Silvia. José Memún

Silvia - José Memún


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Decidió llamarla Alexis

       Por ser feliz

       Lo único perdurable

       Las cartas sobre la mesa

       CUARTA PARTE

       Rutina

       Revelación

       Jorge

       Alexis

      PRÓLOGO

      No llevaba ni tres horas allí. Traté de sacar el boleto de tren que, según yo, estaba en el bolsillo derecho de mi chamarra. Temblé cuando no lo encontré. Exploré un poco más; ahí estaba el maldito, burlándose de mí, al igual que el destino. Quise romperlo, pero me contuve; poco me faltó. Quería irme cuanto antes. Seguí corriendo y sentí como si el fuego persiguiera mi paso, impidiéndome volver la vista hacia ese destino que me había arrebatado el individuo que estaba con ella. Manuel no me había dicho nada sobre él… ¿Sabría algo?

      Caminé por esas mugrosas calles empedradas. “Cualquiera tiene un día malo”, pensé. La neblina cubría el paisaje, corría un viento helado y una lluvia seca me molestaba la vista mientras me movía a toda velocidad de regreso a la estación. No quería que me viera. ¿Cómo explicarle que había atravesado medio planeta para verla? Me sentía solo y muy lejos de mi casa; traté de pasar por la garganta ese trago amargo. Pero, ¿cómo? Tantas ilusiones y planes. Es lo malo de los viajes largos; mucho tiempo para pensar, imaginar y revivir.

      De verdad, mi mamá y sus malas ideas. ¿Qué necesidad había de exponerme a romper mi corazón? ¿Cómo no había imaginado que algo así podría suceder? Qué inocencia la mía. Debía olvidarme de una vez y para siempre de ella, dejarla ir.

      Pero ahí estaba, en Oxford, persiguiendo a alguien que, por lo visto, se había olvidado de mí. Me fui con la firme idea de huir de ella y de todos. No quería saber de nadie.

      Al regresar a Londres no me quedaría más alternativa que llamar a mi padre y confesarle lo que me había pasado. Me tragaría el orgullo y soportaría el “te lo dije” que perforaría mis oídos y quemaría mi alma. Aun así, sabía que sin su apoyo no podría llegar a ningún lado más que a su casa, con la cola entre las patas.

      Venía el fin del milenio. En uno de esos días se acabaría el mundo y con él, mi sufrimiento. Esa idea me perturbó aún más; me vinieron a la cabeza varias reflexiones: la primera, y más grave, fue que no viviría ni treinta años. La segunda, que no tendría un hijo. La tercera, y más dolorosa, que ya nunca más estaría con ella. Luego se me ocurrió una última y trágica posibilidad perdida: no escribiría un libro. Ahora sí le daría gusto a la gente que nunca había creído que lo haría, y el que encabezaba ese grupo era precisamente al primero y al único que tenía que llamar.

      Deambulé como fantasma, esperando que mi tren saliera. En mi cabeza, las ideas flotaban tratando de cobrar sentido todas al mismo tiempo para convertirse en una sola: fracaso. Así, los minutos eran horas y las horas, días. Miré hacia todos los lados; no había nadie. Me estremecí.

      Llegué a Londres y salí huyendo de la estación con un único destino: el aeropuerto. De ahí llamaría.

      Estuve parado frente al teléfono más de una hora sin el valor de hacerlo, golpeado, melancólico, con mucho miedo y, sobre todas las cosas, sin ganas de oír su voz autoritaria y tajante.

      Ya lo había escuchado antes en ocasiones similares; y, en ese momento de melancolía, estaba seguro de que yo no sería muy receptivo. Además, un rompimiento con mi padre sería catastrófico; perdería esa base sólida llamada hogar.

      Mi vida había sufrido un giro completo: lo que en casa me motivaba a vivir estaba en Oxford, pero ahora, estando allí, temía perder lo que tenía en casa. Algo bueno tendría que sacar de la estaca clavada en mi pecho.

      Por primera vez en mi vida experimenté la verdadera indecisión, y esta vez no se trataba de trivialidades. ¿Qué camino tomaría? ¿Derecha o izquierda? Uno era la seguridad, mi casa y el cobijo familiar… pero el otro podría ser del doble de la apuesta que acababa de perder. Recuperar o seguir perdiendo. Todo aquello que por un lado me pesaba, por el otro era sumamente ligero. No llevaba bagaje, pesas o compromisos. Nada me detenía. Esa resortera inmensa que me jalaba de regreso se desvaneció; las cadenas resguardadas con candados se abrieron. Y así, súbitamente, el agua que me ahogaba se absorbió.

      Era libre.

      Aún conservaba el dinero y mi boleto de regreso; cambié mi destino. Empezaría de cero, lejos de ella y de todos.

      ROMA, 1999

      A mí.

      Seguramente cuando esta carta llegue a su destino, el sentimiento de hastío que me impulsa a escribirla sea un recuerdo muy lejano y pequeño. Quiero pensar que todo pasará. Cabe la esperanza de que, al recibirla y leerla, yo haya adquirido forma y figura, un rostro claro y decidido. Que haya logrado encontrar mi mirada perdida y la dirección de mis pasos. Quiero ser muy claro: por si ya no lo recuerdas, estoy perdido y muy solo.

      Tengo la ilusión de que no lo estaré siempre. Espero no defraudarte. Eres lo único que tengo… Espero también que la madurez te permita ser más estable, no tener tantas dudas y, por encima de todo, saber algunas de las respuestas a lo que ahora me pregunto. ¡No son muchas dudas! Pocas y muy puntuales, espero que las recuerdes.

      Por favor no te desesperes si llegado el tiempo aún no lo logramos. Sigue adelante, y si esta te sirve, no dudes en escribir otra igual.

      Te dejo por ahora; tengo que salir a buscar, estoy en un lugar nuevo. ¿Qué me espera? No lo sé. Pero tú ya lo sabrás.

       Por siempre, yo.

      Jorge.

      PRIMERA PARTE

      TIEMPO

      —Detente un momento, tengo que recuperar el aliento, un poco de aire. Vamos a sentarnos; sí, aquí en la banqueta, no me importa. No puedo dar un paso más. Estoy agotado. Su entierro se llevó parte de mí. Tómame del brazo.

      »Sólo era una pequeña molestia esporádica, qué rápido pasó a ser mortal. ¿Qué voy a hacer sin ella después de todos estos años? ¿Sabías que no toda su vida estuvo conmigo? Creo que nunca te lo he contado. Fue hace tanto... Entonces éramos unos niños, teníamos apenas 15 años. Joven e intrépido aguantaba lo que fuera, nunca me cansaba. Tenía una sensación de libertad en las venas, directa e intensa.

      »¿Qué voy hacer solo y a mi edad? Aprovecha tu vida, ama intensamente y por ninguna circunstancia dejes ir lo que más quieres, aférrate como si de ello pendieras para no caer a un precipicio.

      —Si quieres vamos a otro lugar, ahí me platicas.

      —No, aquí estamos bien… Hay algo con las banquetas que me hace hablar. Además, no me recupero tan rápido.

      —Hay tiempo.

      —Espero que el mío sea suficiente.

      NIÑOS

      Tenía la vida por delante y muchos amigos, entre ellos Manuel y Alejandro. La vida nos había unido y nos había hecho inseparables. Recorríamos las calles, salíamos en nuestras bicicletas, platicábamos, nos reíamos todo el tiempo y jamás nos


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