Diario de un escritor. Mario Escobar Velásquez
malísimamente cuidado. El guardabarros derecho tiene un golpe añejo que no se arregló. El carro no conoce el lavado ni la cera. Hablamos de Barba Jacob y de José Horacio Betancur.
Vi un Cristo, en bronce, hecho de enormidad. Es tan grande que es casi invisible o indescifrable. De cerca me costó trabajo identificar la cara. Toqué a uno de sus ojos: una semiesfera sobre una cuenca honda. Vi la herida del costado, que no es la herida tradicional: más parece la salida de una bala hollow-point. Una herida de cincuenta centímetros, hecha para verla de muy lejos.
Vi a la estatua de Barba Jacob, a pedazos. En donde debería estar el rostro hay una calavera. “Es lo que queda de Barba”, dice.
Hablamos de la soledad, que se unta a la gente, de las propias, de las de otros y de la de todos. Pero de su arte no hablamos nada, porque es una cosa entendida.
Hay un desorden espantoso en la vieja ramada del ferrocarril en donde trabaja su monumento para la Plazoleta de La Alpujarra. Pude ver cómo se hace una figura, porque las hay en todas las etapas. Tal vez porque soy un neófito es que me pareció más fácil ser escultor que escritor. Arenas Betancur no tiene pretensiones de nada: es sencillo, como todos los que valen. Se siente seguro de sí mismo, porque la vanidad está en quienes no tienen obra que diga de ellos.
Fue una linda mañana.
En lo que fue el patio de maniobras de los Ferrocarriles Nacionales en Medellín hay cuatro o cinco de esas caducas locomotoras de vapor, náufragas entre un mar de hierba. Por todas partes les asoman los rizomas verdes. Parece imposible cortarlos, porque han crecido a través de cuanto resquicio tienen. Nunca saldrán, sino desmanteladas, porque los únicos rieles que hay ahora por allí son los trozos sobre los cuales se posan. A uno le parece que con ellas se oxida la época que significaron.
Aquí y allá pedazos de carretillas, polines, ruedas, vigas de hierro retorcido. Todo combate a pérdidas contra el orín, contra el polvo que va tapándolo. El conjunto asemeja el esqueleto vasto y ahora desunido de un animal inimaginable en el cual festinaron rapiñeros igualmente inimaginables.
El límite de un artista es su estilo: cuando se obtiene se ha logrado asimismo una cárcel. De ella puede salir tanto como de su concha una tortuga. Se evidencia pronto que son una misma cosa el estilo y el hombre. Lo vi de pronto cuando Arenas Betancur me enseñó el dibujo del monumento que proyecta para Barba Jacob: es un cuerpo disparado hacia las alturas infinitas, adelante las dos manos como cabezas de virote, ahilado el cuerpo. La base es una flecha, que luego se parte en tres puntas, 120 grados entre cada una. Como si la velocidad se partiera, o se volviera flor.
Ese anhelo de un infinito hacia el cual se disparan sus figuras es una constante en Arenas: allá lejos hay un sol o unas estrellas que se deberán alcanzar, así parezca imposible llegarles. Esa constante se nota tanto como la deformidad de esferoide en las figuras de Botero, o las caras y líneas de machete en El Greco, o el claroscuro en Rembrandt, como el color dominando en Van Gogh.
Eso de que el estilo es también una cárcel, ya lo sabía, pero ayer lo supe muy bien, lo supe absolutamente.
La piel es fina. Delgada como siempre. Casi transparente, y ha aclarado. Los ojos de garduña, algo juntos, sobresalientes al modo de los peces. El rostro se ha afilado. Su anchura se redujo y tiró hacia adelante, no sé cómo. Era ancho, y ya no: los pómulos crecieron, la nariz se irguió. Es la misma y es otra, pero dentro de sí está sin cambios: ha llegado a burguesita y no resiste el no contar que se hicieron a un carro de precio, ni a colocarse en el cuello en donde la piel sí engrosó mucho, perendengues de oro colgando de cadenas gruesas, de lo mismo, y en sus orejas unos aretes, igual, que deben valer mucho. A todo lo sacó de la cartera y se lo colocó delante de mí. Dijo que había guardado ese tesoro porque “un gamín venía siguiéndome. Acá no se puede lucir nada, como allá en mi ciudad”. Habla de apartamientos de clase, de sueldos de ejecutivo, interminablemente de dinero. Pero todavía no aprendió a vestirse con gusto. Le iba mejor con la ropa cuando tenía menos dinero. El cuerpo le acusa los partos. Es inevitable. A los pechos debió arreglárselos algún especialista en subsanar desastres. No están mal, y ella se empeña en destacarlos con blusitas que los favorecen.
Llevó muchas fotos de los hijos, de la madre, de su marido, de la hermana soltera. A esta se le está asomando la calavera por entre la piel. La madre ha engordado, y en los ojos se le ve la astuciecita de cinco centavos que nunca pudo incomodarnos, antes, y algo nuevo, grandemente codicioso. Los hijos se le crecieron. El mayor muda dientes incisivos y se le ven los boquetes. Tiene gruesas las rodillas y las piernas flacas: son asunto de familia.
Nada hay ahora en mí por ella: nadita de nada. Ahora veo lo que no vi entonces, porque el amor me tapaba esas cosas: manos pequeñas y feas, de nudillos gruesos como nudos en cuerdas, trasero redondo y escaso, figura esmirriada.
Sabe de mis amores, y yo acabé de contarle lo que no sabía. Algo en su cara me preguntaba algo, pero ni intenté desenredar la pregunta. Un tiempo hubo entre los dos un amor que yo creí invencible contra todo. No era invencible. Lo creí inagotable, pero se agotó.
No queda ni el recuerdo. Sus mañas son las mismas: al parecer cambiamos más por fuera que por dentro. La dejé frente a un parqueadero de taxis, y en él se fue un trozo de mi pasado.
Veleros de la tormenta, se van las nubes.
De una canción
La primera en quebrarse el fémur derecho fue Mariela. Era la más pesada. Nunca se recobró y pasó sentada sus años últimos, yendo al baño, apenas, en el caminador. Pasaba imperturbable los días, fumando, y haciendo colchas de retazos, y de ellas debe estar lleno el escaparate. Después se agravó de no sé qué. Antes de expirar dijo: “qué tan bueno es creer en Dios y en que me está esperando”. Era rolliza y mofletuda, y de buen carácter. Creo que no la vi nunca enfadada, a pesar de que su cara, aindiada, era de las de india brava. No quise ir a verla en el ataúd, ni a su entierro, porque me repelía esa muerte. La quería yo más que a ninguna otra tía, por su carácter simple. Creo que nunca conoció el amor, tal vez ni el inofensivo e inoficioso de sus tiempos románticos, jóvenes.
Mariela me inquietaba. En muy raras veces tenía un gesto muy peculiar, inefable, en el que participaban todos sus órganos de la cara, las manos con todos sus dedos, el cuerpo rollizo con todo: era como una luz, así rápido, y a uno le parecía durante la luz que Mariela sabía todo, lo entendía todo, y que concluía en que a todo había que tomarlo como venía porque era imperativo.
La segunda en quebrarse también el fémur derecho fue Matilde. Pagó en cama con torturas bastantes lo que debía. Algunas cosas debía. Era la más inteligente de todas, y algo había. Cuando dejó la cama había engordado, mucho. Ahora parece una toronja con brazos no muy fuertes, sobre piernas incapaces: una más corta. Pasa el día sentada, al frente de un televisor a color, lo más de lujo que hay en la casa. Hace ya cuatro años, o cinco, que no deja la casa, y tal vez cuando salga ya no vuelva. Matilde tiene (¿o tenía, más bien?) carácter de varón. Algo de gallina de pelea (casi gallo de pelea) tuvo hasta antes de la quebradura. Ahora debe saber ya que toda contienda es una pendejada, y por eso se ha calmado. La vida amansa a la larga.
Juanita-Juanota fue la tercera en quebrarse el cuello del fémur, hace 8 meses. Como ha sido siempre flaca como un estoque, no se cayó, sino que un chico que iba a la carrera la atropelló. Juanita tampoco conoció amores: su fealdad los omitió, y su doncellez es garantizada. Ha manejado siempre un genio áspero. Su mala cara es de proverbio. Salvo ahora en que teje colchas de retazos, sentada en un sillón. Matilde heredó el caminador de Mariela, y se lo presta a Juanita-Juanota para que vaya a orinar. De eso no puede hasta que la otra no se ha instalado. Cuando vi los defectos de ese aparato, me fui a comprar uno nuevo, y me llevé el otro a repararlo bien. Quedó “peor que nuevo”. Como esas dos no hicieron fisioterapia ninguna, y a las dos les quedó más corta la pierna, arrastran a esa y a la otra. Hay otras dos hermanas: Tulia tiene cataratas y ve más por el ombligo, como