Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre
una situación de alarma, lo más importante era conservar la calma para no alterar al resto de usuarios. Mari Puri había insistido mucho en ello en las reuniones semanales y todo el personal del centro estaba entrenado para actuar en consecuencia.
Alarma.¡Emergencia!
Sangre derramada en el suelo y gritos en la habitación.
Mari Puri confirmó que Acoydan iba a convertirse en el mejor gerocultor de su plantilla el martes de la segunda semana de prácticas. Eran las siete y cuarto de la mañana y el joven, despistado, llegaba tarde a trabajar porque había discutido con Antía y tenía en la cabeza mil cosas. Por eso, cuando entró, no se dio cuenta de que algo en el ambiente era distinto, el aire era denso, irrespirable y no reaccionó hasta que uno de sus compañeros chocó con él en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Acoydan sobresaltado al ver que corría hacia la planta superior.
El gerocultor, con el rostro desencajado, lo miró como si fuese un ser insignificante.
—¿Es que no te has enterado? —le reprochó alterado—. ¡Han herido a Humberto! ¡Le han clavado unas tijeras! Y la jefa ha llamado a los de seguridad para reducir al usuario.
Acoydan, que estaba medio dormido, se despertó de un plumazo. ¿Humberto? ¿Tijeras? ¿Reducir? ¿Qué significaba exactamente reducir?
Su corazón se aceleró. Era la primera vez que vivía una situación como esa en la residencia y tenía un mal presentimiento.
—Pero… ¿quién es? —insistió alarmado—. ¿Qué ha pasado?
Su compañero, que no parecía dispuesto a quedarse en mitad del pasillo a conversar, se limitó a negar con la cabeza y continuar corriendo.
—¡Es don Manuel! ¡El de las 212! —le gritó antes de desaparecer—. Por lo visto ha perdido la cabeza.
Violento. Loco. Agresivo. Lo ponía en su ficha.
La bolsa con su uniforme cayéndosele de la mano, el reloj de pared marcando las siete y diecisiete… Hacía quince minutos que debía haber empezado su ronda. Un nudo en la garganta, ganas de gritar…
¿Reducir? ¿Qué significaba exactamente reducir?
Sin saber por qué, Acoydan empezó a correr y subió los escalones de la escalera de tres en tres. En la entrada de la segunda planta había una luz roja encendida, y Encarna, asustada, lo agarró de la camiseta para que no pasara.
—¿Estás loco? —le amonestó la limpiadora—. Los de seguridad están dentro y van a sujetar a don Manuel para que la enfermera le pinche un calmante. ¡Ni se te ocurra acercarte!
Sus ojos verdes temblaban. Sangre, sangre en el suelo, gotas rojas sobre azulejos que alguien había pisado. Humberto debía de estar en la enfermería.
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