Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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mucho ruido. ¡Aquí hay gente decente descansando!

      DIECISÉIS

      Envejecer no es fácil, porque el cuerpo lo hace antes que el alma. Te miras al espejo y no entiendes lo que ves, ya que tus ojos te muestran una persona que no reconoces: tu rostro está cubierto de arrugas y tú no.

      Admitir que estás llegando a la última etapa de la vida es complicado. Por mucho que te hayas concienciado, cuando te ves postrado en una cama sin poder moverte te planteas muchas cosas.

      —¿Cómo se encuentra hoy, don Manuel? —le preguntó Acoydan al entrar en la habitación, y él no supo qué contestarle.

      Dolor de cabeza, contractura en la espalda, migraña, hinchazón en las piernas… Ese era su estado actual y, a todo eso, había que sumarle que no tenía buen humor. Don Manuel estaba irritado, le molestaba la sonda y sabía que si lo notificaba iban a quitársela y ponérsela otra vez, y no odiaba nada más en el mundo que la enfermera cogiera su miembro herido y le metiera, tras aplicar un poco de lubricante, ese tubo rasposo por la uretra.

      —Que no se salga… —solía mascullar él, pero a veces era imposible y tenían que empezar de nuevo.

      Cortinas cerradas y olor a sudor en la habitación. El octogenario disgustado y Acoydan entrando lentamente en la estancia intentando no molestarlo.

      —Le traigo un regalo —le informó el gerocultor esperando que la noticia lo animara.

      Don Manuel, que hasta ese momento había estado en silencio, se giró y sonrió como si supiera de antemano lo que iba a ofrecerle.

      —¿Es mi cartón de Krüger? —preguntó ilusionado, y el gerocultor, asustado, palideció porque había hablado más alto de la cuenta—. Me estaba quedando sin tabaco y llevaba dos días racionando los cigarrillos. ¡Mételo en mi caja fuerte, por favor!

      Acoydan, temeroso, lo miró sabiendo que al seguir sus indicaciones incumplía otra de las normas que le había dado la jefa de gerocultores.

      «Nunca, bajo ningún concepto, estáis autorizados a abrir las cajas fuertes de los usuarios. Ahí guardan sus pertenencias privadas y las más caras. Si las tocáis y se pierde algo, será responsabilidad vuestra».Responsabilidad vuestra.

      —La clave es 1975, el año que murió el Caudillo.

      Don Manuel le había dado la contraseña y cualquier cosa que hubiese dentro a partir de ese momento sería su responsabilidad.

      Un dígito, otro, tres, cuatro… La caja de seguridad emitió un chasquido y la puerta se abrió lentamente.

      Una carpeta azul con papeles y una caja misteriosa, ese era todo el contenido. Una cajita forrada con papel de estraza y atada con un cordón. ¿Qué habría dentro? Acoydan intentó meter el cartón de tabaco dentro, pero no cabía.

      —¿Puedo sacar la caja? —le preguntó el gerocultor. Y el anciano, que no podía moverse, pegó un brinco en la cama e intentó detenerlo.

      —¡No toques eso! —le advirtió como si le fuese la vida en ello.

      Acoydan, extrañado por su reacción, se quedó en silencio mirando el objeto. ¿Por qué se había alterado tanto al insinuar que la iba a sacar? ¿Qué tenía dentro?

      —Rompe el cartón de tabaco y mete los paquetes sueltos, así cabrá entero.

      Incumplir normas… Saltárselas… Transgredirlas… Eso estaba consiguiendo don Manuel de él.

      —Oye, chaval…

      Acoydan, que estaba cerrando el armario, lo miró sin imaginar lo que iba a decirle.

      —Gracias —pronunció.

      Y tras pronunciar esa palabra, ambos esbozaron una sonrisa que prometía ser el inicio de una bonita amistad.

      DIECISIETE

      La primera vez que la vio bailaba en la pista en mitad de una discoteca. Era un viernes por la noche y los focos de colores iluminaban su rostro y jugaban con su piel. Era guapa, muy guapa, tanto que dolía mirarla, y Acoydan era demasiado tímido como para intentar hablar con ella.

      —¡Eh, canario! —le llamó el chico que lo acompañaba—. ¿Quieres otro botellín? Voy a ir a la barra.

      Acoydan asintió, aunque no sabía a qué contestaba. Los ojos azules de la chica acababan de mirarlo y el mundo se había parado para él.

      Temblor en las piernas, escalofrío, la lengua se le anudó y las palmas de las manos comenzaron a sudarle.

      —Aquí tienes —le dijo su amigo.

      Un trago a la cerveza, un trago de cerveza largo, intenso, refrescante.

      La chica de los ojos azules seguía bailando, pero ya no lo miraba.

      —Gracias, tío.

      La música sonaba y Acoydan estaba acelerado. No solía salir de fiesta, había aceptado la invitación de Manuel, porque habían acabado los exámenes y de algún modo tenía que celebrarlo.

      —No seas soso, canario, ¡que a veces pareces nuestro padre!

      Acoydan era vergonzoso y no le gustaban los actos sociales, no sabía de qué hablar con desconocidos y siempre se encontraba fuera de lugar. Aquella noche, Manuel le había prometido que le iba a presentar a unas chicas, y solo de pensarlo había estado a punto de vomitar.

      Una canción, dos, tres… Los focos brillando y la bola de cristal inundándolo todo con sus destellos. Mareo. Era el cuarto botellín, y antes se habían bebido algunos chupitos de tequila. No le gustaba perder el control.

      Los ojos azules de la chica atacaban de nuevo: volvían a mirarlo. El tirante de su vestido rojo se había resbalado y caía por su hombro. Lo observaba, lo señalaba. ¿O no era a él? Manuel, al verla, le devolvió la sonrisa.

      —¡Corre, ven! —le ordenó su amigo—. Están allí.

      Miraba a Manuel. Aquellos ojos azules que lo habían embrujado desde el principio no lo miraban a él, observaban a su compañero porque lo conocía… Vergüenza… Decepción… ¿O se estaba equivocando?

      La música estridente retumbaba en los altavoces y en su sien. Acoydan fue arrastrado por la pista sin opción a escapatoria, las palmas de sus manos humedeciéndose… ¡Quería que se lo tragara la tierra!

      —Acoydan, esta es mi prima Esmeralda —le informó entre risas y abrazos—. Y esta es Antía, su amiga.

      Antía, Antía…

      —Encantada.

      Besos, abrazos… Acoydan cerró los ojos e inspiró el perfume de su nuca al entrar en contacto con su piel.

      —Tú no eres de aquí, ¿no? —le dijo la chica al saludarlo, y él se limitó a negar con la cabeza.

      Una canción, dos, tres… Silencio incómodo entre notas discordantes. El DJ pinchando uno de los últimos éxitos de la radio, y Manuel y su prima dando brincos en mitad de la pista. ¿Se divertían o los estaban dejando solos a propósito?

      «Háblale, háblale…», se ordenaba a sí mismo, pero, cuando ella lo miraba, parecía que cualquier cosa que fuese a decir era demasiado estúpida.

      —¿Eres mudo? —le preguntó Antía con sorna, y él lo único que acertó a hacer fue agachar la cabeza y mirarse la puntera de los zapatos.

      La noche avanzaba y el alcohol empeoró la situación. Manuel le contó que su prima le había dicho que Antía lo había dejado con su novio hacía un par de semanas y que quería conocer a alguien para olvidarse de él.

      —¡Éntrale, cabrón, que la tienes a huevo!

      Los chupitos y la cerveza removiéndose en su estómago, nervios, agobio, sudor.

      —Me voy.

      Los ojos de Manuel saliéndose de sus órbitas…


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