Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre
le pedía una voz amiga. «No les des el gusto de verte llorar».
Miedo. ¡Vergüenza!
Polvo, montañas rojizas y ansiedad.
Las aspas del molino girando.
Golpes, insultos, latigazos.
Langostas, langostas voraces destruyéndolo todo.
«Intenta no destacar, ser invisible, transparente».
Silencio.
A don Manuel le daba miedo el silencio porque le hacía regresar a lugares en los que tenía prohibido pensar.
Pánico, rabia, desesperación… Aunque habían pasado muchos años, esos sentimientos que albergaba su alma todavía lo atormentaban y lo hacían tiritar.
«Cuando la herida es muy profunda no cura del todo», le había dicho un compañero. «Puede cicatrizar, pero no sana… El veneno se queda dentro de la piel para siempre».
Solo.
Don Manuel se encogía y tapaba su cabeza con las sábanas.
«¡Coge el mazo, maricón! ¡Levántate del suelo y empieza a picar! ¡Ponte a trabajar si no quieres que te rompa el culo ahora mismo!».
Miedo.
Terror.
El silencio era el sonido mudo que producía su soledad.
DIEZ
Volver a la habitación 112 le preocupaba. Acoydan estuvo dando vueltas por el pasillo unos minutos antes de decidirse a entrar porque no sabía lo que iba a encontrarse. La última vez que lo había visitado el anciano estaba enajenado y se había comportado de manera violenta.
—Don Manuel, ¿se puede? —preguntó tocando con los nudillos la puerta—. Soy Acoydan, su nuevo ayudante, vengo a asearlo y a sacarlo de paseo si usted lo desea.
Olor a tabaco y orines secos.
La luz de la mañana entrando por la ventana y salpicando el suelo de destellos.
—Pasa, —le contestó.
Acoydan, indeciso, entró en el cuarto empujando el carro donde llevaba la palangana, el gel, las toallas, las esponjas y el resto de utensilios. No sabía cómo actuar. Debía andar con pies de plomo si no quería que otro episodio desagradable volviera a producirse. Tenía que ganarse al usuario, llevarse bien con él.
—¿Cómo se encuentra hoy? —le preguntó intentando ser amable.
El octogenario, con cara de pocos amigos, lo observaba desde la cama. Acababa de despertarse y una baba reseca caía de la comisura de sus labios y se perdía en las arrugas de su cuello. Acoydan era guapo, Encarna no le había mentido: el gerocultor tenía los ojos verdes y unos labios carnosos de esos que apetece besar. El anciano lo miró unos segundos con curiosidad, pero se aburrió al instante, él estaba acostumbrado a Úrsula y la echaba de menos. ¿Por qué había tenido que irse?
—Bueno… Veo que está poco conversador… No se preocupe —continuó el joven siguiendo las pautas marcadas en los procedimientos internos—. Si no le importa, voy a cerrar la puerta y la ventana y empiezo a preparar las cosas para asearlo.
Manuel, con gesto mohíno, se giró y volvió la cara hacia la ventana. No le apetecía hablar con él, estaba cansado y quería seguir durmiendo, pero el chico parecía que no se lo iba a permitir.
—Comenzamos…
La bolsa de la orina colgando junto a la cama. Una mosca volando por la habitación y posándose en su hombro. El gerocultor retirando las sábanas y colocándola con cuidado a sus pies. No iba a dejarle dormir, estaba claro, así que con el ceño fruncido se giró hacia el enfermero y lo señaló de forma acusadora.
—Rompiste mi transistor —se limitó a decir.
Acoydan, que estaba cogiendo el empapador para ponerlo debajo del anciano, lo miró como si no lo comprendiera.
—Disculpe don Manuel, ¿qué ha dicho?
El octogenario, fingiendo enfado, continuó persistente.
—El otro día, cuando saliste corriendo de aquí, golpeaste la mesita de noche y tiraste mi transistor al suelo. Se ha roto. Ya no funciona.
El chico, recordando aquel vergonzoso incidente, se ruborizó.
—Disculpe… No sabe cuánto lo lamento.
Algo se cayó, algo se cayó… Y fue su transistor.
—No… Discúlpame tú —le contestó el anciano, siendo amable por primera vez—. Mi comportamiento no fue muy correcto.
Acoydan, con los guantes puestos, se aproximó a él y le pidió que se inclinara para poder quitarle la camiseta de tirantes que llevaba puesta.
—La cabeza a veces me falla, pero no suelo ser así —prosiguió el octogenario justificándose.
Cicatrices, la espalda del anciano estaba llena de cicatrices, cicatrices antiguas, rojas, profundas, el espectáculo más estremecedor que había visto nunca. ¿Qué le había pasado? ¡Era una carnicería! Al verlas, Acoydan se estremeció por completo, pero pensó que no era apropiado preguntarle en ese momento qué le había ocurrido.
—No se preocupe… Y discúlpeme usted a mí también —le rogó—. Era mi primer día y estaba nervioso. Debí haber actuado de otro modo.
Acoydan mojó la esponja en el barreño con agua caliente y comenzó a lavarle el cuello y las orejas.
El anciano lo observaba en silencio. Aunque llevaba tiempo postrado en una cama, no terminaba de acostumbrarse a que desconocidos lo desvistieran e hicieran aquellas tareas por él. Las manos inexpertas del joven recorrían los pliegues de su piel con una toalla pequeña y él comenzaba a abochornarse.
—Eres canario, ¿no? —le preguntó el octogenario para distraerse.
Acoydan, que todavía seguía consternado por las profundas cicatrices que había visto en su espalda, asintió.
—Sí, soy de Las Palmas.
Don Manuel, con la sonrisa manchada de nostalgia, sonrió.
—Yo soy conejero.
Acoydan despegó los cierres del pañal para poder seguir lavándolo.
Vergüenza, decoro.
Sexo blanco, blando, inerte…
—Lo sé… Lo pone en su ficha personal.
La esponja sumergiéndose de nuevo en el barreño y la mano enguantada del chico aseando su zona genital…
—¿Y qué más pone en mi ficha? —le preguntó el anciano, curioso.
Acoydan, sonrojándose porque quizá había hablado más de la cuenta, le esquivó la mirada y trató de quitarle importancia.
—Nada más… —se apresuró a decir—. La información médica que puede hacernos falta.
Don Manuel, divertido porque el joven se ruborizase con tanta facilidad, se rio haciendo que Acoydan se avergonzara aún más.
—Pues debería ser más completa —bromeó sin dejar de reír—, y avisar de que, si un chico guapo me desnuda y me toca el pito, puedo acabar empalmándome.
ONCE
El uno de junio, ochos semanas después de que Ramiro se marchara, la desesperanza provocó que Remedios hiciera algo de lo que se arrepentiría el resto de su vida. A las diez y media de la noche, después de cerrar la tienda, la chica se escondió en el almacén con el corazón en un puño y el rostro cubierto de lágrimas.
Miedo, tristeza, desesperación…
Era una noche estrellada, y Remedios, con una foto de Ramiro en el monedero, esperó pacientemente hasta que no quedaba nadie en la