Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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pasó por aquí para despedirse? —le preguntó.

      Manuel, apesadumbrado, desvió la mirada al suelo.

      —No.

      La limpiadora, entristecida, intentó disculparla.

      —Seguro que se le olvidó —le explicó—. La pobre… Tendrías que haber visto cómo lloraba al despedirse de las chicas en el cuarto de gerocultores… Pero va a estar mejor allí… Se gana más dinero y los turnos son mejores. Es lo que ella quería. Cuando venga a visitarnos seguro que se despide de usted como se merece.

      —¿No dijo nada sobre mí? —insistió el anciano compungido.

      Encarna, intrigada, negó con la cabeza.

      El juramento, el juramento… Aquello era importante para él… ¿Cómo se había ido sin decirle nada?

      El anciano, decepcionado, suspiró. Se alegraba por Úrsula, era una chica amable, lista y válida, se lo merecía y era un reconocimiento justo, pero la gerocultora y él habían hecho un pacto, ella le había prometido que lo ayudaría si se portaba bien. ¡Y él había cumplido su parte! ¿Tan poco significaba para ella?

      —¿Quién va a ocuparse ahora de mí? —preguntó contrariado.

      Encarna, que a veces parecía de la oficina de información en vez de la encargada de limpieza, se acercó a él y lo miró como si estuviera deseando hablar del tema.

      —Un chico nuevo —le explicó—. ¡Empezó ayer! Tiene veinticuatro años y un nombre raro. ¡Es de fuera! Creo que de tu tierra —continuó—. Y al parecer, es la primera vez que trabaja en una residencia. Mari Puri dice que se le ve un poco alelado, pero seguro que es solo al principio. Todos llegan bastante verdes y les cuesta al comenzar. ¿No te acuerdas de Andrea? La pobre lloraba todas las tardes agobiada en el baño.

      Andrea… Había pasado tanta gente por allí en esos años que a él le costaba recordar sus nombres.

      —Pero estoy segura de que a ti te va a gustar —vaticinó.

      —¿Y eso? —le preguntó Manuel desconcertado.

      Encarna, haciéndose la interesante, se paseó por la habitación moviendo descaradamente las caderas e hizo una pausa antes de continuar.

      —Porque el chico es un bombón —le confesó.

      Manuel, con el sabor de la nicotina todavía reposando en sus labios, rio en voz baja como si le pesaran los bronquios.

      —¡No digas boberías! —protestó divertido—. ¿De verdad piensas que a mi edad me interesan los chicos guapos?

      Y Encarna, sin dejar de pavonearse por el cuarto, le sacó la lengua y guiñó un ojo.

      —Si algo he aprendido en este trabajo es que a todos, con independencia de la edad que tengamos, nos encanta alegrarnos la vista.

      DOS

      Antía cerró la maleta sabiendo que finalizaba así la parte más inocente de su vida. Atrás quedaba su infancia, que permanecería atrapada para siempre en aquella habitación entre los osos de peluche y las muñecas que decoraban las estanterías.

      Era una tarde oscura y sombría, las nubes habían conquistado el cielo y amenazaban con tronar. Antía tenía los vellos de punta, siempre le ocurría: antes de que el primer rayo cayese lo sentía en su cuerpo, atravesaba su piel.

      —Eso es porque eres muy receptiva —le había explicado su madre una noche de tormenta—. A la abuela Isabela, que era un poco meiga, también le pasaba, tenía una sensibilidad especial para los fenómenos meteorológicos.

      Sensible. Valiente. Emotiva.

      Antía sentía en ese momento mil emociones distintas. Sus manos, inseguras, tiraban de la maleta sin atreverse a salir de la habitación en la que había dormido toda su vida.

      Un último vistazo, volver la vista atrás y observar su cuarto sin poder decir adiós. No estaba preparada para abandonarlo.

      Su mesa, su cama, su silla, aquellas cortinas rosas con aviones azules que antes tanto le gustaban pero que ahora parecían demasiado infantiles, la lámpara-cohete, la jarapa que su padre le trajo de La Alpujarra, los libros que había ido almacenando durante los últimos años, su despertador, el perchero… ¿Por qué se sentía tan apegada a aquellas cosas? Solo eran objetos… recuerdos.

      —¿Estás segura de lo que estás haciendo? —se preguntó a sí misma en voz baja, pero no obtuvo respuesta.

      El salón estaba vacío y en la mesa de la cocina aún descansaban los restos del almuerzo. No había quitado el mantel y había comido sola, sus padres estaban trabajando y no llegarían hasta las nueve o las diez de la noche. Siempre llegaban tarde, muy tarde. Trabajaban demasiado. Quizá ni se dieran cuenta de que ya no estaba allí.

      —No digas tonterías —se riñó a sí misma por pensar así.

      Enfadada, Antía estaba cabreada, furiosa. Había tenido una discusión muy fuerte con sus padres la noche anterior y el veneno de las palabras que había pronunciado aún quemaba su boca. No se sentía orgullosa de lo que había dicho, se avergonzaba, se arrepentía, pero ellos habían conseguido sacarla de sus casillas y ella había terminado explotando.

      ¡No entendía por qué actuaban así! Le imponían sus criterios sin tener en cuenta su opinión, se olvidaban de que ya era adulta y tomaba sus propias decisiones. ¡No iba a hacer siempre lo que ellos quisieran! Se habían pasado de la raya, era intolerable.

      —¿De verdad pensáis que voy a haceros caso? —les había chillado furiosa—. ¿Por qué iba a hacerlo? Vosotros ni siquiera sois mis padres.

      «No sois mis padres».

      «No sois mis padres».

      Una puñalada. Una puñalada profunda y dolorosa. La más oscura, la más traicionera.

      Ojos vidriosos. Bocas que se abren para decir algo pero que no pueden hablar. Unas manos que se alargan para abrazarla y que ella esquiva. Un portazo. Gritos. Todo se había desmoronado.

      Era la primera vez que lo pronunciaba en voz alta.

      «No sois mis padres».

      Desde que lo había descubierto, el secreto siempre había estado ahí, latente, escondido, durmiendo en la sombra. La abuela Isabela se lo había confesado antes de morir porque creía que era lo más justo, la niña ya era mayor y debía saberlo, era su vida, ¡su historia!, pero sus padres desconocían que tenía esa información.

      «Estaré bien, no os preocupéis».

      Una nota en la nevera, un trozo de papel adherido a la puerta con el imán del viaje que hicieron juntos a Nueva York.

      Solo eso. No había despedida ni disculpa, aunque se arrepentía de lo que les había dicho no pensaba dar marcha atrás, su decisión era inmutable.

      —No sois mis padres. ¡No sois mis padres! No tengo por qué someterme a vuestros deseos. No tengo por qué acatar vuestras órdenes. No tenéis razón. ¡No! No la tenéis. Yo debo elegir mi camino.

      —Mientras estés bajo nuestro techo tendrás que hacernos caso.

      Nuestro techo. Nuestro techo.

      —¡No quiero vuestro techo!

      Su padre la había llamado al teléfono dieciocho veces durante el día y no le había respondido. Su madre le había mandado wasaps y mensajes de texto, pero con el mismo resultado. Estaban preocupados, pensaban que ella seguía enfadada pero que se le pasaría, creían que cuando llegaran a casa esa noche hablarían y solucionarían las cosas. Una nota en la nevera.

      «Estaré bien, no os preocupéis».

      —Es lo correcto,—repetía mientras avanzaba por la casa arrastrando la maleta con lágrimas en los ojos—. Ya soy mayor, debo tomar mis propias decisiones y asumir las consecuencias.

      Lo


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