Silvia. José Memún

Silvia - José Memún


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los acompañó esa noche. Vieron The Matrix, a petición de Peter, y, a decir verdad, a Silvia no le gustó; mientras que Peter y su madre no dejaron de sacar miles de conclusiones sobre el tema de la película.

      —¿Y si de verdad somos parte de un sistema de cómputo? —dijo Gene.

      —No, mamá. Yo creo que se refiere más bien a una situación o condición dentro de la cual algo se desarrolla, como un vientre que contiene a un bebé. Imagínense que lo que vemos es como una proyección mental de nuestro yo digital…

      Gene miraba con orgullo a su hijo y Silvia seguía sin interesarse. No quiso interrumpir, así que Peter siguió con su relato. Hablaron sobre el Oráculo en la película y cómo este concepto se repetía en la historia griega, en donde era el intermediario entre Dios y el hombre, temas que a Peter en verdad le apasionaban.

      —Y bueno, ¿quién tiene hambre? —preguntó Silvia, y luego propuso que fueran a cenar. Gene percibió que algo no estaba bien entre ellos dos.

      Silvia se encontraba muy nerviosa. La propuesta de Peter le había hecho recordar su casa y de alguna manera extrañarla, sentimiento que no había tenido muchas veces desde su llegada. Algo se había despertado en ella, una sensación en su estómago que no lograba quitar, un sentimiento de ansiedad cada vez que pensaba en su familia.

      Se compró dos rosas esa tarde. Una la colocó en un pequeño envase junto a su cama y a la otra le arrancó todos los pétalos. Extrañó su vida en México y a su antiguo amor, al que desde hacía meses tenía olvidado e inconcluso. No había sido clara, y había asumido que otros ya le habrían informado que andaba con alguien más. Esas rosas le regresaron muchos sentimientos, ninguno parecido a los que sentía en Oxford. Totalmente distintos. Pensó que era una niña en México, y que eso que había sentido alguna vez era irreal o tal vez producto de la inmadurez.

      Aun así, la incomodidad no la dejaba en paz. Pensó en hablarle. Quería saber si aún la amaba, si la seguía esperando sin importar lo que ella hubiera hecho esos meses. Intentó escribirle, sin éxito; sólo logró llenar su bote de basura de hojas blancas hechas bolas. Supo en ese momento que la decisión sería de ella. No contaría con nadie que la ayudara a tomarla. Miró su rosa una vez más, la tomo con ambas manos y la destrozó, y con ella el pasado, para comenzar una nueva y cómoda vida. Con su partida a Berlín sabía muy bien que se convertía en adulta. La decisión estaba tomada y aunque estaba segura de que era la mejor opción, algo dentro de ella le raspaba.

      La vida que dejaba era como una ampolla en la planta del pie, que, sin frenarla, le permitía caminar. Algún día sanaría; igual, todo ese pasado era un juego de niños, ¿no?

      CAMBIO

      —¿Qué creen? ¡Me caso! —Nos dijo Alex, muy entusiasmado.

      Nos habíamos reunido en un bar en el centro de la cuidad, sin imaginarnos los motivos. Alex había insistido en que saliéramos esa noche en particular.

      Maribel, junto con Alex, había planeado la difusión de la noticia con mucho cuidado. Habían reservado con mucha anticipación en ese bar, que por esa fecha era de los más concurridos. Su ubicación y vista privilegiada a la plancha del Zócalo de la cuidad lo hacían el lugar de moda y de muy difícil acceso. Pero como Alex sabía y podía moverse y meterse en todos lados, no le había sido difícil organizar la velada. Así que, una vez ingresados y sentados, sin prevenirnos, fuimos comunicados de la noticia más importante que él nos había dado hasta ese momento.

      La noticia nos cayó como patada de mula. Yo salté y lo abracé, pero a Manuel no le dio tanto gusto; odiaba a Maribel y no perdía oportunidad de decir que ella no era para Alex. Yo pensaba que simplemente eran celos, pero, como siempre, Manuel sabía que Maribel tenía algo que nada más no le parecía correcto.

      —Me caso a fin de año. Estamos muy contentos y, la neta, salió de la nada: estábamos en su casa y de pronto, nada más le pregunté si quería ser mi esposa, a lo que inmediatamente respondió que sí, nos abrazamos y punto.

      —¿Y punto? —Le pregunté. No me cuadraba; no podía imaginar una propuesta de matrimonio así de aburrida, en la sala de su casa. Si yo le hubiera propuesto a Silvia estarían todas las estrellas del cielo ya bajadas para ella. Conociendo a Alex, de seguro el día que propusiera matrimonio lo habría hecho de manera espectacular, tal vez habría rentado un globo aerostático y desde las alturas habría dibujado en el cielo el nombre “Maribel”. O cualquier cosa, menos lo que acabábamos de escuchar, una simple y aburrida propuesta de matrimonio que bien podría pasar como una invitación al cine o a comprar un jugo de naranja.

      —¡Sí, manito! Obvio al día siguiente me acompañó mi mamá a comprarle un anillo de compromiso… todavía no se lo doy… Pero en unos días que me lo entreguen a ver qué se me ocurre y se lo doy.

      —¡Tu mamá! Hace mucho que no la veo. Mándale saludos. ¿Cómo está? —pregunté.

      —¿Entonces recibirás el milenio como todo un señor casado? Y si le apuras hasta papá —apuntó Manuel, aún con actitud escéptica.

      —Pues muchas felicidades, mi Alex —Reaccioné cuando me di cuenta de que aún no lo felicitaba— ¡Te deseo que tu vida con Maribel sea todo lo que esperas, y más!

      —Cabrones, no me dejen solo, ya apúrenle… Manuel, ¿tú qué onda? ¿Nada? Y a ti manito, mejor ni te pregunto.

      —No lo hagas —dijo Manuel.

      Llegué a mi casa esa noche y no logré dormir ni un minuto. La noticia de la boda de Alex reflejó mi estado actual, pero de manera contraria; es decir, tenía casi 27 años y ni una relación seria en mi vida. Ni amor, ni mucho menos un trabajo estable. Estaba cursando un posgrado de Estudios Latinoamericanos en la unam y aún vivía en casa de mis padres. Me estaba convirtiendo en un tipo aburrido y fracasado, o al menos así me vi esa noche. Debía hacer algo con mi vida, un gran cambio, algo radical. No podría continuar así o de plano me perdería… eso sin contar que había subido de peso y no me gustaba nada cómo me veía.

      Antes de meterme a la cama ese día, puse mi alarma a las seis de la mañana. Decidí que el primer paso para cambiar era hacer ejercicio en la mañana y lo más temprano posible. Salí a caminar y traté de correr un poco, pero no aguanté ni dos calles. De cualquier forma, regresé satisfecho a mi casa, me sentía motivado, con mucha energía y con la firme idea de que al día siguiente aguantaría correr un poco más.

      Al día siguiente cuando regresé de mi caminata, decidí escribirle una carta a Silvia. Y para variar, cuando la mandé, deseé no haberla escrito, porque le narraba lo incómodo que me sentía y lo poco que había logrado en comparación de mis amigos: Alex se iba a casar y Manuel ya era todo un empresario. De mis kilitos de más no le mencioné nada, la idea es que ya no existieran cuando ella estuviera de regreso, además no sabía nada de ella y a Manuel mejor ni tocarle el tema. Esa misma tarde al regresar de la universidad, sin ganas de ir a casa, me desvié hacia Polanco y me metí a El Péndulo. Quería un café y perderme en una historia; soñar con ver el libro que yo escribiría ahí exhibido… ya hasta había seleccionado el lugar donde estaría.

      Me senté en una banca en el centro de la librería, mi preferida, en donde estaban los libros de historia. Entre las revoluciones mexicana y rusa, pasaba mis ratos libres. Metido en el Porfiriato, alguien alcanzó mi hombro. Me di la vuelta y, para mi sorpresa, era Álvaro, que también estaba echando ojo a los libros. Me dio mucho gusto verlo y lo abracé. Tiré mi café al piso.

      —¡Álvaro! Qué gusto ¿vienes solo?

      —Ando aquí entre cita y cita. Tengo una cena con unos banqueros en el Hotel Presidente y como me queda una hora, pensé en venir a matar el tiempo y comprar algún libro, ¡y qué bueno que te encontré! Recomienda algo, ¿no?

      —¿Como qué estás buscando?

      —Quiero algo ligerito, que me haga pasar el rato… y por favor que no tenga nada que ver con economía.

      —Seguramente ya leíste El amor en


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