Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre
que iba a echarlos mucho de menos, que su madre iba a morirse de preocupación esa noche cuando llegara a casa y ella no estuviera.
—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó el taxista.
Y ella asintió con la cabeza.
—Es por la falta de luz —respondió—. Cambian los colores de las hojas y me pone triste.
SIETE
–Alzhéimer.
El doctor había pronunciado esa palabra lentamente, como si al articular cada una de las sílabas se hubieran enredado en sus labios, pero el anciano no reaccionó, se limitó a encogerse de hombros y asentir con la cabeza como si estuviera acostumbrado a que todas las desgracias del mundo se cebaran con él y ya solo pudiera resignarse.
—¿Se encuentra bien, don Manuel? —le preguntó el médico preocupado ante la ausencia de respuestas.
El paciente, observando a aquel doctor de treinta y pocos años que podría ser su nieto, sonrió para dejar al descubierto una amarillenta dentadura donde faltaban algunas piezas.
—Sí, estoy bien —le contestó—. Con ochenta y dos años, cuando vas al médico no esperas nunca buenas noticias. Solo tengo que mirarme al espejo para saber que estoy más cerca del otro barrio que de aquí, pero no esperaba que la cabeza también empezara a fallarme. Por ahora era lo único que se mantenía intacto.
El doctor, enternecido con la naturalidad con la que don Manuel se había tomado la noticia, sonrió.
—No debe asustarse, señor Artiles —continuó intentando ser lo más amable posible—. Está en la etapa inicial y con un tratamiento y ejercicios adecuados se puede ralentizar el avance de la enfermedad. ¿Sabe en qué consiste?
Don Manuel, sin estar muy seguro, negó con la cabeza.
—Una de cada diez personas mayores de sesenta y cinco años padece alzhéimer —prosiguió el médico como si comentar que es un mal de muchos pudiese hacerle sentir mejor—. Es una dolencia cuya principal consecuencia es la pérdida de células nerviosas del cerebro, lo que provoca problemas de memoria. El enfermo va olvidando sus recuerdos y, en la fase final del proceso, ignora su propia identidad y llega incluso a perder el lenguaje y a no reconocer su entorno.
Tranquilizador, lo que se dice tranquilizador, no estaba siendo el discurso.
—Pero esto no tiene por qué suceder… —se apresuró a decir el médico al ver cómo su rostro se contraía y se ponía tenso—. Afortunadamente, hemos pillado la enfermedad a tiempo y, aunque es un proceso degenerativo y la pérdida de células nerviosas es irreversible, se puede conseguir, con el tratamiento adecuado, que la enfermedad avance lentamente.
Lentamente… Acercarse despacio al barranco del olvido… Una mancha negra, oscura, profunda… ¿En eso iba a convertirse su memoria?
—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —le preguntó asustado.
El doctor, observándolo con sus ojos grises a través de la montura plateada de sus gafas, asintió como si fuese una buena pregunta.
—La enfermedad suele durar entre siete y quince años, pero depende del paciente.
Olvidar.
Había muchas cosas que prefería olvidar, pero otras en cambio le aterraba que se borraran. Cuando uno llega a cierta edad, lo único que le quedan son sus recuerdos ¿También iban a arrebatarle eso?
La sonrisa de Lorenzo flotando por la habitación… No quería olvidarlo… Quería retenerlo en su pecho para siempre y que nada ni nadie lo separase de él.
—Un hombre sin memoria no es nada —comentó en voz baja, y el doctor lo miró sin saber qué responder.
OCHO
El Guadalquivir se secó y del firmamento se cayeron las estrellas. Cuando Ramiro se fue, el cielo se volvió gris y el sol se oscureció para siempre.
Remedios no dejaba de llorar. Se pasaba la mañana en la tienda, detrás del mostrador, intentando contener las lágrimas, pero no lo conseguía. Su madre la miraba preocupada, pero no sabía qué hacer para consolarla.
—Compórtate —le pedía—. No puedes actuar así delante de las clientas.
Pero, aunque Remedios lo intentaba, cualquier cosa que veía le recordaba a él, a sus manos, a sus ojos, a su pecho… Su ausencia era insufrible, la sentía en cada rincón de su piel.
—Llevo mes y medio sin verlo —se lamentaba a su prima—. ¡Mes y medio! Y cada día que pasa me siento más lejos de él.
Encarna la acariciaba con ternura e intentaba tranquilizarla.
—Pero te ha escrito una carta, ¿no?
Remedios, con los ojos encharcados, afirmaba con la cabeza.
—Sí, una carta, pero solo una. Por lo visto está muy ocupado y no puede escribir. Yo le escribo todos los días.
Su prima, enternecida, cogía un cepillo del baño y peinaba su melena para tranquilizarla.
—¿Te falta mucho dinero para el pasaje?
Remedios, desesperada, se llevaba las manos a la cara y ocultaba su dolor.
—Con lo que gano en la tienda necesitaría trabajar dos años para pagarlo, y Ramiro tampoco tiene dinero.
Angustia, sufrimiento… Remedios se tumbaba en la cama y no se quería levantar.
—Quizá… ir a Canarias no es tan buena idea —le aconsejó su prima, intentando hacerla entrar en razón—. Aquí tienes familia y trabajo ¿Allí de qué vas a sobrevivir?
La chica, enfadada, puso los brazos en jarra y la miró acusadora, como si hubiera dicho una blasfemia.
—Buscaré trabajo —le contestó ofendida—. ¡Algo me saldrá!
Su prima, que la amaba con locura y no le gustaba hablarle de esa manera, agachó la mirada antes de continuar. Sabía que lo que iba a decirle era horrible, pero era mejor ser franca y mostrarle la realidad.
—Remedios… ¿de verdad piensas que va a contratarte alguien? —le preguntó entristecida—. Aquí porque tienes la tienda de tus padres, si no…
La joven, furiosa, se levantó de la cama y se fue al salón. ¡No quería seguir escuchándola!
—¡Haré lo que sea! ¿Sabes? ¡Lo que sea! —gritó irritada—. ¡Haré cualquier cosa por estar junto a él!
NUEVE
Silencio.
A veces los silencios pueden son más dolorosos que cualquier sonido o reproche.
El silencio es el ruido que produce la soledad, mudo, cortante.
Cuando llevas demasiado tiempo sin oír nada, la congoja te anuda el pecho y te impide respirar.
No hay nadie.
Nada.
Estás solo.
La luz de la habitación apagada y la luna enganchada en las cortinas. Don Manuel miraba al techo en silencio y las sombras huían de su mirada.
Solo.
Él era el único usuario de la residencia que no recibía visitas ni cartas ni llamadas.
Nada.
El trato con los gerocultores era lo más parecido que tenía a un amigo o al encuentro con un familiar.
Solo.
«Monstruo, enfermo, desviado. ¡Arderás en el infierno!».
Voces del pasado que regresaban a su mente y lo hacían estremecer. Insultos que creía olvidados se adherían a su cuerpo y recorrían su piel.
«Invertido, violeta, sarasa...».El viento entrando por