Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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con la maleta, salió de su escondite. La chica sabía perfectamente dónde estaba la caja fuerte y la contraseña, sus padres guardaban allí sus ahorros y el dinero de la tienda y ella había tenido que abrirla más de una vez para pagarle a los proveedores los días que ellos no estaban presentes.

      —¡Que nunca te vea nadie poner el código! —le había avisado su padre—. Uno no puede fiarse de nadie, ni siquiera de sus amigos.

      Ni de sus amigos… Ni de su hija.

      Remedios estaba tan desesperada que cometió una atrocidad, llenó una bolsa de dinero y salió corriendo de la tienda arrastrando su maleta.

      Ramiro… Ramiro… La foto de su novio en la cartera observándola con devoción…

      —¡Haré lo que sea! ¿Sabes? ¡Lo que sea! ¡Haré cualquier cosa por estar junto a él!

      Remedios abandonó la ciudad aquella noche estrellada sin que nadie la viera. Huyó como una ladrona para reencontrarse con su amor. Llevaba dos meses llorando y echándolo de menos. Su prima Encarna le había aconsejado que no lo hiciera, pero ella no la escuchó. Quizá, si la hubiera escuchado, su vida habría sido distinta, pero no lo hizo. Se fugó antes de que llegara la segunda carta en la que Ramiro le pedía que no fuese a las Islas Canarias.

      «He conocido a otra», ponía con letra clara, pero ella no lo leyó.

      DOCE

      –Mari Puri, perdona… ¿Podemos hablar un segundo?

      Las manos le sudaban cuando se ponía nervioso. Siempre le ocurría, y en ese momento estaba sucediendo, no lo podía evitar, sus palmas se encharcaban y se le volvía lenta la lengua.

      La jefa de gerocultores, que estaba sentada frente a la pantalla de su ordenador, levantó la cabeza disgustada, como si la hubiera interrumpido en algo importante.

      —¿Hablar? —repitió como si fuese un atrevimiento—. ¿Hablar de qué? ¿Qué ocurre?

      Los ojos verdes de Acoydan esquivaron los suyos. Desde que había entrado en su despacho se había dado cuenta de que aquello era una equivocación. Era su primera semana en la residencia y estaba en prácticas, así que lo más inteligente habría sido callarse e intentar pasar desapercibido, pero creía necesario hablar con ella.

      —De don Manuel Artiles Fajardo, el usuario de la habitación 112 —contestó, y la mujer, intrigada, lo miró como si hubiera conseguido captar su atención.

      —¿Qué ocurre con él?

      El reloj de la pared marcando las cinco y media, su jefa observándolo y Acoydan clavándose las uñas en la palma de la mano mientras las gotas de sudor se escurrían entre sus dedos…

      —Creo que debería quitarlo de mi ronda —le explicó tartamudeando en las últimas sílabas.

      Mari Puri, que hasta ese momento había permanecido sentada, se levantó de la silla y, al hacerlo, movió el flexo. El joven la miraba en silencio, esperando que le contestara, pero la mujer parecía que no tenía la menor intención de decir nada. En lugar de eso, se acercó a la mesa supletoria que había junto al archivador y se sirvió un poco de café del termo.

      —¿Quieres uno? —le ofreció, y él negó con la cabeza.

      Estanterías llenas de archivadores e historiales médicos, pósteres sobre el alzhéimer y la tercera edad, un reloj de IKEA junto a una planta de plástico, un cuadro con una fotografía de dos niñas sobre la pantalla del ordenador.

      —¿Y me quieres explicar por qué debería cambiarlo? —le pidió pausadamente, mientras sus dedos agitaban una cucharilla de plástico.

      Acoydan, que cada vez se sentía más incómodo con la situación, miró hacia la puerta y pensó que al acudir a su jefa había cometido un error. La probabilidad de seguir realizando las prácticas allí disminuían por segundos, pero Mari Puri no parecía enfadada; al contrario, lo miraba curiosa, estaba intrigada por lo que iba a decirle.

      —No hemos conectado —se limitó a decir recordando cómo el anciano lo había agarrado por el cuello de la bata la primera vez y lo incómodo que lo había hecho sentir ese día mientras lo lavaba—. No le caigo bien.

      La gerocultora, muy tranquila, le dio un pequeño trago a su café y, mientras lo hacía, pensó en la mejor manera de manejar esa situación, porque quería que al joven le sirviera de lección.

      —Aquí no venimos a hacer amigos, Acoydan, creo que lo dejé claro en la presentación.

      Sudor en las manos, sus zuecos anotómicos celestes escurriéndose en sus pies…

      —Ya… —intentó disculparse—. Pero el trato personal es lo más importante con el usuario, y él y yo no hemos empezado con buen pie.

      —¿Y?

      —Pues que creo que en nuestro caso va a resultar imposible que conectemos.

      El segundero del reloj avanzaba. Mari Puri tenía el pelo corto y teñido de violeta. Aparentaba cuarenta y cinco años, pero posiblemente tuviese más edad. Llevaba gafas grandes, vistosas y un pañuelo rosa chicle anudado al cuello.

      —¿Por qué?

      «Violento, violento… En ocasiones puede volverse violento».

      —Me ha hecho sentir incómodo —confesó, suavizando muchísimo las emociones que había experimentado en las dos visitas a su habitación.

      La jefa de gerocultores se aproximó a él y lo miró como si no lo comprendiera.

      —¿Incómodo? —le preguntó sorprendida.

      —Sí —le contestó el tartamudeando, y se ruborizó.

      Mari Puri le dio el último trago a su café, aplastó el vaso de plástico como si fuese una bola de papel y lo lanzó a la papelera.

      —Mira, Acoydan —comenzó a explicarle como si lo que tuviese que decirle fuese muy evidente—. Don Manuel lleva diez años con nosotros, es tetrapléjico y se hace sus necesidades encima, tiene ataques de asma y ansiedad y, para colmo, hace un par de meses le diagnosticaron alzhéimer con el miedo que ello conlleva. ¿Y me estás diciendo que eres tú el que se siente incómodo?

      Silencio. Expuesto de aquella manera parecía que el joven era un egoísta por haberse planteado algo así.

      —Don Manuel es de tu tierra, es canario y está solo —prosiguió Mari Puri haciéndole entender su error—. No sé cuántos meses o años le quedan de vida, quizá pocos, así que hazme un favor… Deja de pensar en ti y en cómo te sientes y piensa en qué puedes hacer por él. En eso consiste nuestro trabajo, en atenderlo e intentar hacer sus días más llevaderos. ¿Podrás conseguirlo?

      Acoydan tragó saliva y fue incapaz de contestar.

      —¡Pues entonces no hay nada más que hablar! —zanjó la gerocultora jefa—. Don Manuel te ha sido asignado y seguirás con él en tu ronda, así que por el bien de los dos espero que consigáis congeniar, porque os quedan muchas horas juntos.

      TRECE

      Cuando abrió la puerta la encontró con la ropa empapada, el pelo chorreando y los ojos azules cubiertos de lágrimas. Lejos y cerca a la vez, con una expresión en su rostro a la que no le tenía acostumbrado. Antía era fuerte, valiente y en esos momentos parecía la chica más débil y vulnerable que había visto en su vida, un pájaro herido, un gorrión que se había caído de su nido y necesitaba ayuda para volar.

      —¿Antía, qué ocurre? —la interrogó alarmado—. ¿Estás bien? —Y ella asintió con la cabeza intentando tranquilizarlo, pero la pena se apoderó de su pecho impidiéndole respirar.

      Desolación.

      Desespero.

      La amaba. ¡Dios sabía cuánto la amaba! Y al verla tan pérdida no pudo evitar rodearla con sus brazos y dejar que la joven se derrumbara. No sabía qué sucedía, pero no


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