Silvia. José Memún
papás, que se quedaron en casa.
—En serio, mil perdones, odio ser impuntual…
—Ya estamos aquí, ¿no? Relájate ya. ¿Te peinaste diferente? Más bien te peinaste... te ves bien.
—¡Sí! ¿Cómo ves?
—Vaya… siempre traes el pelo todo levantado. Igual, de cualquier manera se te ve bien.
—¡Gracias! Tú también te ves muy bien.
—¡Gracias!
Vimos Mi Primo Vinny, con Joe Pesci y Marisa Tomei. Entre la trama de la película y si le agarraba la mano a Silvia o no, pasaron los minutos hasta que encendieron las luces. No logré tomarla de la mano por más intentos que hice. La acompañé al baño y la esperé afuera. La quería conmigo todo el tiempo. Eternidad número seis.
Me sentí tan bien que me esforcé para estirar esa tarde con ella lo más que pude. Manejé muy lento hacia su casa. La despedida fue normal: simplemente quedamos en que “nos estaríamos viendo”, así nada más. Oculté mi efusión por la tarde tan increíble que habíamos tenido. De cualquier forma, no se iba a librar de mí tan fácilmente: su hermano era mi mejor amigo.
A partir de ese fin de semana empecé a llamarla a diario y ella contestaba primero que sus hermanas. Un día no pude llamarla y al siguiente me hizo un fuerte reclamo. Empezamos a ser una pareja.
En cada salida, una rosa la esperaba en el coche. La tomaba antes de sentarse y luego no la soltaba; guardaba uno de los pétalos en su bolsa. Debió haber juntado varios.
Nos besamos por primera vez un día afuera de su casa. Regresábamos después de haber ido a tomar un jugo. Esa tarde ella quería eso –y cuando Silvia quería, yo proveía–. Me acerqué a ella lentamente. Mi mano izquierda permaneció en el volante y con la derecha acaricié su mejilla con suavidad. Despacio, la dirigí hacia mí para hacer que sus labios aterrizaran en los míos. Permanecimos juntos por unos instantes, sin movernos. Nuestros labios juntos y mi mano en su mejilla: mi corazón y mi vida en sus manos.
AVENTURA
Ese verano pasó sin novedades. Para Manuel, Alex y para mí. Fue el fin de un ciclo. Terminaba la época de la preparatoria e iniciaba nuestra era universitaria. Mis clases empezaban en agosto y, con tiempo de sobra, decidí buscar trabajo.
Conseguí un empleo en una dulcería en la Central de Abasto. Era toda una aventura llegar hasta allá. La primera vez que lo hice me perdí y estuve toda la mañana intentando llegar; me habían advertido que quedaba en una colonia muy peligrosa, por lo que preguntar direcciones no era una opción. Según lo que me habían dicho, la Central de Abasto era un grupo de edificios inmensos; no era fácil perderlos de vista, además había seguido las instrucciones al pie de la letra. Ya habían pasado dos horas después de mi hora de entrada cuando se me cruzó un taxi al que, con todo el miedo del mundo, pedí que me guiara hasta allá.
La rutina era sencilla: trabajaba por las mañanas hasta las tres de la tarde; al salir me dirigía sin escalas a ver a Silvia. Veíamos alguna película o una telenovela, a veces salíamos a tomar algún helado o un café.
Entonces, la distancia que Manuel puso entre él y yo fue abismal. Cada uno siguió su camino. Antes, la preparatoria nos unía, pero desde que, para él, lo había cambiado por su hermana, nos veíamos poco.
Nuestro negocio de ventas había terminado meses atrás y ahora dedicábamos tiempo completo a la universidad. Alex se enfocó en la logística, le gustaba organizar cosas, eventos, procesos, lo que fuera.
Manuel entró a la licenciatura en Administración de empresas en la Anáhuac, su clara vocación. Para ese entonces ya trabajaba en una cadena pequeña de tiendas de ropa.
En cuanto a mí, como lo que mejor se me daba era el verbo y quería ponerlo por escrito, decidí aplicar para ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras en la unam. No había forma de poder ver a Silvia, trabajar y estudiar al mismo tiempo, así que el trabajo, sin lugar a duda, fue lo primero en salir disparado por la ventana. Así es cuando se es joven: se ven las cosas grandes, inmensas. Más adelante entendí lo que es estar realmente ocupado y lo poco que hacíamos cuando éramos estudiantes. Ahora lo comparo con la sensación que tuve un día en el que regresé de visita a mi antiguo preescolar; cuando era niño, ese era el lugar más inmenso del mundo. Recordaba un arenero del tamaño de la playa de Ipanema, cuando en realidad medía menos que mi recámara actual.
Se quedaron Silvia y la universidad como mis dos prioridades. Y como la universidad era pública, mi papá podía permitirse darme una modesta suma de dinero a la semana. De muy mala gana, pero me la daba.
En ese entonces no quería separarme de mis amigos, y mucho menos de Silvia, que aún cursaba la preparatoria. Así que me disponía a aprovechar el tiempo.
El sueño de Silvia era estudiar en el extranjero, pero aún no tenía planes concretos ni había decidido a dónde quería irse. De lo que estaba segura era de que quería conocer el mundo y aprender más idiomas, lo que me tenía aterrado. Mi tiempo con ella estaba contado, ¿se pausaría nuestra relación mientras ella estuviera lejos? ¿Cabría continuar con nuestro amor?
Después de algunos insomnios decidí aprovechar cada minuto y no preocuparme más, posponer la angustia de no tenerla cerca. Y ¿por qué no? en uno de esos días la haría cambiar de opinión. No había que irse tan lejos para tener una buena educación: era el mensaje subliminal que debía enterrar en sus pensamientos.
Después de juntar algunos sueldos y con un par de adelantos, me compré mi primer coche. Era un Volkswagen viejo que pertenecía a uno de los amigos de mi papá, quien lo cuidaba como al hijo que nunca tuvo. Me lo vendió únicamente con la condición de que lo cuidara mucho y, a pesar de su relación con mi papá, no me bajó ni un centavo; sólo pude lograr un poco de plazo. Durante seis meses, cada semana le llevé la mitad de mi sueldo a su casa de Tecamachalco. Lo difícil no fue pagarle, fue tener que tolerar que cada pago terminara en una partida obligada de ajedrez: odio el ajedrez. Pero con tal de pasear a Silvia en mi carro, lo hacía.
La primera salida en mi carrito, sin embargo, no fue con Silvia. Corrí a ver a Alex. Quería presumirle mi endeudamiento rodante. ¿La gasolina? ¡Qué va! Cuando se es joven nada importa, se toman las cosas como vienen, sin medir. Nunca midas, toma la vida como va llegando; en el camino ajustas.
—Alex, ¿cómo ves mi nave? Bueno, en seis meses será mía.
—¡Ándale! —dijo mientras rondaba el coche, analizándolo— Súper, te felicito. Ya para que no dependas de los horarios de tu jefa… y para que no tengas que ir a clases en la pecera.
—Sí, al menos voy a estar más libre.
—También te vas a levantar más tarde, ¿no? Cuánto haces en transporte a la unam, ¿dos horas? Eres necio en tomar las clases tan temprano.
—¿Qué hago? Si no tengo ni tiempo para ver a Silvia y llegar a la chamba.
—¿La chamba? ¿No te habías salido ya de la dulcería?
—Le pedí a mi jefe que me aceptara de nuevo, si no, ¿cómo pago el coche?
—¿Qué onda con tu papá? Nada más no cede, ¿verdad? Ya podría ayudarte un poco, ¿no? Ya le va mejor, según supe.
—No supera que no seré abogado o arquitecto.
—¡Así se habla! Y qué carrazo. ¿Qué? ¿Remojón?
—Vas, mi Alex, dale una vueltita.
Subimos al auto, donde Alex empezó a probar todo y a fisgonear en todos los compartimentos.
—¿Y estos folletos de universidades? ¿No estás bien en la unam? Te dije que quedaba hasta casa del carajo.
—No, Alex. Los guardo para que Silvia los vea.
—Ay, manito… La esperanza es lo último… Ahora sí veamos qué tanto