Silvia. José Memún

Silvia - José Memún


Скачать книгу
lo general pura basura. Hicimos millonaria a la señora que vendía los helicópteros que, al tirar de una cuerda, dizque volaban. Luego pasábamos horas sentados en la banqueta, platicando, soñando. Era una época en la que no avisábamos a dónde íbamos, sino que tan sólo gritábamos un “adiós”. Jugábamos en la calle sin que nadie nos cuidara. Éramos libres. Nos pasábamos las tardes viendo videos musicales en la televisión, añorando la ropa y los zapatos que los artistas usaban. No llegaban ni la moda ni las películas tan rápido; tardaban meses, y tener un dulce americano significaba tanto, que era más para guardarlo que para comérselo.

      ¡Qué año! Terminaba la década en la que habíamos crecido. Empezábamos a darnos cuenta de lo que pasaba en el mundo y entendimos palabras nuevas como “crisis”, “devaluación” y “quiebra”. Vimos dormir tranquilos a nuestros padres para amanecer y darse cuenta de que lo habían perdido todo. Bolsas de valores sucumbían y la moneda perdía su valor. Mi casa fue una de las afectadas, allí también cambió mi vida. Vi el semblante de mi papá esa mañana, cuando el noticiero vespertino mostraba un sinfín de números que desfilaban velozmente por la parte de abajo en la pantalla de la televisión.

      Nos urgía ser mayores de edad o al menos parecerlo. No como ahora, que los mayores pretenden ser niños. Cuando era pequeño me prohibían tomar café porque me decían que me saldrían bigotes, y eso precisamente hizo que nos hiciéramos adictos al café, que en esa época era diferente; sólo había café americano, café con azúcar y café con crema. Y bueno, el bigote finalmente salió.

      Nosotros sólo queríamos salir de noche, aunque la hora de llegada a casa fuera a las once, de modo que el cine de ocho a diez era la opción más intrépida. Obvio, no había tantos cines, así que íbamos al Plaza; una sala enorme que proyectaba sólo una película durante semanas. Junto al Plaza había una zona de videojuegos, que era el lugar en donde todo pasaba. Allí armábamos planes para ir a trasnochar a las discotecas, aunque nunca nos dieran permiso.

      De cualquier forma, ninguno tenía coche. Imaginábamos cuál sería el primero que compraríamos y también a quién subiríamos en él para dar un paseo; quién sería nuestra novia. Soñábamos con escoger a la afortunada entre el repertorio de amigas de la escuela. Desde la más hasta la menos popular, todas tenían la posibilidad de ser la primera afortunada. Con las ventanas abajo y la música a todo volumen, presumiríamos ambas cosas pasando por la calle de moda, tal vez nos bajaríamos y seríamos admirados.

      A falta de transporte, rentábamos películas. Caminábamos por los pasillos del centro de rentas y nos tardábamos más en decidir que lo que duraba la cinta. Lo más intrépido que hacíamos era ver la portada de alguna Playboy en el puesto de revistas: nunca me atreví a hojearlas y, además, las envolvían con un plástico tan grueso que, en caso de contingencia nuclear, estoy seguro de que serían lo único que se mantendría intacto. De todas maneras, engañar al puestero para abrirlas a escondidas era mucho riesgo.

      Vivíamos en un mundo menos comunicado, pero hablábamos más. Entre señales, recados y correo; el teléfono era de uso exclusivo de madres y hermanas. Había sólo una línea por casa, lo que hacía imposible para nosotros usarla.

      MANUEL

      Manuel era mi mejor amigo. Un gran tipo de tez morena, pelo negro y ojos verdes. Un verdadero galán con encanto de príncipe europeo. Siempre pensé que él estaba en el lugar equivocado, como si en lugar de haber nacido en la cuna de una familia de clase media, hubiera sido arrebatado de alguna monarquía. Así era él: donde se paraba se hacía amar. Hablaba y la gente lo escuchaba. Dejaba huella con las mujeres; sólo le bastaba extender la mano y sacaba a bailar a la que quisiera, lo que era bueno para Alejandro, mi otro mejor amigo, y para mí, porque siempre estaban allí las amigas; ahí es donde entrábamos al quite.

      Manuel era el más alto de los tres, lo que lo dejaba en una mejor posición para engañar al cadenero de la discoteca de moda con su verbo y seguridad, haciendo que nos dejara entrar. Muchas veces Manuel nos dejaba y atravesaba la puerta sin mirar atrás; al día siguiente nos lo contaba todo sobre ese mundo nocturno que para nosotros era místico; donde sucedían eventos de categoría suprema, de esos que cambian la vida de las personas; donde conocías a la mujer de tu vida o solamente tenías una aventura.

      Alex y yo nos conformábamos con las tardeadas; las discotecas que sí abrían en la tarde y en donde dejaban entrar chaparros de quince años, no desarrollados, sin labia y sin una identificación falsa. De hecho, nunca falsificamos una, recuerdo las palabras de mi padre citando la ley: “la falsificación de documentos ofíciales se castiga con cinco años de cárcel”. “¡En la madre!”, pensaba yo, “perderme de mis quince a mis veinte en el bote, ni pensarlo”. Sabíamos que esos iban a ser nuestros mejores años, así que, entre tardeadas con refresco, siendo pubertos en vía de desarrollo, hicimos lo mejor que pudimos y nos dedicamos a conquistar a todas las que se dejaran. El que lograba sacar a bailar una chica era el gallo de esa noche, y ni hablar del que le plantara un beso; ese se convertía en el rey del fin de semana.

      Manuel tenía grandes ambiciones. Su casa y cuna le quedaban chicas y quería conquistar el mundo. Era muy bueno para los números y era el que nos ayudaba en los exámenes de matemáticas. Manuel lo tenía todo desde niño. Su vida era una receta donde los ingredientes se habían combinado en su medida exacta; ni más ni menos. Fue un ser humano completo en todos los sentidos; el orgullo de sus padres y de sus cinco hermanas, el rey de su casa y de la mía.

      Mis papás también lo amaban y se sentían tranquilos cuando yo estaba con él. Manuel siempre aparentaba ser un adulto lleno de madurez. Su integridad rebasó todas las fronteras posibles; fue muy amado y querido por todos. En especial por mí, porque además de mi amigo era mi guía; sabía qué pasaba por mi mente y anticipaba cualquier locura que yo estaba a punto de cometer. Si alguien me conocía en este mundo, ese era él. No habíamos nacido de la misma madre ni nos unían lazos de sangre, pero nos dolía lo mismo.

      Su casa solía ser un verdadero circo; con cinco hermanas entre la adultez y la adolescencia, era un deleite ver el desfile de pretendientes. Parte de nuestra diversión era molestarlos, burlarnos de ellos haciéndolos sentir incómodos. Los primerizos eran el blanco perfecto; aprovechábamos su vergüenza para hacerlos sentir miserables. Manuel provocaba que derramaran el agua de jamaica en la mesa o que se mancharan de comida en las piernas… cosas así, y sólo por divertirnos, sin imaginar que algún día podríamos estar en una situación similar. Aun así, no nos importaba y lo hacíamos cuantas veces podíamos. Pasé casi toda mi adolescencia en esa casa, ya fuera a la hora de la comida o de la cena; me tomaban en cuenta como parte de ella.

      Sobre todos los atributos que Manuel me presentaba, había uno mucho más importante: su hermana Silvia.

      ALEX

      Alejandro, a diferencia de Manuel, sufría mucho en la escuela; simplemente no se le daba, y con la presión de su mamá para que sacara buenas calificaciones, el pobre la pasaba mal. Por lo mismo terminaba tomando malas decisiones que lo metían en más problemas.

      Una vez se le olvidó estudiar para un examen y sabía cómo le iba a ir si reprobaba, así que optó por tratar de conseguir una copia y, obvio, fue así como se ganó una expulsión. Nos dolió mucho que lo expulsaran, pero ni con todos los superpoderes de Manuel, que era el presidente del consejo estudiantil y el amor platónico de la directora, se pudo salvar.

      Alejandro era el hijo único de un matrimonio que se había interrumpido con la muerte del papá; la vida se le había acabado tras un accidente en una desafortunada noche en la que un borracho a toda velocidad se había estampado contra él. Su muerte había sido instantánea, cuando Alex aún no había nacido. Según María, la mamá de Alejandro, era todo un caballero y tenía un futuro brillante. Quince años después, ella lo seguía queriendo y no lo olvidaba. Nos podía entretener toda la tarde mostrándonos fotos de Ezequiel, que así se llamaba, y siempre decía que Alejandro tenía su mirada. Por ende, ella veía a diario a su marido en los ojos de su hijo.

      No me imagino lo que fue la infancia de Alex sin su padre, pero María hizo un buen trabajo:


Скачать книгу