Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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caso.

      Si hacía lo correcto, ¿por qué tenía un nudo en el pecho que no la dejaba respirar?

      TRES

      La primera semana siempre es complicada: acudes al trabajo con ilusión, pero también preocupado. Es una mezcla heterogénea de emociones que varía en proporciones gigantescas según avanza la jornada. Por un lado estás obsesionado por hacerlo bien, pero por otro no quieres destacar en ningún sentido, analizas al milímetro los movimientos de tus compañeros para repetirlos, tienes miedo, estás inseguro.

      «Aco, no la cagues».

      Acoydan necesitaba una buena nota en las prácticas para obtener el título de Grado Medio de Técnico Auxiliar de Geriatría y Dependencia. Los exámenes los había aprobado, pero no tenía una media brillante. El director de la residencia le había hecho un contrato de dos meses y le había dicho que si obtenía la titulación podría optar a quedarse.

      —Solo hay una plaza —le había informado—. Y sois cuatro estudiantes, así que tendrás que esforzarte para ser el mejor.

      Competir, hacerlo bien, ser amable, superarse… Eran demasiadas pretensiones para una semana en la que ni siquiera sabía con exactitud cuáles eran sus funciones. Una cosa era la teoría y otra la práctica. El trabajo real era muy distinto a como venía definido en los libros.

      Dirígete a los usuarios siempre por su nombre, el trato con ellos debe ser siempre de respeto, no debe confundirse el cariño con tomarse demasiadas confianzas, aunque algunos tengan las facultades mentales disminuidas debes tratarlos como adultos, está terminantemente prohibido gritarles o levantarles en exceso la voz, debes hablarles mirándoles a los ojos y con una sonrisa, está prohibido aceptar regalos o dinero de ellos, debes tener paciencia, mucha paciencia, darles las instrucciones de una en una y otorgarles tiempo para asimilar conceptos y contestar, si alguno presenta delirios no lo contradigas, no te enfades porque influirás en su estado anímico y en la relación con ellos en el futuro…

      Normas… Pautas de actuación…

      Hacer las camas, recoger las sábanas, llevarlas a la lavandería, dar de comer a los usuarios, asearlos, realizar cambios posturales a los que no se mueven, supervisar que se toman la medicación, limpiar utensilios…

      —¿Todos los días es así? —preguntó agobiado, y el gerocultor que lo supervisaba asintió sin ocultar la sonrisa.

      —Y puede ser peor… Hoy es un día tranquilo —le contestó—. ¡Así que ve haciéndote a la idea! Los «gero» cobramos una mierda y no paramos ni un segundo, siempre faltan medios y personal, pero no nos quejamos, hay residencias mucho peores que esta.

      La Residencia Cumbres Doradas era considerada de gama alta dentro de la comunidad de Madrid. Sus profesores del grado le habían dicho que había tenido mucha suerte por haber sido seleccionado para las prácticas allí.

      —No todo el mundo va a centros como el que te ha tocado a ti —le había explicado su tutora—. Vas a tener la oportunidad de quedarte en una de las mejores residencias de la zona, ¡así que tienes que esforzarte! Trenes así no pasan todos los días.

      Esforzarte…

      Oportunidad…

      Trenes así no pasan todos los días…

      —Lo más importante son los usuarios —le había dicho la jefa de gerocultores en la reunión inicial—. Nuestro trabajo consiste en ayudarlos a realizar las actividades que no pueden hacer ellos solos, suplir sus carencias. Los lavamos, los alimentamos, les damos paseos… Pero debemos aprender a ser algo más, administrarles un trato personal y suplir también sus necesidades afectivas.

      Necesidades afectivas, necesidades afectivas…

      —Cuando entráis por esta puerta, los usuarios son lo primero, vuestros problemas y preocupaciones deben quedarse atrás. Aquí venimos a cuidarlos y a hacerlos sentirse mejor, no para contaminarlos con nuestras «mierdas». En esta casa no puede haber ni un mal gesto ni una mala cara. ¿Comprendido?

      Acoydan, silencioso, asintió con la cabeza.

      —Y tampoco quiero quejas ni faltas injustificadas. Los gerocultores tenemos demasiado trabajo y no podemos perder el tiempo ocupándonos de los niños de prácticas.

      CUATRO

      Remedios no sabía que aquel martes, 3 de abril, iba a cambiarle la vida. Había salido de trabajar a las cinco y cuarto y se había puesto un vestido azul que su prima Encarna le había hecho imitando uno que llevaba Sara Montiel en una de sus últimas películas.

      Estaba muy guapa. La joven se había ahuecado el pelo y se había puesto unas gotas de perfume en la nuca, sus labios pintados de rojo le sonreían al mirarse al espejo.

      —Pareces una actriz de Hollywood —se piropeó coqueta—. Esta tarde a Ramiro se le va a caer la baba.

      Remedios estaba enamorada y para ella su novio era la esencia de su vida. Llevaban dos años viéndose a escondidas y al pensar en él se estremecía de los pies a la cabeza. Aunque vivía un amor prohibido, se emocionaba soñando con un futuro en común, un futuro que no tendrían pero que ella anhelaba por encima de todas las cosas.

      —Me gustaría casarme de blanco en la Macarena —le había confesado a su prima aquella mañana—. Tú podrías hacerme el vestido y quizá también el traje de él. Seríamos los novios más guapos que haya visto jamás Sevilla. Todo el mundo acudiría a vernos y mi velo sería el más largo que se haya hecho jamás. ¿No te haría ilusión coserlo?

      Encarna la miraba con ternura y tristeza a la vez.

      —¡Estás loca, Remedios! —le reñía intentando que pusiera los pies en la tierra—. Confórmate con lo que tienes, que ya es mucho más de lo que pensabas que ibas a tener.

      Remedios suspiraba y se dejaba querer.

      —Lo sé,—musitaba—. Pero permíteme, aunque sea, hacerlo realidad en mis sueños.

      Ramiro la esperaba, como cada tarde, en el callejón que había detrás de la tienda. Vestía un pantalón gris y una camisa blanca con varios botones desabrochados. El chico era fuerte, robusto, atractivo, con una nariz prominente, más grande de la cuenta, que le daba un aspecto misterioso y tierno a la vez. Al verla llegar, hizo un mohín de disgusto con la cara y tiró al suelo la colilla del cigarro que se estaba fumando.

      —Siempre llegas tarde —la reprendió malhumorado, y ella, divertida, sonrió como si aquella protesta formara parte de su protocolo diario.

      —Las señoritas siempre tardamos más —se disculpó, y él le indicó con la cabeza que lo siguiera porque se estaban retrasando.

      Ramiro comenzó a andar y ella caminó varios metros detrás de él. Nunca paseaban juntos ni la cogía de la mano, siempre actuaban igual, el mismo juego, las mismas reglas, callejones oscuros por donde no pasaba nadie, solo ellos, una pareja que vivía en las sombras porque nadie debía averiguar que estaban juntos.

      —Algún día me gustaría ir al cine contigo —había comentado la chica una tarde después de hacer el amor, y Ramiro, horrorizado, se había levantado de la cama bruscamente y puesto la camiseta.

      —¿Estás loca? —le preguntó escandalizado—. ¿Es que quieres que nos tiren piedras?

      Remedios agachó la cabeza avergonzada y tapó su cuerpo con las sábanas.

      —No te estaba pidiendo hacerlo —le explicó entristecida—. Solo comentaba que sería bonito poder hacer cosas normales contigo.

      Ramiro, dándose cuenta de que su reacción exagerada había sido una metedura de pata, se acercó a la cama y acarició su mejilla con ternura.

      —Sabes que no podemos hacerlo —le contestó—. Pero si pudiéramos yo te llevaría de la mano hasta la puerta del cine y te comería a besos delante del revisor.

      Remedios, divertida, se sonrojó de los pies a la cabeza.


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