Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
topé ahora con él, mandamás ahora, bien posesionado de su papel de grande y de dispensador de favores posibles, como nombrar o no para unas cátedras a unos, o dejar de nombrar a otros. Pareció sorprenderse de que no lo saludara yo, de que no lo reconociera.
Lo conozco. Sé quién es y cuán pagado está de sí desde que asumió, y tal. Pero eso solo no hace que yo quiera saludarlo.
León Bloy, gran escritor francés, que fue católico por encima de todo, y ortodoxo a ultranza, escribió que “si se pudiera conocer a todas las circunstancias que llevaron a un hecho, se vería su coherencia, y se sabría sin duda que nada es casual”.
Debe ser cierto. Ayer viví demasiadas cosas que no pudieron ser casuales.
¿Pero cómo él, católico ortodoxo a morir, pudo escribir eso, que en el fondo es la negación clarísima del libre albedrío?
Era católico en la forma, y hereje en su esencia, sin saberlo.
Voy a escribir un capítulo llamado Gato. Gato es, desde luego, un animal, y estará inspirado en Bazuko y en Rufa. Contar de él supone contar hechos lógicos: los que hacen su vida. Entonces, de necesidad absoluta, se requiere un conocimiento total de lo que un gato es, lo que hace, los cómos y los porqués de lo que hace. A eso lo he llamado yo conocimiento del tema. Es difícil, pero alguna experiencia tengo ya. Recuerdo a Mapaná, a Caimán, al perrito de Cuando pase el ánima sola. Hay, de alguna manera, que ser gato. No es nuevo. Para escribir violentamente se requiere ser violento, y para ternurosamente ser tierno. En otras palabras, conocer.
Hace nadas, mientras que leía una nota que, con lápiz, escribí al margen de una novela de Sartre, pensé en Tulia Echeverri, una prima de mi madre. No sé por qué, ya que la nota nada tiene que ver con ella ni con nadie. Y de pronto entendí lo pavoroso: con mi madre murió toda la familia de las dos ramas, paterna y materna, con la excepción de cualquier primo con el cual se tropieza en la fugacidad. Nada he sabido después de la familia. Mi madre era el nexo. Cuando iba a verla soltaba al desgaire una noticia y otra: las muertes usuales, los matrimonios, las enfermedades. Roto el nexo cayó la oscuridad. Nada sé de nadie. Bien pudieran haber muerto todos.
Es en realidad lo que hicieron: la muerte es también el sin interés.
Corrijo las pruebas de los cuentos que del Concurso de Udem se librificarán. Y sigo sin entender a algunos concursos. En este, el cuento ganador se desbarata en una segunda lectura, y aparecen los defectos, los brillos de lentejuelas que se tomaron como chispear de un diamante. Hay cuentos mejores que ese entre los quince. Pero es así como son las cosas de los concursos, en donde la suerte suele meter baza.
Los consagrados, munidos de su consagración, meten la pata consagrada con mucha propiedad. Hablan y escriben mucha paja. En una columna de periódico, “nuestro” Premio Nobel dice que ni Somerseth Maugham, ni Ernest Hemingway son novelistas. Que son, apenas, hacedores de cuentos.
Tal vez no ha leído a Servidumbre humana, ni a Por quién doblan las campanas.
O cree García Márquez, como los ricos, que por su dinero se estiman expeditos para opinar de todo, que su Premio lo autoriza a calificar y descalificar. Pero en literatura nadie puede decir esto es y esto no, porque la literatura tiene millones de facetas. En esa columna al costeño se le brotó el provinciano tontolo con dinero, el corroncho hablador.
Quien es amado es un tirano. Quien ama, un esclavo. No parece haber alternativas otras, y cada uno asume su papel de látigo o de espalda sin ser demasiado consciente de él, sin gusto o preferencia: cae o recibe.
A veces, cuando hay más de uno involucrado en esos enredos, se es látigo sobre una espalda, y espalda para otro látigo. Dando y recibiendo con alternancias.
Ahora soy el rebenque, soy.
(Kafka dijo de Felice que solamente sufría, pero que él hería y sufría).
Por donde voy de la casa, los libros. Ordenados en anaqueles, y apilados por el suelo. Los amo intensamente, como no amé, ni amo, ni amaré a otra cosa ninguna. Si tuviera el dinero que he invertido en ellos tendría una suma de mucha consideración. Pero no amaría a esa suma, ni ella me hubiera reportado lo que los libros.
Cuando voy de librerías me rasco el bolsillo hasta la inopia. Luego voy sin pesos por la calle, con paquetes bajo el brazo, deseoso de llegar a meter los ojos por ellos.
Como en otras veces, hoy compré más de lo que puedo permitirme: no aprendo de mesuras en las librerías. Después, las horas me son pocas.
Acá, campestre el aire, me rinde el trabajo. Voy con Gato, ahora, metido en él, peludo mi dorso, cuatro patas llevándome, ojos de ver en la penumbra. Voy con él, y me gustan las gordas raticas tiernas, grises, tímidas.
Acabé a Gato. Sin embargo, el verdadero trabajo artístico empieza ahí, en el fin de lo escrito: pulir todo eso es largo, en un proceso lento y de sistema. Pero cuando se halla una gema que faltaba, y uno la inserta, es gratificante.
Leo Conversaciones con Heinrich Böll, el de Conversaciones con un payaso. El entrevistador es bueno, con temas que valen. Lo anoto porque a veces lo asaltan a uno entrevistadores mediocres, y uno, para no aparecer bobo contesta cosas interesantes que no le preguntaron. Böll dice algo interesante:
—Si fuera pintor no podría hacer un retrato de mis personajes.
Yo lo entiendo: los personajes de una novela son actos, no figuras. Al contrario de la pintura, que son figuras, sin actos. A estos algos los reviste uno de rasgos que no son absolutos, y así cada lector los “ve” a su manera.
Revisé lo de la putica, Gilda: está bien para una versión primera. Solo que, ¡Dios santo!, cuánto cuesta escribir bien. Cómo hay que saber de muchas cosas, y cuántas dificultades oponen las palabras.
Lo encontré ahora en Junín, como encontrando a otra época de mi vida. Juntos anduvimos por Urabá, y cada uno salió cuando le cupo. Le debo favores.
Iba como siempre con la cara un poco abobada: pero es solo de los ojos hacia afuera.
Eduardo Galeano es magistral resumiendo: toma una historia y la comprime, no botando asombro sino recogiendo, y con él la historia siempre gana. Ojos de ver maravillas, y pluma de mostrarlas. Cuando le leí Las venas abiertas de América Latina salí graduado de antiimperialista, como todos los que lo leen. Con mil razones pesadas. Y también Memorias del fuego, que no es polémico sino literario. Pero me encontré igual con Días y noches de amor y de guerra. Son vivencias propias. Algunas combaten. Otras no pelean, pero de todos modos lo aporrean a uno, así sea con ternuras. Llevan a la tristeza, y se embadurna uno con ella.
Aprende, también. ¿Cuándo se sabrá lo bastante?
La prosa suya no tiene aliños. No es la forma, sí la esencia, el fondo. A veces un girón poético se desparrama, así: “de la luz del crepúsculo salían atardeceres de otros tiempos”, pero son escasos esos lampos.
Tembo, desde que su mole fue conocida del hombre, se dice que le dicen los africanos al elefante. El elefante es una colina que yerra.
El ganador del Premio Nobel de Literatura de 1983 dijo que no pudo nunca entender a Cien años de soledad. Explicó que era de una cultura muy distinta, y que... bla bla.
Es un