Silvia. José Memún

Silvia - José Memún


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estudio al ver la televisión; era una familia muy cálida. Alex y yo éramos tan miembros de ella como cualquiera de los hijos.

      —¿Cómo estás, hijo? Pásale. Me imagino que vienes a ver a Manuel —Me decía Julia, la madre de Silvia, con una risita malévola, pues sabía perfectamente a lo que iba. Con los años descubrí que a Julia le encantaba la idea de que Silvia y yo saliéramos; me quería como a un hijo más. Todas las tardes que pasaba en su casa dizque visitando a Manuel, terminaba cenando con toda la familia. Tomás siempre nos preguntaba cómo íbamos en la carrera y nos hablaba de su época de estudiante. Era un verdadero catedrático

      —Miren, hijos, tengan cuidado de las malas amistades. Yo por un pelo no estoy aquí sentado… Me salvé de milagro de la matanza del 68. Mis padres, al ver tanto desorden, no me dejaron salir de la casa ese día. Yo me enojé porque, junto con todos mis amigos, quería reclamar lo que era justo para nosotros; pero no pude estar ahí…

      Nos contaba esa historia a menudo y siempre lo escuchábamos con atención. A lo largo de nuestros años universitarios entendimos la importancia que había tenido que sus papás no lo hubieran dejado ir, pues fue así cómo lo salvaron. Incluso, en ese año, Tomás había cambiado de carrera y se había inscrito en Economía, lo que fue un gran acierto porque luego se convirtió en un asesor de alto nivel. Al menos eso era lo que nos decía, aunque a mí la cuenta de los años no me daba y nunca supe si la historia era real.

      Mi relación con Manuel era cada vez más y más distante. Estábamos en una especie de pausa. Entre su trabajo y sus elegantísimos amigos de la Universidad Anáhuac, nos tenía en segundo plano. Además, Manuel odiaba la idea de mi noviazgo con su hermana; no le parecía buena idea que su hermanita saliera con su mejor amigo. Lo supe años después cuando me lo confesó y me describió su proceso de resignación. Me dijo que, muy en el fondo, le gustaba, pero que algo en él sabía que no llegaríamos a nada; éramos unos niñitos jugando a ser novios de manita sudada.

      “Casi le atinas, Manuelito”, fue lo único que pude contestar ante semejante revelación.

      Alex salía mucho con Silvia y conmigo. Le costaba trabajo relacionarse con gente nueva y para nosotros era un gusto que nos acompañara. Estábamos los tres el día que conoció a Maribel. Recuerdo que me dijo que sentía que era la mujer de su vida.

      —Manito, ¿ya viste a esa chava? —Me dijo, señalando hacia la taquilla del cine.

      —Acércate y dile algo; no seas güey —Lo animé.

      —¿Y si viene con alguien?

      —Pues ni pez, te regresas y ya. No pasa nada.

      Y sí iba con alguien: con sus papás; pero igual Alex le sacó el teléfono de la casa. Maribel tenía 18 años y vivía muy cerca de nuestros rumbos y, en efecto, no tenía novio ni compromisos. Estaba guapísima, rubia de ojos azules, no muy alta y con un cuerpazo. Alex quedó cautivado de inmediato y ella también.

      Durante nuestras salidas, Maribel y Silvia se hicieron buenas amigas. Parecían un par de niñas-buenas-jugando-a-tener-novios. Así los cuatro íbamos a todos lados, lo que era conveniente para todos, excepto para Manuel, que se sentía incómodo. Él de plano no lograba mantener una relación con nadie y cada vez pasaba más horas en el trabajo, en donde pronto se convertiría en socio.

      Para ese entonces, Manuel se encargaba sólo de dos tiendas de tamaño medio. Sus socios no se imaginaban que Manuel las convertiría en más de 200 y que llegarían a ser una de las cadenas más importantes del país, a costa del tiempo y de la salud de mi amigo. Manuel siempre conservó su don de sencillez y carisma, y nunca dejó de ser la voz interna que me guiaba, porque, aunque no lo veíamos seguido, no hacía falta; los tres éramos inseparables incluso cuando estábamos separados.

      Cuando terminamos el primer año de universidad, Alex, Manuel y yo decidimos hacer un viaje. Nos urgía estar solos, sin interrupciones y sin novias, así que Manuel nos convocó en el Vips de Palmas a las nueve de la noche, pidió un café y una ensalada, y nos comunicó su idea. Esta vez no era para ganar dinero, más bien para gastarlo.

      “Vámonos de viaje juntos”, dijo con emoción y, conociéndolo, por supuesto que ya tenía todo listo y planeado. La idea era comprar un boleto redondo a Europa y, con una mochila a la espalda, pasar tres semanas conociendo los puntos más importantes.

      —A ver, cabrones, este es el plan: volamos a París y de ahí nos vamos en tren a conocer toda Europa, ¿quién se apunta?

      —¿Cuándo? A mí sí me late, ¿pero con qué dinero? No sé si mi papá pueda o quiera darme dinero para un viaje. ¿Sabes? Anda enchilado porque no voy a ser abogado o arquitecto, además piensan ir a visitar a mi hermana y si les salgo con que me voy a Europa me van a decir que más bien me vaya a Canadá con ellos.

      Alex y Manuel abrieron los ojos como si les hubiera nombrado una tortura china, que era exactamente lo que significaba pasar unas vacaciones con mi hermana. Desde que yo estudiaba la prepa había sacado cuanta excusa había podido para zafarme del plan y con el paso del tiempo y tanta tontería dicha para no ir, ya no tenía nada más que inventar.

      —¿Estás loco? Con lo aburrido que es hablar con tu cuñado —insistió Alex, nombrando al tipo más seco e insípido que alguien podría conocer jamás: la pareja de mi hermana.

      —Tú diles que es hora de que salgas al mundo con tus amigos. Ándale, carnal, sabes que tu mamá va a decir que sí a lo que le pidas —dijo Manuel sin una pizca de duda.

      Y era verdad, ser el niño pequeño de la casa y llevarme más de seis años con mis hermanas mellizas, a quienes mi mamá idolatraba, había sido siempre una ventaja para mis caprichos. A veces se sentía como hijo único, con todo lo que eso conlleva.

      Entonces Alex salió con alguna tontería sobre esperar a ver qué onda con Maribel.

      —¿¡Maribel!? —interrumpió Manuel— ¿Le tienes que pedir permiso, o qué?— Se le veía enojado.

      Alex no dijo nada más, pero al día siguiente nos llamó temprano para decirnos que sí le entraba. En la tarde ya estábamos en una agencia de viajes comprando los boletos.

      Para conseguir el dinero no quise acudir a mi papá directamente. Le dije a mi mamá la idea del viaje. Ella respiró hondo e intuí sus pensamientos cuando alargó los labios. Tan sólo dijo: “Pero cuando se trata de ir a Guadalajara o a Canadá a visitar a tus hermanas ahí sí estás pegado con cemento al D.F.… Habla con tu papá”, y entonces supe que no intercedería por mí.

      —Papá, Manuel me está invitando junto con Alex para irnos de mochileros a Europa, y como son vacaciones de la facultad, pues… estoy… pensado a ver si puedes darme permiso.

      —¿Permiso? Ya estás grande, ¿no? ¿Acaso lo necesitas? ¿Me pediste permiso para estudiar Letras Hispánicas? No, ¿verdad? ¡Ya te mandas solo! ¿Por qué ahora sí me lo pides?

      —Pues porque eres mi papá, ¿no? —Quería ver si por el lado sentimental lograba algo. En realidad, mi papá no era tan ogro como se comportaba en esos momentos, pero yo no la tenía fácil.

      —Exactamente, soy tu papá y tú eres mi hijo. ¿Sabías que los hijos pueden seguir los pasos de los padres? La mayoría de mis amigos tienen a sus hijos preparándose para seguirlos; en cambio tú no piensas en mí.

      —Okey, ya entendí que no me vas a apoyar… Pero algún día tendrás que superarlo. ¿Si consigo el dinero, me dejas?

      —¿Otra vez con lo mismo? Haz lo que quieras. Nada más si te vas, por favor no hagas locuras. Ya sabes a lo que me refiero.

      Permiso ya tenía, de la misma mala forma en la que lo tuve cuando decidí estudiar con el ánimo de ser escritor. Ahora me faltaba lo fácil: el dinero para irme. Subí a mi cuarto y abrí el cajón con cerradura en donde guardaba mis ahorros, las ganancias que aún no había gastado de los suéteres. Conté como mil veces lo que contenía el sobre. Según lo que la agencia de viajes nos había cotizado, apenas alcanzaba para el boleto. Me faltaría algo de dinero para llevar


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