciones amorosas plenas los paraísos y los infiernos se alternan. La relación es feliz cuando los primeros son más. Cuando los infiernos priman uno enloquece.
No hay sinceridades borrachas, sino cosas calculosas que nadan en licor.
Para mí el infierno peor no sería el clásico, de muchas almas ardiendo entre llamas sin humaredas. Sería un infierno frío. El polo, sin muchas imaginaciones.
A uno, que conoce apenas su época, y de refilón las anteriores, las cosas le parecen nuevas solamente porque carece de perspectivas antiguas. Ya en 1922 César Vallejo era un antecesor de João Guimarães Rosa. En su poema IV, del libro Trilce, escribió “desamada”, y “amargurada”. Y en otros, “corajosos” y “pupilar” y “mostachoso” y “ternurosa”. Es decir, usó un camino que supongo nuevo para desinencias y declinaciones que no eran de uso.
Las posibilidades del lenguaje han sido, pues, buscadas por muchos. Se pasan la búsqueda y los hallazgos