Silvia. José Memún
que me salvó fue la música que mi Walkman reproducía. Ninguno de los tres conocía Europa, y al bajar del avión nos ganó la emoción. Salimos del aeropuerto y, aunque estábamos cansadísimos, ese día no paramos ni un minuto.
Caminamos por todos lados sin parar, queríamos conocer todo París en un día y nada nos detuvo hasta que se hizo de noche. Ya no aguantábamos los pies y el agotamiento era tremendo. Encontramos un hotel que se veía bueno, bonito y barato, y estaba muy cerca del Arco del Triunfo. No queríamos alejarnos tanto de la zona turística porque al otro día planeábamos subir a la torre Eiffel, ir al Museo de Louvre y pasear un rato por las tiendas y cafés. Íbamos a estar sólo cuatro días en París, así que no había tiempo que perder.
Habían pasado dos días y Manuel ya no nos aguantaba. Alex y yo nos la pasábamos compre y compre souvenirs para las novias; pero Alex estaba peor, le hablaba a Maribel todos los días y se gastaba una fortuna en llamadas de larga distancia. Yo en cambio era un poco más abusivo: cuando Manuel hablaba a su casa, le pedía que me dejara hablar con Silvia, y así ya no me costaba.
Salíamos todas las noches con rumbo indefinido, a donde la calle nos llevara, y nos emborrachábamos. Tan buenas eran nuestras borracheras, que siempre que regresábamos al hotel ya era de día.
Lo que vivimos en esos días nunca se repitió. Viajé mucho a lo largo de los años, pero la sensación de libertad de ese viaje fue única. Sin duda lo considero uno de los mejores momentos de mi vida. Éramos muy jóvenes e inocentes, y con la vida por delante fuimos a vivirla sin más, a descubrir y explorar; a alejarnos de la burbuja en la que estábamos para salir al viejo mundo. Al pasar por los puestos de flores, no podía resistirme a comprar una rosa; la hacía pedazos y guardaba todos los pétalos para Silvia. Uno por cada lugar al que iba y así la sentía conmigo.
De París viajamos a Ámsterdam. Tomamos el tren y en menos de cuatro horas nos dejó en plena ciudad. No fueron en vano las advertencias que nos habían dado sobre el lugar. Fuimos a la famosa Zona Roja, como cualquier turista de la edad, y sí, fue impactante. Todas esas vitrinas con mujeres ofreciéndose eran todo un espectáculo y, entre miedo y curiosidad, Manuel preguntó quién se animaba. Alex y yo nos volteamos a ver y le mostramos a Manuel las bolsas vacías de nuestros pantalones, aunque, claramente la pregunta no estaba dirigida a mí y yo jamás hubiera soñado con hacer eso mientras tenía una relación con Silvia. Nos decidimos por dormir. Yo había leído sobre los museos en Ámsterdam y realmente quería ir, por lo menos a uno, pero entre tanta gente, bares y poco tiempo, no hubo forma de convencer a Manuel y a Alex de “perder” unas horas viendo alguna exposición. Mi mamá me había recomendado ir al Museo de Van Gogh y, cuando convencí a Alex, quien era el más renuente, la cola era tan inmensa que no hubo forma de entrar.
En Berlín estuvimos dos días caminando por las avenidas y disfrutando de la historia que la cuidad nos ofreció. Continuamos hacia Praga, por recomendación de Tomás, “no pueden dejar de conocer Praga”, nos dijo, “¡les va a encantar!”, y la verdad, no exageró. Una ciudad llena de bares y gente trasnochando en las calles. No teníamos que entrar y pagar en las discotecas para tener fiestas. Con cerveza en mano caminábamos por calles estrechas y plazas concurridas. Recuerdo especialmente nuestro paso por el Puente Carlos, que no logramos ver porque estábamos tan apretados entre la gente que no hubo manera de disfrutarlo. Aun así, para mí fue un momento formativo, donde sólo tenía que ver la gente, los edificios y las calles para tener algo que poner en el papel.
Terminamos el viaje en Roma, donde estuvimos cuatro días. Fue el lugar que más me cautivó. Sólo caminar por sus calles es suficiente para dejar marcado a cualquiera. Ver toda esa gente en sus Vespas, andando a toda velocidad, como moscas pasado tan cerca uno del otro, y sin rozarse, daba envidia. Deseaba esa libertad: tener mi moto e ir por todos lados, vestir como me diera la gana y disfrutar la vida a mi antojo. Roma me dejó marcado, algo había en ella que estaba predestinado para mí.
VOLVER
Lo único malo de viajar es tener que regresar. Y aún más a los 18 años. Qué depresión. Lo primero que hice al llegar –más bien, la primera cosa importante que hice después de pasar lista con mis papás y aventar, literalmente, mis cosas– fue ir directo a casa de Silvia. Tomás me recibió y, en tono de burla, me preguntó que si ya tan rápido extrañaba a Manuel. “No han pasado ni una hora separados”, dijo. Pero Silvia bajó corriendo y lo interrumpió al abrazarme. Me saludó como si me hubiera ido por dos años y me dio una tarjeta que había escrito. “Para ti”, así empezaba el escrito, en donde me decía lo mucho que me había extrañado. Silvia tenía 16 años, pero escribía como si tuviera 20. Era sorprendente la forma en la que me narraba sus días sin que yo la visitara. No podía estar más enamorado de ella. Agarrados de la mano, con los dedos entrelazados, Silvia escuchó atenta mis anécdotas del viaje. Para escuchar mi narrativa se sumaron Julia y Tomás, mis suegros. “Se ve que este viaje les sirvió mucho para madurar”, dijo Julia con orgullo en sus ojos, “pero se terminó el verano y ahora hay que estudiar, ¿eh?”. Asentí. Ella sabía lo que decía y la consideraba como una segunda madre.
“¿Qué me trajiste?”, me preguntó Silvia, y saqué de mi mochila todas las postales, una por cada ciudad que habíamos visitado; todas tenían dedicatoria. Las leyó y las guardó. Cuando nos quedamos solos le di los pétalos, había rojos y blancos, algunos ya medio marchitos. Suspiró y los metió en su cofre de regalos. Años después los volví a ver, en casa de su papá. Pensé que los había perdido, tirado o algo, pero, para mi sorpresa, allí estaban todos y cada uno de los recuerdos de nuestra relación, amarrados con un listón amarillo en una cajita metálica casi del mismo tamaño que las postales, como mandada a hacer para conservarlas en el tiempo, para hacerlas eternas.
Regresé a la rutina y a la universidad. Me enfrasqué en la lectura y asistía a las clases con mucha devoción. La universidad y la literatura eran lo más importante para mí en esos días y, como quedaba lejos y tenía clases en las mañanas y en las tardes, no me daba tiempo de regresar a casa de Silvia, así que los fines de semana era lo que quedaba para vernos. Desde el viernes por la tarde hasta el domingo nos separábamos sólo para dormir.
Finalmente llegó el día en el que Silvia se graduó de la preparatoria con honores y se ganó una beca para estudiar en la universidad de Oxford, lo cual fue una gran noticia… para ella. No tanto para mí, porque significaba que se iría a Inglaterra por, mínimo, cuatro años y yo no sabía qué haría sin ella. Sabía que ese día llegaría, pero no quería que se fuera. Todos mis esfuerzos habían sido en vano.
—La novia del estudiante nunca será la esposa del profesionista —comentó mi mamá una noche, sin que nadie le preguntara.
—¿Qué? ¿No ves que estoy sufriendo, y todavía me dices eso? ¡Ay, mamá! De verdad qué ganas de joder, las tuyas.
—Mira, hijo, es que estás muy chamaco, y tienes tu vida por delante. Sal y diviértete. Eres joven y muy guapo; y si Silvia es para ti, nadie te la quitará, ni la distancia, ni sus estudios, ni nada.
—No, mamá, no es así. Se va, por más que traté de que no se fuera.
—Ya verás que pasa rápido. En una de esas, pues vas a verla.
ADIÓS
Como dicen que no hay día que no llegue ni plazo que no se cumpla, finalmente, su avión salía esa noche. Nada de lo que había hecho durante dos años para retenerla había servido.
Estaba inconsolable. No quise ir al aeropuerto el día que se fue. Me dejó una carta en la que me decía que nos escribiríamos a diario y que la distancia no nos separaría. Me sonó más bien como una plegaria; no me la imaginaba escribiendo todos los días desde Oxford. Con nueva vida y gente diferente, seguro me olvidaría.
Manuel me sorprendió: fue más que mi hermano en esos momentos, se sentía culpable de mi sufrimiento. Aproveché para verlo más seguido. A Alex, en cambio, casi no lo veíamos, pues Maribel lo había distanciado de nosotros. Eventualmente nos dimos cuenta de que estaba saliendo con los amigos de ella, lo que hizo a Manuel rabiar de coraje, pero Alex se veía