Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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no recibo visitas —prosiguió—. No viene nadie a verme, y por eso no pueden traerme cosas de fuera, solo os tengo a vosotros. ¿Sabes?

       Escucharle hablar así le hacía enternecerse y olvidarse de lo que había pasado.

      —Sé que el tabaco no está permitido y Úrsula me reñía cada vez que me pillaba fumando, pero ella me lo traía porque sabía que nadie más lo podía hacer.

      Acoydan, confuso, se encogió de hombros.

      —¡Pero usted es asmático! —protestó—. El tabaco no le hace bien.

      Don Manuel se incorporó en la cama y lo miró como hacía tiempo que nadie lo miraba.

      —Tengo ochenta y dos años, paraplejia y alzhéimer —le explicó—. Ya nada me hace bien. Ni el tabaco ni las medicinas ¡Ni estos purés que me hacéis tomarme! No tengo nada, no tengo a nadie, y estoy esperando la muerte. ¿Tampoco voy a poder darme un capricho?

      Acoydan cogió la manzana de su bandeja y comenzó a pelársela. Aunque sabía que el tabaco era perjudicial para la salud, comprendía que era lo único que el anciano podía permitirse dadas las circunstancias. Era su obsesión, su acto de rebeldía.

      —Lo comprendo… —trató de explicarle mientras partía la fruta en trozos pequeños para que los pudiera morder—. Pero también debe entenderme usted a mí… Estoy en prácticas… No puedo saltarme las normas… Si me pillan, me expulsarán, y este trabajo es muy importante para mí.

      El octogenario, que hasta ese momento había permanecido tranquilo, giró la cabeza y puso los ojos en blanco como si lo que acababa de decirle le hubiera decepcionado.

      —¡Lo que pensaba! —refunfuñó—. Aunque sabes que es lo correcto, no te atreves… ¡Te faltan pelotas! ¡A los de vuestra generación parece que os han hecho de mantequilla!

      De mantequilla… De mantequilla… Te faltan pelotas…

      Era la segunda vez que se lo decían en el día… Esa misma mañana había discutido con Antía y la chica le había dicho lo mismo. ¡Que no tenía agallas! El joven pensaba que su novia estaba actuando mal y debía llamar a sus padres, y ella le había contestado que lo que sucedía es que él era un cobarde incapaz de quebrantar las normas. ¿De verdad era esa la imagen que proyectaba? ¿La de un pusilánime?

      Acoydan era tímido, indeciso, inseguro… ¡Pero no era gallina! Le daba miedo equivocarse. ¡Y que le suspendieran las prácticas! Pero eso no significaba que no tuviera coraje suficiente para hacer lo que pensaba que era correcto.

      Uno, dos, tres…

       Tener agallas… Fuerza… Valentía.

      —¡Si quiere un cartón de Krüger, se lo traeré! —exclamó de pronto, sin creerse ni él mismo lo que estaba escuchando—. Pero a cambio, debe prometerme que me hará caso siempre.

      Don Manuel, con su camisa manchada de puré, sonrió y dejó al descubierto sus amarillentos dientes.

      —Lo prometo —le contestó, aunque sabía que no iba a cumplirlo.

      Acoydan, satisfecho, sonrió.

      —¡Y no vuelva a llamarme cobarde, porque no lo soy! ¡Ni cobarde ni homófobo! ¿Entendido?

      Y el anciano, sorprendido, asintió y no pudo reprimir la carcajada.

      QUINCE

      Remedios jamás olvidaría el día que llegó a Santa Cruz de Tenerife. Era un martes por la mañana y el sol presidía el paisaje con todo su esplendor. Canarias era tal y como se la habían descrito: cielos azules, aguas claras y un clima cálido que no llegaba a ser sofocante.

      La ciudad era preciosa: calles empedradas y edificios neoclásicos mezclados con majestuosas iglesias del barroco canario como la Concepción, de estilo toscano, cuya torre y balcones eran una delicia para contemplar. La gente y los olores se mezclaban con el rumor de las olas.

      «Un sitio perfecto para iniciar una nueva vida», pensó al bajarse del barco, pero los ojos que se cruzaron con ella la miraban con la misma aversión que la miraban en Sevilla.

      La mujer arrastraba su maleta con desidia, la travesía había sido horrible y no había parado de vomitar, había perdido un par de kilos en el trayecto y sabía que su aspecto no era muy halagüeño.

      —Debería arreglarme un poco antes de ir a buscar a Ramiro —comentó.

      Ramiro… El nombre del chico había sido su talismán durante el viaje. Cada vez que se ponía triste lo repetía una y otra vez como si, al hacerlo, aquella locura cobrase sentido. ¡Había abandonado Sevilla y les había robado a sus padres! ¡Jamás podría volver! Había arriesgado la seguridad de su hogar por un futuro incierto en el que solo estaba él, Ramiro, su novio, el hombre que la había amado, y que en esos momentos estaba durmiendo con otra, aunque ella no lo supiese.

      «Aquí seremos felices, encontraré trabajo y le devolveré hasta el último céntimo a mis padres».

      Remedios entró en una cafetería y pidió un café con leche. Los hombres de la barra la miraron con sus rostros serios, angulosos. Hubo uno que, incluso, llegó a hacer un comentario desagradable, pero ella hizo como si no lo hubiese oído; nada ni nadie podía estropearle ese día. En breve se reencontraría con Ramiro, estaría con él.

      Se ahuecó el pelo en el baño y se puso un poco de carmín y colorete. Quería que Ramiro la viera guapa cuando se encontraran. Se iba a llevar una gran sorpresa. Solo tenía la dirección de su oficina, que venía impresa en el remite de la primera carta que le envió. ¿A qué hora saldría? ¿A las cinco o las seis?

      Falda azul marino, zapatos negros, medias de nailon, camiseta blanca con escote comedido, una onda en el pelo. Remedios de pie en la acera, esperando que Ramiro saliera del trabajo para sorprenderlo y hablar con él. ¡Había hecho muchísimos kilómetros para estar a su lado! ¡Y llevaban casi tres meses sin verse! ¿La besaría cuando la viera? ¿Podría controlarse?

      Nervios, presión, acelero, el sudor cayendo por su espalda mientras las horas pasaban y le rugía el estómago. No había comido nada desde que había llegado, solo el café. Su maleta de cartón en el suelo, apoyada entre sus piernas.

      Estaba cansada y nerviosa.

      Las cinco, las seis, las siete… ¿A qué hora saldría Ramiro?

      El sol bajaba en el horizonte, mientras los coches pasaban por su lado y hacían sonar el claxon. Mujeres morenas, de pelo y piel, la observaban de lejos sin entender qué estaba haciendo, la analizaban, la juzgaban… ¿A qué se estaba exponiendo?

      «Ramiro… ¿Dónde te metes?»

      A las ocho y cuarto, el último hombre salió del edificio y cerró la puerta. Las luces de todas las plantas se apagaron. Remedios, cansada, agachó la cabeza y dejó escapar un suspiro que se estrelló contra sus doloridos pies. ¡No podía creer lo que estaba pasando! ¡Todo estaba saliendo mal! ¿Dónde estaba Ramiro? Se suponía que en esos momentos debería estar besándola y haciéndole el amor. ¡Aquello era muy distinto a lo que había soñado!

      Agotada y rendida, la chica avanzó por la calle arrastrando la maleta hasta llegar a la primera pensión que encontró en su camino.

      —¿Tiene dinero? —le preguntó desconfiado un señor obeso con aliento agrio—. Hay que pagar una semana por adelantado si te quieres quedar.

      Remedios le explicó que solo sería una noche, que había llegado de Sevilla para reunirse con su novio y no había dado con él, pero que estaba segura de que al día siguiente lo encontraría y podría trasladarse a su casa.

      El dueño de la hospedería la miró con sorna y escupió bajo la mesa como si su sola presencia le molestara.

      —Es una semana por adelantado —repitió—. Si tienes dinero, te quedas, ¡y si no, te largas!

      La joven, resignada, sacó su billetera


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