Silvia. José Memún
expulsión afortunada le cambió la vida. El cambio de escuela lo enfocó y lo plantó en el piso.
Porque a Alex le encantaba soñar; decía siempre que quería ser astronauta cuando creciera, y no era como todos los demás, que soñábamos con ir a la luna cuando teníamos cinco años; él lo seguía deseando hasta los 18. Luego se dio cuenta de que, para empezar, el álgebra no se le daba y de que si salía de la órbita terrestre, jamás lograría descifrar su regreso; entonces desistió de la idea.
Alejandro tenía la receta perfecta para hacerte reír. El azul brillante de sus ojos entonaba con su peinado siempre relamido y lleno de goma. Su carisma se veía a kilómetros. Era un valemadrista, como decían, no le importaba nada. Para cualquier problema que enfrentaba, él tenía el comentario perfecto. Sabía tomar lo mejor de cada persona y procesarlo en su carácter, ¿será que el crecer sin papá hace eso? En su casa era en la que más tiempo pasábamos; su mamá nos trataba muy bien y, entre el café y las botanas, era un lugar muy agradable.
TRES
Siempre estuve en medio de Manuel y de Alejandro: creo que si los hubieran fusionado habría salido yo. Tenía mucha imaginación; yo era el que contaba las anécdotas mientras los demás guardaban silencio, y rara vez me interrumpían. Al parecer, esa imaginación sumada a la realidad me hacía contar las cosas de tal manera que se convertían en aventuras épicas; dejaba huella en la gente. No eran sucesos del otro mundo, simplemente la manera en que los contaba los hacía grandes.
El cine era mi pasión y soñaba con tener algo que ver con eso. No sabía si convertirme en director, en escritor o en actor –aunque el look no me ayudaba mucho para ese último– pero tenía claro que quería hacer algo relacionado con el cine. Veía la vida como si estuviera en una pantalla y siempre le metía guion, música de fondo y muchos actores, y esa visión me inspiraba para contar mis relatos de una manera entretenida.
Éramos ambiciosos; nos gustaba salir y gastar, y como en nuestras casas estaban en crisis, no había otra opción más que tratar de ganar dinero por fuera. Manuel, con su inteligencia y gran manejo de los números, pronto se encargó de conseguir mercancías de moda que salíamos a vender. Formábamos una gran empresa: Manuel aportaba su cerebro; Alejandro, los medios de trasporte, es decir, el coche de su madre; y yo, el verbo para vender lo que fuera. Lo hacíamos bien, pues ninguna mercancía nos duraba más de dos días sin ser colocada. Así conseguíamos el dinero para salir, comprar cosas y vestir con los jeans adecuados y los tenis correctos. Para ese momento la señora de los helicópteros ya no era nuestra beneficiaria… ¡habíamos crecido!
Como resultado de nuestra intrépida empresa tuvimos poder económico y ya nada nos detenía. Al salir hasta invitábamos a los demás amigos. De verdad que fue una época muy agradable: éramos inocentes y las amistades eran buenas. Pero no todo es para siempre, y al crecer las cosas cambiaron.
La empresa nos duró poco, ya que por ningún motivo podíamos descuidar la escuela, y aunque logramos la independencia económica, seguíamos viviendo en casa de nuestros padres y ellos mandaban en nuestras vidas. Por más adultos-de-quince-años-sofisticados-bebedores-de-café-con-azúcar-y-crema que nos sintiéramos, debíamos respetar un horario y traer una boleta del colegio con calificaciones decentes. Mis padres eran muy estrictos en ese sentido y, tanto a mí como a mis hermanas, nos tenían bajo la lupa para que sacáramos buenas calificaciones. Nuestra única responsabilidad era como estudiantes y mientras ellos nos mantuvieran, a cambio les tendríamos que pagar con esa moneda.
Cómo me pudría ver la cara de mi papá diciendo que podríamos ser mejores, nunca sentí que valorara el que yo hubiera tenido la intención de trabajar y mucho menos que hubiera ganado algo de dinero. “No es tu momento”, me decía, “para correr primero hay que caminar” y a mí esas palabras me caían como un cubo de agua fría, porque de verdad ansiábamos ya ser adultos. Nos revisábamos a diario para ver si ya nos salía barba y así vernos como mayores de edad y poder disfrutar lo que esa membresía ofrecería. Claro, entonces sólo veíamos los derechos, nunca nos imaginábamos las obligaciones que tal estatus traería y, aunque de alguna manera nos las repetían, tanto en el colegio como en casa, no se aprenden hasta que las vives.
Un día llegó Manuel con una de sus brillantes ideas. Como era obvio, se dirigió más a Alejandro, que era el de la movilidad, ¿y quién mejor que Alejandro?, que, si bien para la escuela nada más no servía, cuando de medios de transporte se trataba era un campeón para conseguirlos.
Esta vez Manuel había escuchado a un amigo de su papá decir que tenía un lote de mil suéteres que había importado y no sabía qué hacer con ellos. Manuel lo vio todo claro: no requería de un plan de negocio para saber cómo vendería ese lote. Logró que su papá lo avalara y en menos de dos días las cajas estaban en su garaje. La familia de Manuel vivía en una casa muy bonita en las Lomas, muy cerca de la zona comercial donde nos solíamos reunir. Tomás, su papá, apenas se reponía del quebranto de la bolsa de valores del 87 y con mucho sacrificio había conservado su casa. Pero seguía pagando las deudas que había adquirido por el afán de ganar más dinero. “La ambición mata”, nos decía cada vez que nos reuníamos a planear cómo íbamos a hacer para convertirnos en millonarios. Era un gran consejero para los negocios; y aunque perdió todo su patrimonio, años después se convirtió en asesor de negocios, lo que lo llevó a tener una vejez tranquila. Pero en ese momento era el 91 y teníamos 16 años. Tomás nos apoyó en el inicio de ese negocio.
La idea, según Manuel, era sencilla: llevar las muestras de los suéteres a mercados, bazares y a conocidos, ir a cada puesto e insistir hasta que se nos acabaran. Así que nos pusimos manos a la obra. Alex se encargó de diseñar el plan de transporte. “¿Cómo le hacemos, brother?”, le pregunté con muchas dudas; una cosa era irnos de fiesta y otra era transportar mil suéteres. “Ustedes tranquilos, que yo me encargo de todo”, nos dijo, y se le ocurrió la idea de llevar únicamente unas muestras y con eso levantar los pedidos. A mí me tocó organizar todas las ventas en una pequeña libreta; Manuel se encargó de la lana, y manos a la obra. Recuerdo que me sentía muy nervioso, pues no quería quedar mal con Tomás, y debíamos pagarle toda la mercancía, pero Manuel me aventó la frase que escucharía en muchas ocasiones.
—¡Tú tranquilo, yo me encargo de todo!
¡Qué alivio era escucharlo!, porque siempre nos demostró que cuando lo decía, realmente podías estar tranquilo. Para Alex era más fácil, su confianza en Manuel era ciega. Para mí, no tanto; aún me cuesta trabajo ponerme en manos de los demás.
Para nuestro asombro, el sábado en la mañana pasó Alex por nosotros en un Renault 18 viejo con cajuela tipo guayín, ideal para llevar las muestras. Además, Alex manejaba muy bien, mientras que yo a duras penas alcanzaba los pedales, pero él sabía conducir desde hacía un año. María le prestaba el coche de cuando en cuando y esta sería su graduación como conductor.
Tomamos las muestras. Yo agarré mi libreta de pedidos y nos lanzamos al famoso bazar que sólo abría sábados y domingos. Llegamos rápido, no hicimos más de quince minutos hasta allá. Era otra ciudad en esa época, no había tráfico. Nos estacionamos y, acorde al plan, cada uno se puso dos suéteres en el hombro, y a vender. Rodeamos todos los puestos, nos acercamos a los tenderos, pero poco interés encontramos; fue un inicio complicado. Sin desanimarnos, decidimos dar una vuelta más, y otra y otra, hasta que el primer tendero se interesó. La condición era clara: confiar en él dejándole 30 piezas en consignación. “¿En qué?”, le contestamos los tres al mismo tiempo, sin entender que el trato consistía en que nos pagaría únicamente los que lograra vender. Dejamos la mercancía, preocupados de que nos robara. Para nuestra sorpresa, regresamos por la tarde y de las 30 piezas no le quedaba ni una. Logramos lo mismo dos veces más en distintos bazares.
No vendimos todo, pero según mi libretita casi terminamos con toda la mercancía. Manuel había calculado bien, porque nos costaba algo así como 18 mil pesos cada suéter y los vendíamos, dependiendo, entre 45 mil y 50 mil pesos cada uno. Hicimos una fortuna que rebasaba por mucho lo que nuestros padres nos daban para gastar a la semana. Éramos los príncipes de la colonia y ni qué decir de la escuela. Con esa lana logramos