Silvia. José Memún

Silvia - José Memún


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oye… este... eh, eh, eh… oye… este... ¿qué haces?

      —Nada.

      —Qué bueno —¿“Qué bueno”? ¡Qué tontería había dicho! Pero ella no daba ni media entrada.

      —Silvia, ¿pediste permiso?

      —Sí.

      —¿Y?

      —Pues no me dejaron —Después supe que ni siquiera había pedido el permiso.

      —Pero… O sea… ¿No hay forma?

      —Es decir, les dije, pero como que no les latió mucho que vaya a la fiesta de Manuel.

      —¿No les latió por Manuel, o porque yo te invité?

      —Me dijeron que era por Manuel.

      —¿Crees que si yo les digo algo, te dejen?

      —No sé.

      —¿Quieres que les diga?

      —Mmmm. Sí… si quieres, sí.

      Aunque mi querido Manuel se enojara, me decidí a ir en la noche y pedirle permiso a Tomás. Lo agarré desprevenido. De entrada, no creyó que hablara en serio; él y yo vacilábamos mucho. Era un hombre de un carácter muy simpático. Pero cuando insistí, noté que miró a Manuel de reojo y que este miró hacia el piso. Sin una posición firme al respecto, Tomás dejó la decisión a su hija. Ella accedió y, para mi sorpresa, le dio un beso en la mejilla a su padre.

      Manuel no me dirigió la palabra esa noche ni las que le siguieron a la fiesta.

      CITA

      Nunca había tenido una noche así. Realmente, desde allí fuimos el uno para el otro. Poco a poco Manuel fue dejando de venir con nosotros. Como nuestros papás compartían una partida de dominó una vez a la semana, hablaron sobre el tema. Según mi papá, la idea de que Silvia y yo saliéramos era algo que a Tomás no le incomodaba.

      —¿Bailamos? —Me preguntó Silvia durante la fiesta, y me atacó el pánico. ¿Cómo decirle que no? No sabía bailar y nunca aprendí. Cuando lo he intentado, mis piernas se convierten en dos palos de escoba.

      Aun así, me animé y dije que sí, por supuesto. Si una chava así de guapa te invita a bailar, es imposible decirle que no. Así que me aventé y en lugar de concentrarme en bailar aproveché para hacerla reír. Me acuerdo de que sonaba “November rain”, de Guns and Roses, lo que ayudó a que bailáramos más despacio y más pegados. Cuando acabó la canción salimos de la pista y fuimos a tomar algo.

      “Qué alivio”, pensé, y seguro que ella lo pensó también, porque después de ese día nunca más me pidió que bailara. Quizás se dio cuenta del terrible bailarín que llevo adentro.

      Así pasó la noche del 16 de junio de 1992. Nunca lo he olvidado; cada detalle vive en mi memoria. Fue una noche que cambió mi vida, una línea que divide mi antes y mi después. El antes carece de valor y el después, hasta el día que deje de respirar, será Silvia.

      —¿Me llamas mañana? —Se despidió cuando llegamos a su casa.

      —¡Claro! Te llamo a las seis treinta de la mañana —le dije, muy serio.

      —¿Queeeé? No, estás loco; es muy temprano —Me dijo con asombro.

      —¡Je! Era broma. La verdad es que si por mi fuera te llamaría ahorita llegando a mi casa. Esta fue una de las mejores noches de mi vida —Me aventuré a confesarle sin miedo al rechazo. Ella me respondió con una sonrisa y me dio un beso en la mejilla.

      Ya eran más o menos las ocho de la mañana y daba vueltas en mi cama. Veía el reloj cada dos minutos a la espera de que llegara una hora decente para llamarla sin que el sonido del teléfono despertara a todos en su casa. Sus hermanas me intimidaban, y lo que menos quería era causar una mala impresión. Así, contando los minutos y los segundos, esperé hasta las once. Con las manos sudadas marqué y me contestó Miriam de nuevo, la mayor de sus hermanas, que tenía 26 años y estaba a punto de casarse con Álvaro, quien me parecía un gran tipo, empresario y licenciado en economía, con una carrera en acenso en el mundo de la bolsa de valores. Álvaro tenía casi 30 años y todos lo veíamos ya como un verdadero hombre. Aunque tenía su lado infantil, porque aprovechaba cada ocasión para escaparse de Miriam y venir a cotorrear con nosotros. Claro que esto no le duraba mucho; normalmente, a los 15 minutos se escuchaba un grito que levantaba a Álvaro en fracción de segundos. Esto nos hacía reír y siempre decíamos que a nosotros ninguna mujer nos mangonearía así.

      —Mmm… este… hola, Miriam, ¿está Silvia? —¿Qué no se despega del teléfono?, pensé.

      —¿Más bien querrás hablar con Manuel? —Me preguntó y me dejó helado, mudo.

      —No, otra vez busco a Silvia, ¿ya estará despierta?

      —Déjame ver. No cuelgues.

      Eternos minutos pasaron y mis nervios iban en aumento, hasta que la siguiente voz que escuché fue la de Silvia.

      —¿Bueno? —contestó, y sentí que el estómago se me iba a salir del cuerpo.

      —Eh… hola, ¿cómo andas? —Alcancé a decir con la voz cortada— Acaban de estrenar una película. Se ve que está muy buena y quería preguntarte si quieres venir conmigo. Hay una función a las cuatro.

      —¡Claro! —Me contestó de inmediato— Déjame preguntar a mis papás, ¿me esperas un segundito? —Ese segundito sería la segunda eternidad que esperaría en la mañana, pero cuando Silvia habló de nuevo y me dijo que sí la habían dejado, mi cuerpo se relajó y sentí una emoción como nunca.

      —Paso por ti a las tres, ¿te late? Así antes de la película comemos algo.

      —Perfecto, aquí te espero. Bye.

      Pequeño detalle: no tenía cómo pasar por ella; ni coche ni un burro que me llevara. No me quedaba otra opción más que pedirle a mamá su coche, aunque era domingo y ella siempre pasaba por mi abuela para llevarla a dar un paseo a Chapultepec –disfrutaba ver los patos del lago–. Con un poco de suerte, mamá llegaría antes de las tres y, si me apuraba, podría estar a tiempo en casa de Silvia.

      Me quedé sin uñas esperando. Eternidad número tres del día. Mareé a Lolita, nuestra cocinera, con muchas preguntas sobre mamá. Tenía que llegar antes, al menos media hora antes de las tres, para irse con mi papá a comer; esa era su rutina.

      Pasaban los minutos y nada, el destino jugaba conmigo. De todos los domingos del año, este era en el que tenía que haber cambios. De verdad…

      Era nuestra primera cita y llegue tarde, muy tarde. Apenas nos daría tiempo de llegar al cine. Poco me faltó para agarrar a mamá de los pelos y bajarla de su coche. “Siempre tu abuelita quiso un ratito más”, me dijo. “Sí, sí, sí, luego me cuentas”, le dije con las manos ya en el volante, listo para iniciar la cruzada tras mi doncella, si es que saldría conmigo ya. Para no variar, como llevaba prisa, se me cruzaron todos los altos imaginables; eternidad número cuatro. Llegué con casi una hora de retraso; para mi suerte, Silvia no se había ido, por algún motivo me esperó. No le di muchas vueltas al asunto, no había tiempo. Llegaríamos al principio de la película y nos perderíamos los cortos de los próximos estrenos. Odio perdérmelos.

      Me estacioné en la entrada de su casa, toqué el timbre y anuncié que venía por ella. Esperé ahí parado en la escalera de la entrada. Conté los segundos que pasaron, no recuerdo cuántos, pero sentí como si fueran días. Había entrado cientos de veces allí, pero ese día me percaté de cómo eran la puerta y los arbustos que la rodeaban. Eternidad número cinco.

      Hasta que al fin Silvia salió. Vestida como muñeca me sorprendió con un beso y un abrazo. Su olor era lo más placentero que mis sentidos habían captado. Como todo un caballero, la escolté hasta la puerta del coche, la abrí y no la cerré hasta que Silvia estuvo sentada y cómoda. Adentro la esperaba


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