Silvia. José Memún

Silvia - José Memún


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loco. No había manera de quitarle la vista; creo que la amé desde el primer día que la vi y aún la amo. Sólo su presencia detonó mi corazón en miles de piezas que he pasado mi vida recogiendo y ensamblando. Nunca permití que alguien más entrara en mi vida; esas piezas le pertenecieron desde esos días y lo seguirán haciendo hasta el final de los míos.

      Aunque Manuel no me dejaba verla –era una niña de 13 años y yo, un niño de 16– ya contábamos con la suficiente conciencia para saber que mi corazón estaba hecho un rompecabezas, sabiéndola a ella como la única con la guía para armarlo.

      Yo no dejaba de pensar en Silvia, que se ponía cada vez más guapa. No había forma de sacarle una sonrisa o una mirada: ni me pelaba. Para ella, yo sólo era un amigo de su hermano. Por más que me gustaba no me atrevía a acercarme, estaba en ese casillero nefasto: amigo-de-mi-hermano.

      Con parte de lo que ganábamos, le compraba cosas. Deambulaba por el bazar un rato más y, sin que ni Manuel ni Alex lo vieran, adquiría cualquier detalle para ella, ya fuera una pulsera, una libretita o esas plumas de varias tintas que tanto le gustaban.

      —Pasé por el bazar y vi esta pluma. Este… es… de las que usas, ¿verdad? Mira, en la compra me regalaron esta pulserita, ¿te gusta? Quédatela…

      —Sí, ¡muchas gracias! —decía, y se iba.

      Nunca la vi usar nada de lo que le regalaba, aunque años después me confesó que cada vez que me veía llegar con algo en las manos, se emocionaba mucho. En ese momento no lo demostraba, qué bueno que no desistí, pues algo planté en ella.

      —Estás tirando tu lana —Me regañaba Manuel cuando me pillaba comprando algo para Silvia; afortunadamente no le hice caso. Manuel era brillante para todo, excepto para cuestiones de amor. Atraía a cualquiera, pero no lograba retener a nadie; le costaba mucho trabajo. Se aislaba al poco tiempo de iniciar una relación y así perdía buenas oportunidades para formar una familia. Pensaba mucho, analizaba todas las posibilidades y concluía que su soledad era lo más conveniente para él. Su perfección fue su fiel compañera de vida. Lo acompañó hasta su último suspiro, y yo fui testigo.

      INVITACIÓN

      Mis regalos seguían fluyendo con regularidad, cada semana había un detalle. Me pasaba los días decidiendo cómo invitarla a salir o decirle que me gustaba, y salirme de ese casillero de amigo. La tenía tatuada en mis pensamientos, y cualquier pretexto era bueno para ir a casa de Manuel, incluso sin él allí. Estar al pendiente de ella se volvió aire para mis pulmones. Más tarde sabría que yo me había impregnado en la mente de ella también.

      Pero, ¿cómo lograr estar juntos? Había algunos obstáculos que saltar: el principal era Manuel, que, estoy seguro, me quería demasiado, pero no tanto como para entregarme a su hermanita. Ambos sabíamos que sería incómodo que Silvia saliera conmigo, ¿pero qué mejor que tu mejor amigo fuera parte de la familia en lugar de un extraño? Para mí, su aprobación era muy importante, no sólo para salir con Silvia, sino para todo. Si alguien me conocía y sabía cuándo estaba yo a punto de cometer una idiotez, ese era él. Era algo así como mi conciencia. Todos los días agradezco el tiempo que lo fue. Con su integridad y valores supo ser el amigo ideal; más que un hermano.

      Para mí, Silvia era muy importante, pero no sabía cómo ponerlos a los dos en la balanza. Desafiar a Manuel y arriesgar su amistad era un precio que no estaba seguro de pagar. Ese capricho mío de salir con Silvia habría podido dividir el grupo que se había formado desde la niñez.

      —Manuel, no seas cabrón y acompáñame a comprarle un regalo a Silvia, ya va a ser su cumple y no quiero que se me pase.

      —¿¡Su cumpleaños!? ¡No chingues! Faltan más de cinco meses —Me contestó Manuel medio molesto y un poco en tono de burla.

      —Sí, ya sé, pero no quiero estar corriendo después. Por cierto, ¿crees que si la invito a salir venga con nosotros un día de estos? —Me atreví a preguntarle para ver su reacción, ya que viendo su cara sabría de inmediato a qué atenerme.

      —Uy, no se me había ocurrido. La verdad no me gustaría que mi hermana me vea en pleno ligue y mucho menos que alguien se le acerque, ya sabes que es mi consentida.

      “¡Puta la madre!”, pensé, “¿ahora cómo le doy vuelta al asunto?”.

      —No creo que sea incómodo, yo la puedo entretener. Tú por tu lado y nosotros por el nuestro, y así nadie se le acerca —respondí intrépidamente, a ver qué decía. Me atreví a usar la palabra “nuestro” y utilicé el “Tú por tu lado”, para que no hubiera ninguna duda y saber si eso sería un problema.

      —Perdón, pero no me late nada… No mezcles las cosas. ¡Es mi hermana!

      —Yo sé que es tu hermana, no jodas…

      —Aparte, tiene 16 años, está chica… ¿Y qué tanto me dices a mí? Falta que mis papás la dejen.

      —Y si la dejan, ¿tú tendrías bronca en que venga?

      —Sí, claro que la tendría. Ya te dije, es mi hermana. No me hagas repetir. Qué flojera que venga con nosotros; es una chavita, y si sus amiguitas, que me cagan, vienen, de seguro nos echan a perder el plan.

      —¿Y si sólo viene el sábado? Tenemos la fiesta de despedida de la escuela y estaría bien, ¿no? —Tenía que negociar de alguna forma, o íbamos a acabar en pleito.

      —¡El sábado y ya! No me estés jodiendo cada fin con que viene. Bueno… si es que la dejan.

      Unos días después de mi plática con Manuel, fui a su casa con el pretexto de llevarle a Silvia su regalo de cumpleaños adelantado. Cuando se lo di, me sonrió con naturalidad y luego dio un suspiro que aún recorre mis nervios, calmándolos cuando necesitan una anestesia o un relajante natural. A partir de allí, aceptó siempre mis regalos con tanto cariño que yo no podía esperar el momento de llegar con otro. Se me secaba la cabeza pensando qué darle, pero ella era tan trasparente que lo que le llevara lo recibía igual. Para mí, estar cerca de ella era suficiente, escuchar su respiración, verla mirar. Pero esa tarde mi regalo la emocionó más que otras veces, lo que me dio la fuerza necesaria para invitarla, y así lo hice.

      —¿Entonces qué? ¿Te animas a venir con nosotros a la fiesta de este sábado? Digo… a menos de que tengas otros planes.

      —No, no tengo ningún plan, ¡pero no conozco a nadie ahí! No creo que mis papás me dejen.

      —Pide permiso y vemos, ¿no? Es más, si quieres yo hablo con ellos —Ofrecí.

      —¡Seguro no me van a dejar!

      —¿Ni siquiera si Manuel también va?

      —No sé… además creo que tengo los 15 años de la hermana de una amiga.

      —¿Qué amiga?

      —¡Una!

      —¿Por qué mejor no me dices que no quieres ir en vez de poner pretextos?

      —No son, de verdad. Sí tengo esa fiesta. Déjame pregunto y te aviso.

      Desde que era muy chica, los padres de Silvia tenían otros planes para ella, y la habían criado de acuerdo con ellos. Por ejemplo, a diferencia de sus hermanas y Manuel, la inscribieron en un colegio americano. Pretendían darle esa herramienta bilingüe, algo así como un pasaporte para poder, a su mayoría de edad, no antes, estudiar en cualquier lugar del mundo.

      Dos días después la llamé, tenía pánico de que alguien que no fuera ella contestara. Lo hice a media tarde, cuando asumí que ni su papá ni Manuel estarían en casa, las restantes posibilidades serían más fáciles de sortear. Descolgué el teléfono y mientras presionaba los dígitos que me comunicarían con ella, estaba seguro de que no correría con la suerte de que ella contestara. Y así fue. Sintiendo que hacía algo malo y después de la pena de saludar a su hermana Miriam, por fin la tuve del otro lado de la bocina.

      —¿Bueno? —contestó frescamente.


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