Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre
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© Título: Vagos y maleantes
© Ismael Lozano Latorre
ISBN: 978-84-121228-5-5
Depósito Legal: GC 70-2020
Primera edición: Febrero 2020
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Correcciones y estilo: Marta Mozo Holgado y Laura Ruiz Medina
Ilustración portada e interior: Nareme Melián
Maquetación: David Márquez
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En memoria de todos
los superhéroes sin capa
que lucharon por
nuestros derechos.
PRÓLOGO
Ella sabía que la iba a matar, que tarde o temprano aquel juego macabro se le escaparía de las manos y acabaría con su vida. Lo tenía asumido: iba a morir y no podía hacer nada para evitarlo, solo llorar y suplicarle que la dejara tranquila, pero aquel malnacido no la iba a olvidar, estaba dolido, enamorado y pensaba que ella le pertenecía.
—Suéltame, por favor —le rogaba, pero sus garras enfermizas la sujetaban y le ponían las cadenas.
Presa, indefensa, cautiva, encerrada en esa habitación sin poder escapar. No importaba que gritara o golpeara la puerta. Aunque la oyeran, nadie la ayudaría. Ella no era nadie, no era nada, y sus intentos de resistirse solo lo excitaban más. Aquel ser demoniaco disfrutaba con su sufrimiento, y con el tiempo aprendió que lo único que podía hacer para sobrevivir era someterse y dejar que hiciese con ella lo que quisiera.
Al maniaco le gustaba atarla y arrastrarla de los pelos. A veces se divertía poniéndole una soga en el cuello, ahorcándola y viendo cuánto tiempo aguantaba sin respirar; otras veces simplemente la violaba, la penetraba con su sexo o con cualquier objeto oxidado que encontrara en el lugar. Todo valía, todo estaba permitido. Ella lloraba, mientras al otro lado de la puerta, la vida continuaba sin inmutarse, aunque sabían lo que estaba sucediendo.
—Eres mía —le susurraba al oído, poniéndole la punta de una navaja en el cuello—. Eres mía, me perteneces y puedo hacer contigo lo que quiera.
Las sesiones podían durar una hora, dos o tres, dependiendo de lo sádico que el hombre se sintiera en ese momento. A veces, acudía a buscarla una vez al mes, otras veces, al trimestre, y en ocasiones esporádicas regresaba varias veces a la semana. Ella nunca sabía cuándo volvería y la arrastrarían a esa celda.
—Eres una zorra desagradecida y esto es lo que te mereces.
Llorar, llorar y doblegarse tragándose sus lágrimas. Cerrar los ojos y desear que todo acabara. Permitirle que le pegara, que la insultara, que la humillara, que la quemara con cigarrillos en el pecho y en las nalgas.
Sus visitas siempre terminaban igual: el hombre eyaculaba en su cara ensangrentada y pedía que fueran a recogerla; ella se quedaba inmóvil, sin respirar, acurrucada en una esquina como una rata asustada; los funcionarios entraban en la habitación y la tendían en la camilla.
—Ya ha terminado, ya ha terminado… —le decían para tranquilizarla, y ella los maldecía en voz baja por permitir que aquello pasara.
Ella sabía que la iba a matar, que tarde o temprano aquel juego macabro se le escaparía de las manos y acabaría con su vida.
Ella sabía que iba a morir, pero hacía años que la vida le daba más miedo que la muerte.
PARTE I
VAGOS Y MALEANTES
UNO
Sentado en una silla de ruedas junto a la ventana, con un cigarro en la mano y una bolsa para la orina entre las piernas, miraba por la ventana y contemplaba el sol, pero el paisaje volcánico que veía desde su casa había desaparecido, ahora solo había un patio interior con una fuente seca rodeada de ancianos marchitos.
Una calada al cigarro, dos, tres… Aspirar el humo y expulsarlo lentamente, disfrutar del sabor del alquitrán, mientras la nicotina recorría sus terminaciones nerviosas.
El pañal le apretaba y le dolían las piernas, los pies habían empezado a hinchársele y deseaba ponerlos en alto, pero no podía, los tenía colgando en la silla, los miraba con sus zapatillas de paño y calcetines de lana y parecía que no eran suyos, que no le pertenecían.
Hacía calor, la calefacción estaba demasiado alta o quizá había vuelto a subirle la fiebre.
—Bendito veneno —susurró inhalando humo mientras un golpe de tos lo sacaba de sus ensoñaciones.
Al anciano le gustaba quebrantar las normas, cumplir las pautas que marcaban las gerocultoras, lo aburría. Él no había llegado a los ochenta para portarse bien, ya lo había hecho demasiados años, había sido sumiso, obediente, y ahora que el tiempo se agotaba, quería disfrutar, y ese era uno de los pocos placeres que todavía podía permitirse.
—¡Don Manuel! ¿Otra vez fumando? —le riñó una voz conocida desde la puerta—. ¿Cuántas veces tengo que decirle que aquí no se puede fumar? El tabaco mata ¿Es que quiere que le dé otro ataque de asma?
El anciano, azorado, apagó el cigarrillo en el marco de la ventana y lanzó la colilla al patio. Había tenido suerte, era Encarna; si llega a sorprenderle Úrsula, otro gallo habría cantado.
—No estaba fumando —mintió, y la mujer, divertida, entró en la habitación agitando la mano como si tuviese que apartar el humo para pasar.
—¡No me haga regañarle, don Manuel! ¡Que ya no es un crío! —le pidió—. El tabaco no le hace bien a nadie ¡Y menos a usted! ¿Es que quiere que me chive a las «gero»?
Encarna era pelirroja y de caderas anchas. Todas las mañanas iba a su habitación a vaciarle la papelera y repasar el baño. Pasaba poco tiempo con él, pero una vez a la semana limpiaba el cuarto a fondo y disponían de tiempo suficiente para bromear. A ella le gustaba su compañía, decía que don Manuel tenía la sabiduría de las personas que habían vivido demasiado.
—No se lo digas a Úrsula, por favor —le suplicó el anciano preocupado, y ella, pícaramente, le golpeó el hombro con la bayeta para que supiera que estaba bromeando.
—No me chivo, a cambio de que me confiese quién le vende los cigarrillos —le propuso la mujer, y él negó con la cabeza.
—Soy una tumba —le contestó—. Tengo demasiados enemigos en esta residencia como para quedarme sin aliados.
Encarna vació el contenido de la papelera en una bolsa grande de basura y puso una nueva. Sus ojos castaños lo observaban y sintió que el anciano estaba más pálido que de costumbre, que se estaba apagando. Había visto aquello más veces y sabía cómo acababa, pero en este caso sentía que su partida le iba a afectar más de la cuenta.
—De todos modos —le informó la mujer—, ya no tiene que temer por Úrsula; no le va a reñir más.
Manuel, extrañado, movió las ruedas de su silla con las manos para aproximarse a ella.
—¿Y eso? —le preguntó preocupado.
—La han llamado del Hospital General y le han hecho un contrato de seis meses. Dudo mucho que vuelva.
El