Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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Manuel —le preguntó angustiado—, ¿se encuentra bien?

      Flequillo canoso, rostro arrugado, una hilera de babas cayendo de la comisura de sus labios hasta empapar el colchón, camiseta blanca, la sonda saliendo del pañal y la bolsa de orina enganchada a la cama.

      Esponja jabonosa, guantes, palangana, jarra con agua templada, toallas de diversos tamaños, champú… Todo preparado. Acoydan cerró la puerta para que no hubiese corriente.

      —Don Manuel —insistió, acercando su rostro al suyo—. Despierte por favor, tengo que asearlo, no es la hora de la siesta.

      Olor a tabaco, tabaco negro, Krüger, así olía su aliento. El joven, indeciso, no sabía cómo actuar. ¿Qué era mejor? ¿Despertarlo o apuntar en el parte que no había podido hacer su trabajo?

      —Como llame a la jefa de gerocultores para preguntarle esto me la va a montar…

      Los molinos de viento del cuadro mirándolo, retándolo como si fuesen gigantes maléficos que se hubieran aburrido de atormentar a Don Quijote y ahora hubiesen decidido atacarlo a él.

      —Don Manuel, por favor —le pidió sacudiendo levemente su almohada, y los ojos del anciano se abrieron sobresaltados como si no pudiesen creer lo que estaba viendo.

      Silencio.

      Sorpresa.

      Estupefacción.

      El octogenario había abierto los párpados y lo miraba como si hubiera visto una aparición, sus pupilas amplias, dilatadas y su mano temblorosa se levantó de la cama dirigiéndose hacia él, intentando acariciarlo.

      —¡¿Lorenzo, eres tú?! —le preguntó asombrado.

      Nervios.

      Desconcierto.

      Su rostro escudriñándolo sorprendido y emocionado a la vez. Acoydan, paralizado, no sabía que pasaba ni qué hacer.

      —Lorenzo —repetía conmocionado.

      Sudor, escalofríos…. El anciano lo había confundido con alguien y por la sonrisa de su boca se intuía que se alegraba mucho de verlo. Su actitud desprendía ternura y miedo a la vez.

      —No me lo puedo creer, Lorenzo —continuó impresionado—. Me dijeron que te habías ido a Argentina y que no ibas a volver.

      ¿Qué decía el protocolo de actuación? No contradecirlos. Si algún usuario presentaba delirios, no había que llevarle la contraria, ya que intentar hacerlo entrar en razón podía enfadarlo e influir en su estado anímico.

      Violento, violento, en ocasiones podía ponerse violento.

      —¡Pensaba que habías muerto! —continuó Manuel sin poder contener las lágrimas—. ¡Y mírate! ¡Estás igual! No has cambiado nada en todos estos años.

      Sus manos temblorosas aproximándose para acariciarlo y él dejándose acariciar.

      —Dios mío, Lorenzo —suspiraba—. ¡No te imaginas lo feliz que me hace verte!

      Sus dedos recorriendo su frente, tocando su nariz, rozando sus labios, su boca… Un gemido escapándose de unos ojos emocionados que no podían dejar de mirarlo.

      —Pensaba que estabas muerto —repetía—. Muerto…

      Una bruma misteriosa cubría su conciencia y no le permitía discernir lo real de lo incierto.

      Lágrimas.

      Suspiros.

      El anciano, aturdido, intentó incorporarse en la cama y sintió cómo la sonda que tenía introducida en la uretra le daba un tirón. Miró hacia abajo despreocupado y su rostro cambió por completo: la duda y la confusión se apoderaron de él. Había olvidado que estaba en un hospital y, al descubrirlo, se puso muy nervioso; no comprendía qué estaba sucediendo.

      Miedo.

      Terror.

      Desconfianza.

      Su mano convulsa agarró la bata del chico y comenzó a gritar como si lo estuvieran torturando.

      —¡¿Qué ocurre, Lorenzo?! ¿Qué pasa? —le preguntó aterrado—. ¿Qué me han hecho esos hijos de puta? ¿Por qué no me puedo mover? ¿Ha sido el general Oramas? ¿Ha sido él? ¿Me ha convertido en una babosa?

      Acoydan tenso, Acoydan asustado. El joven inexperto se alejó de él.

      —Don Manuel, creo que me está confundiendo con alguien —balbuceó sin saber si hacía lo correcto—. Yo no soy Lorenzo, soy Acoydan, su nuevo ayudante. He venido a asearlo y a sacarlo de paseo, estoy sustituyendo a Úrsula.

      Confuso, desorientado. Las brumas que lo habían trasladado al pasado comenzaban a disiparse y la realidad le había escupido en la cara toda su crudeza.

      Alzhéimer, alzhéimer…

      El anciano clavó en él sus ojos castaños y lo miró como si fuera el responsable de su desdicha.

      —¡Vete de aquí! —vociferó fuera de sí—. ¡Vete de aquí si no quieres que te parta la boca! —insistió, avergonzado de que lo vieran en ese estado—. ¡No quiero que me toques ni que te acerques!

      Temblor en las piernas, nudo en la garganta, el joven, angustiado, dio otro paso hacia atrás, tropezó con la silla de ruedas y estuvo a punto de caerse. Su cadera golpeó la mesita de noche y algo que había sobre ella se precipitó al vació y se rompió en mil pedazos.

      —¡Veeeeeeeete! —le chilló Manuel endemoniado, y Acoydan, aterrado, salió corriendo de la habitación.

      SEIS

      Era una tarde fría de finales de octubre en la que las hojas de los árboles se habían teñido de amarillo y luchaban por no caerse de las ramas. Antía y sus padres habían comprado un picnic en la Quinta Avenida y se dirigieron a Central Park aprovechando los primeros rayos de sol que se escapaban de las nubes.

      —Es por la falta de luz —le había explicado su padre—. En otoño, los días son más cortos y cambia la producción de pigmentos de las hojas, por eso adquieren esas tonalidades…

      Antía, sentada en una bolsa sobre el césped, lo miraba llena de admiración. Le encantaba escuchar a su padre. A veces pensaba que era el hombre más inteligente de la Tierra.

      —Ten cuidado, cariño —le pidió su madre—. Intenta no salirte de la bolsa de plástico, que te vas a manchar el pantalón vaquero.

      A su madre no le gustaba el campo ni la hierba. Cuando su marido había sugerido comer en el parque se había quejado porque decía que si la hubieran avisado con tiempo habría traído un mantel y se habría vestido más adecuadamente para la ocasión. Caminar con tacones por Sheep Meadow no era fácil, los zapatos se hundían y la hacían sentirse fuera de lugar, pero Antía se divertía y eso compensaba cualquier sufrimiento.

      —… las hojas se vuelven amarillas cuando desaparece la clorofila —prosiguió don Ignacio—. Marrones cuando lo hacen los carotenoides, y las antocianinas tienen la culpa de los tonos rojizos…

      Pan de centeno, fruta, coca cola light, varias piezas de sushi y ensalada de pasta.

      Los rascacielos asomándose sobre las copas de los árboles como si quisieran escapar del bullicio de la ciudad y sumergirse en aquel refugio bucólico donde las familias se reunían y los niños corrían felices.

      —…pero también influyen otros factores como la humedad, la temperatura y las condiciones del suelo en otoño.

      El sonido de un claxon la hizo regresar al presente. El imán de la nevera, con el que les había dejado el mensaje, la había hecho viajar en el tiempo.

      «Estaré bien, no os preocupéis».

      La maleta de ruedas, la luz verde del taxi y el conductor bajándose del vehículo para abrir el portaequipaje ¿Había cogido suficiente dinero?


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