Silvia. José Memún
me ha gustado, y creo que me voy a especializar en arte del Imperio Romano. Tengo ya muchos amigos, una compañera de la que te hablé, Alexa, es española. No sabes lo bueno que ha sido que me tocara cerca alguien que habla mi mismo idioma. Somos muy buenas amigas y vamos juntas a todos los eventos, nos hemos hecho casi hermanas… como si me faltara tener más. Aquí se estudia en las mañanas, y en las tardes, cuando no tenemos clases, nos vamos a la biblioteca a investigar –y creo que paso más horas allá que durmiendo, porque me queda muy cerca–. Esto está lleno de museos, pero me falta ir a muchos todavía. Me compré una bicicleta y ando de un lado para otro en ella y así puedo conocer todo el campus y hacer un poco de ejercicio al mismo tiempo.
¡¡¡TE EXTRAÑO MUCHO!!!
¿Tú cómo estás? ¿En qué andas? No me has cambiado, ¿verdad? Ya le escribí a Manuel que si te ve con otra, me diga.
Escríbeme… Te quiero… Silvia.
Leí la carta, fácilmente, unas diez veces. Me encerré en mi recámara con la música a todo volumen y cada vez que la leía regresaba a la canción de “Only wanna be with you”, de Hootie and The Blowfish. Cuando se hizo de noche ya estaba cansado de estar encerrado, pero nadie estaba dispuesto a salir un lunes más que Manuel. Minutos más tarde oía ya la clásica tonadita de su claxon llamándome para bajar; había que apurarse porque Manuel no paraba de tocar hasta que me veía salir. Pero esta noche estaba ya tan desesperado y solo, que no terminó el primer pitido cuando ya me encontraba casi casi subiéndome. Abrí la puerta del copiloto de su coche y, para mi grata sorpresa, Alex estaba allí. Tenía semanas de no verlo, de no saber qué pasaba con su vida a excepción de “Maribel aquí” y “Maribel allá”.
—¿Adónde vamos? —pregunté al subir al coche.
—A echar algo de comer, ¿no? ¡Me muero de hambre! —dijo Alex.
—Ustedes disfruten del camino, que los voy a llevar a un buen lugar. Además, yo invito hoy —Ofreció Manuel, quien era el único con sobrantes de dinero en la cartera.
Arrancó rumbo a Polanco y llegamos a Masaryk, donde Manuel tuvo que dejar el coche con el valet, en contra de su voluntad, pues odiaba que alguien más lo manejara, porque además era nuevo; recién sacadito de la agencia. Pero aún llovía fuerte y no le quedó otra alternativa.
Nos sentamos en el restaurante y yo pedí mi clásica torta de tres quesos y un café.
—¿Y tú qué te traes? ¿Por qué esa cara? —Me preguntó Manuel.
—Ya sabes… tu hermana… la extraño mucho, y me pegó leer la carta que me escribió. Se ve que está muy bien por allá y, por lo que describe, es una universidad muy grande. Se ha de estar gastando un lanal, tu papá, pero la verdad es que le dio una buena oportunidad a Silvia para irse a estudiar tan lejos… y sola. A tus otras hermanas ni de broma las hubiera dejado —Seguí desahogándome—…y tengo ganas de ir a visitarla a Oxford. Mi mamá me prometió que me va a ayudar para ir a verla.
—¿Qué son unos años? —Me interrumpió Alex.
—Sí, no es mucho tiempo; sólo espero que las cosas sigan así y que ni ella ni yo estemos viviendo cosas diferentes… En fin, ya estoy cansado de estar tristeando todas las tardes, tengo que cambiar mi actitud. ¿Y tú qué onda, Alex, cómo vas?
—¿Yo? Pues muy bien. Ya sabes, de aquí para allá con Maribel, que por cierto les manda salud…
—¿Saludos? —interrumpió Manuel—, mejor que ya devuelva a nuestro amigo, ¿no? Te tiene secuestrado. Ya ni vienes a mi casa; mi mamá dice que ya ni se acuerda de cómo es tu cara.
Así vivimos esa cena. Los tres juntos otra vez, y la disfrutamos, pues pasaría mucho tiempo para que volviéramos a estar hablando de nuestras vidas, y lo sabíamos.
Después, cada uno tomó su rutina y hasta cultivamos círculos sociales diferentes. Aunque los tres éramos muy amigos, ninguno tenía la misma vocación; sin embargo, teníamos una especie de conexión sensorial que habíamos desarrollado desde niños y que mantuvimos hasta el último día de cada uno, ignorando si la muerte la sesgaría.
De Silvia, cada vez sabía menos. Entendía que ella estaba en otro mundo y lo que menos quería era ser molestada por mí. Decidí dejarla ser y estar allá; disfrutar esos años de estudios, porque a su regreso sería sólo mía. Escribiría únicamente en contestaciones si ella me lo pedía. Después de su primera carta recibí algunas más. Luego no llegó ninguna. Me autoconvencí de que no le sobraba tiempo para escribirme por todas las asignaturas que debía estar tomando, y más en una de las mejores universidades del mundo. Silvia era una mujer muy ambiciosa y seguro competía tanto allá como lo hacía en la prepa. De vez en vez Manuel me hacía algún comentario al que yo no respondía: si iba a darle su espacio, sería incondicionalmente e incluso con su familia. Ya tendría tiempo para reponer estos años sin ella. Claro que me corroían los celos sólo de pensar que estuviera saliendo con alguien. Nunca quise preguntar. Darle su espacio me pareció la mejor opción para mantener viva la relación. Así, sin saber nada, estaba seguro de que seguíamos juntos.
Sólo había que esperar su regreso y continuar con lo que habíamos dejado en espera.
VOLANDO
Era ya 1998 y el tiempo se pasaba volando. Yo había acabado la licenciatura y cada vez me sentía más ubicado y cómodo. Pensaba mucho en Silvia, pero el dolor de no verla bajaba un poco con el paso de las semanas y los meses. Me acostumbré a no estar con ella y pasaba las tardes y los fines de semana con mis amigos de la universidad. Nos reuníamos en cafebrerías o bares, hablábamos de libros y escritores; a veces también de cine. Pasábamos las horas. Las discusiones muchas veces terminaban acaloradas; cada uno externaba su opinión sin tapujos de sentimiento, religión o afiliación política. Hablábamos con el corazón. Manuel me acompañó una vez y juró no regresar. No estaba hecho para ese tipo de ambientes; además, éramos un grupo muy cerrado y teníamos nuestros chistes locales, la mayoría de temas literarios que para alguien externo podían resultar muy aburridos y hasta un poco tontos. Pero a nosotros nos divertían, y aprendíamos mucho. Uno de mis grandes cuates, en esa época, era Efraín. Gran error juntarlo con Manuel: se detestaron desde el primer momento. Manuel no lo bajaba de zarrapastroso y bueno-para-nada y Efraín lo describía como riquillo estirado y mamón.
En medio de todo, no me animaba a escribir nada, sólo pasaba las horas metido en mis libros y, si no estudiaba, estaba en las tertulias, aunque siempre con la hoja y la pluma al alcance, tratando de crear algo. Pero no me sentía listo. Mi temor por pensar en la posibilidad de perderla superaba todo y mantenía mi mente estancada: no me dejaba volar. Sólo emprender un escrito y su cara se me presentaba, anclándome al piso como si tuviera una roca atada a los pies. Me urgía su regreso. Los pétalos de las flores que compraba para ella ahí estaban, esperándola callados y pacientes, marchitos y maduros; listos para partir y extrañando la parte de ellos que había volado a Oxford, en cada carta que le había enviado: testigos de los rumbos que cada uno andaba, testigos de lo que vivíamos como adultos, separados en vez de juntos. Flores sabedoras de que este era un amor lejano que dolía y que sólo se mantenía fijo en una cosa: ella no podía olvidarse de mí.
—Ya tienes 23 años, ¿no has pensado en sentar cabeza? —Me decía mi madre—. Ya terminaste tus estudios y ya deberías estar buscando un trabajo fijo, ¿no crees? —Se preocupaba al verme sentado, callado y triste, esperándola.
Empecé a escribir algunos artículos en la revista del club familiar al que asistía desde niño. Temas cotidianos: críticas de noticias de la semana, el chisme del mes o cualquier tema que me viniera a la mente. Con el tiempo fui ganando una reputación, y mi columna, que se llamaba “¿Tú, qué ves?”, se hizo muy popular entre los miembros del club.
—Deberías escribir sobre ese Clinton… sobre cómo logró meterse con esa Lewinsky, y aun así lo reeligen…
—Sí, ma, pero piensa que ese hombre tiene a la economía gringa como nunca. Están muy bien, y cuando la gente tiene trabajo, está contenta…