Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre
entró en el edificio primero y ella quince minutos después. Los zapatos de tacón le apretaban y se le había hecho una carrera en la media.
—¡Mierda! —masculló.
El portal era oscuro y olía a bolitas de alcanfor. Remedios tocó con su mano la pared para buscar el interruptor. Un zumbido pequeño, después dos. La bombilla del techo encendiéndose y la anciana del primero B apareciendo por las escaleras y mirándola con asco y odio a la vez.
—No hables con ella —le había pedido Ramiro la primera vez que visitaron el edificio—. Si te cruzas con la vecina, intenta ignorarla y pasar desapercibida. Era amiga de mi abuela y es muy cotilla. Nadie puede saber que venimos aquí.
La anciana, con su rebeca de lana y ojos febriles, levantó su dedo tembloroso y la señaló como si hubiese visto a un fantasma, abrió la boca para decir algo, pero Remedios no la escuchó, agachó la cabeza y avanzó por el pasillo lo más rápido que pudo, actuó como si lo que acababa de pasar no hubiese sucedido, aquella señora desequilibrada no estaba allí.
—Remedios, ¿estás bien? —le preguntó Ramiro al abrir la puerta.
La mujer, con labios temblorosos, asintió con la cabeza, aunque no podía sonreír.
—Sí, estoy bien —le contestó—. Es solo que me he encontrado a la loca en el portal.
El rictus de Ramiro se tensó.
—No le hagas caso —le pidió—. Ya sabes que no le gusta que nadie entre en el edificio. Desde que murió mi abuela es la única que vive en el bloque y piensa que es suyo.
—Quizá deberíamos buscar otro sitio para vernos —propuso Remedios asustada—. Este piso cada vez es menos seguro y en el almacén de mis padres podríamos quedar.
Ramiro, que todavía no se había quitado la ropa, miró al suelo afligido y negó con la cabeza. Estaba muy raro, su rostro preocupado escondía una noticia que no se había atrevido a compartir.
—Remedios… en realidad… yo quería hablar contigo.
Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Remedios se había levantado aquella mañana con un mal presentimiento: aquel 3 de abril iba a cambiarle la vida y algo le decía que no iba a ser bueno.
El oxígeno faltándole.
Su velo, el velo de su traje de novia elevándose en el cielo más allá del campanario de la basílica de la Macarena, arroz cayendo al suelo y lágrimas también.
El río Guadalquivir mirándola, observándola.
Raro, Ramiro estaba raro. Lo había notado desde que se habían encontrado en el callejón. No había habido un roce ni una caricia, solamente había torcido el cuello y le había pedido que lo siguiera, ni siquiera la había piropeado por su vestido nuevo y eso que ella se había pasado treinta minutos frente al espejo poniéndose guapa para él.
—¿Qué ocurre, Ramiro? —lo interrogó angustiada—. Me estás asustando.
El apartamento a oscuras, las cortinas cerradas y las persianas también, la cama donde solían hacer el amor con las sábanas revueltas. El chico agachando la mirada y observando la puntera desgastada de sus zapatos.
—Me trasladan a Canarias —se limitó a decir.
Remedios, sobrecogida, se encogió de hombros como si no lo comprendiera.
Canarias… Ella no había terminado la escuela y no sabía exactamente dónde estaban ubicadas las islas, pero eso sonaba demasiado lejos.
—¿Canarias? —repitió aterrada.
Ramiro, agachó la cabeza y dejó que ella se acercara.
—¡¿Cuándo te vas?!
Los ojos del chico tristes, marchitos.
—El miércoles que viene.
Temblor en las piernas, en el alma.
El velo cruzando el río, surcando los montes, perdiéndose en el horizonte.
Se va… Se va… Ramiro se iba…
El tiempo paralizándose mientras su corazón se resquebrajaba, lo escuchaba crujir perfectamente, primero una grieta, después dos, pequeñas hendiduras se apoderaban de sus entrañas hasta dejarlo reducido a cenizas.
No podía ver, no podía respirar. Sus pulmones se encharcaban de miedo y tristeza.
Se va… Se va… Ramiro se iba…
El chico observándola, sus manos ásperas acercándose y buscando las de ella. Iba a hablar, estaba moviendo la boca, aunque ella no podía escucharlo, iba a decir algo importante, tenía que concentrarse.
—¿Te vendrías conmigo?
Esa pregunta, esa simple pregunta saliendo de sus labios hizo que sus ojos se inundaran y gritara de felicidad.
—¡Sí! ¡Sí! —chilló entusiasmada, aunque no tenía ni idea de dónde sacarían el dinero para pagar su pasaje.
CINCO
La habitación 112 estaba al final del pasillo, en una zona despejada, tranquila, fuera del bullicio y el ruido. Acoydan, aliviado, marcó una X en el control interno y empujó el carro. Aquel usuario era el último de su ronda… atrás quedaban ocho horas de nervios y las dudas que lo habían asaltado en todo momento.
Pantalón blanco y bata sanitaria celeste con zuecos anatómicos a juego: ese era su uniforme. El joven avanzaba por el pasillo como si temiese que en cualquier instante la jefa de gerocultores pudiese aparecer en una esquina y regañarle por lo que estaba haciendo.
—¿Es que no te han enseñado nada en clase? —le había reñido Mari Puri al descubrir que el joven no sabía cumplimentar los registros—. ¡Trae! —le pidió, arrebatándole los papeles que le había entregado—. ¡Es muy fácil! Están los datos del usuario, el historial, el registro de incidencias, el de actividades terapéuticas… ¡Solo tienes que prestar un poco de atención! No es tan complicado…
La jefa de gerocultores lo observaba mientras Acoydan se disculpaba una y otra vez. A pesar de lo indeciso y lento que era, sabía que de los cuatro chicos de prácticas que habían entrado ese mes, él era su única esperanza. ¡Siempre le ocurría! Mari Puri tenía un don natural para descubrir a las personas que servían para ese trabajo y pensaba que Acoydan, aunque estaba muy verde, tenía aptitudes suficientes para empatizar con los ancianos, aunque había que espabilarlo, y por eso debía ser dura con él.
—Espero que el trato con los usuarios se te dé mejor, porque en la parte administrativa eres un desastre.
Un armario de dos puertas, una mesita de noche, la caja fuerte, una televisión de pantalla plana en la que no se veían todos los canales y una mecedora: esas eran todas sus pertenencias. En la pared, un cuadro con cinco molinos de viento en el que podía leerse «Campos de Criptana».
—Manuel Artiles Fajardo —susurró—. Paciente parapléjico con principio de alzhéimer. Ochenta y dos años, homosexual, soltero y sin familia. No recibe llamadas ni visitas. Nacido en Teguise, Lanzarote. No le gusta hablar de su pasado y puede resultar violento en algunas ocasiones.
Violento, violento…
A simple vista el bulto canoso que se escondía bajo las sábanas no parecía muy peligroso. La habitación olía sudor, tabaco y orines secos. El sol entraba por la ventana e iluminaba las baldosas del suelo. El anciano estaba de espaldas, parecía que dormía, así que el joven entró de puntillas para intentar no despertarlo.
«No la cagues, Aco, no la cagues».
El sonido de su respiración, lento, acompasado… El usuario dormitaba y no tenía intención de despertarse.
—Don Manuel, soy Acoydan, su nuevo ayudante —anunció en voz baja tal y como establecía el protocolo—. He venido a asearlo y a sacarlo a dar un