Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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la nariz con un pañuelo de papel—. ¿Puedo pasar?

      El chico, sorprendido de que aún siguieran en la puerta, asintió sin saber qué significaba realmente su pregunta, porque de pronto descubrió la maleta y entendió el alcance real. No le estaba pidiendo permiso para entrar en el salón, sino para quedarse en su casa.

      Antía se cambió de ropa en la habitación, mientras él le preparaba una taza de té. Seguía deprimida, pero estar con él la reconfortaba, la hacía sentirse más segura, y en esos momentos, la seguridad era lo que más le faltaba.

      —¿Qué ha ocurrido, Antía? —le preguntó el joven preocupado mientras le servía la taza con la infusión humeante.

      La chica, abrumada, le esquivó la mirada y cogió la bebida que él acababa de prepararle.

      —He discutido con mis padres —confesó—. Anoche tuvimos una pelea muy gorda y me he ido de casa.

      Problemas…

      —Pero… —comenzó a articular su novio como si no la hubiera comprendido—. ¿Qué quieres decir con eso?

      La maleta en medio del salón, los ojos azules de la chica observándolo, y el joven paralizado, sin asimilar lo que estaba sucediendo.

      —Ya te lo he dicho… —le explicó molesta—. He discutido con ellos y me he largado. No pienso volver a esa casa nunca más.

      Ojos llorosos, labio mordido, las mejillas de Antía estaban sonrojadas y su ropa mojada en la cesta de la ropa sucia.

      El joven, agobiado, la miró sin comprenderla.

      —¿Y qué vas a hacer? —le preguntó como si la respuesta no fuese evidente.

      Antía, que acababa de darle el primer sorbo al té, se irguió en la silla alerta.

      —Pensaba quedarme aquí —le explicó dolida—. Pero si no te parece bien, me voy —continuó haciendo ademán de levantarse, pero él la cortó.

      —¡No! —la espetó—. No te estoy diciendo eso… Mi casa es tu casa… ¡Eso ya lo sabes! Solo te preguntaba si lo has pensado bien. Decisiones así no deben tomarse en caliente. ¿Estás segura de que no te has precipitado?

      La joven, apenada, agachó la mirada y dejó que las lágrimas invadieran su rostro. Seguridad, eso era lo que le faltaba en ese momento.

      —No sé —confesó.

      Silencio.

      El chico, conmovido, se sentó a su lado y la rodeó con sus brazos. El perfume de su cabello le embriagó, la quería tanto que era incapaz de negarle nada.

      —¿Me puedes hacer un favor? —le preguntó la chica como si fuese importante.

      El joven, desconcertado, la miró. Ella siempre lograba hacerle sentir así, agitado y perdido, siempre iba mil pasos por delante de él.

      —Claro, lo que quieras —le respondió, y ella se pegó a su cuerpo esperando que la arropara.

      —Pues abrázame… Abrázame y no me hagas más preguntas… Hoy no, por favor… Hoy solamente, limítate a quererme.

      CATORCE

      —Quiero un cartón de Krüger.

      Acoydan, que estaba abstraído, lo miró extrañado, sin comprender lo que estaba diciendo.

      —¡Que quiero un cartón de Krüger! —insistió.

      El gerocultor, que había acudido a la habitación con intención de levantarlo y darle un paseo por el pasillo, estaba ayudándole a comer en la cama porque se había negado a salir.

      —No diga boberías, don Manuel. ¿Cómo le voy a traer un cartón de Krüger? El tabaco está prohibido en la residencia.

      El anciano, cabreado, cerró la boca impidiendo que le metiera la cuchara de puré.

      —¡No sea crío, por favor! —le pidió Acoydan molesto—. Si no quiere salir, se queda en la cama, pero tiene que comer, a eso no puede negarse.

      La lluvia golpeaba los cristales como si quisiera entrar en la habitación. Aquella mañana había amanecido lluviosa y las nubes habían oscurecido el cielo. Acoydan estaba absorto y preocupado: había dejado a Antía sola en su apartamento y no sabía cómo se la encontraría cuando volviera.

      —¡Me rompiste el transistor! —le acusó el octogenario—. Y para compensarme, te estoy pidiendo que me traigas un cartón de Krüger. ¡No creo que esté pidiendo mucho!

      Acoydan dejó la cuchara en el plato y cogió la servilleta para limpiarle los restos de puré que se le habían escurrido por la barbilla.

      —Mire… —le advirtió molesto—. Hoy no estoy en mi mejor día, así que no me cabree más. ¡Tiene que comer! ¿Entiende? Si no quiere coger la cuchara, se la doy yo, pero no siga poniéndome a prueba, porque hoy no tengo ganas de historias.

      El anciano, preocupado, lo observó. Estaba tenso, irritable, si continuaba con esa actitud dudaba mucho que durara una semana más en la residencia. Quería ayudarlo, el chico le caía bien y sabía que, con un poco de paciencia, se convertiría en un gran gerocultor, pero no le gustaba lo que había descubierto esa mañana.

      —Encarna me contó que pediste que me quitaran de tu ronda —le informó, haciendo que Acoydan saliese de su ensimismamiento—. ¿Es verdad?

      El chico, sorprendido, dejó lo que estaba haciendo y se sonrojó. Le desconcertaba que una conversación privada estuviera circulando por la residencia y hubiera acabado en los oídos del anciano. Le avergonzaba que supiese lo que pensaba de él.

      —Sí, hablé con Mari Puri —confesó.

      Don Manuel, decepcionado, le quitó la cuchara y comenzó a comer solo, no necesitaba oír nada más. En el fondo, esperaba que Acoydan le dijese que los cotilleos de la limpiadora eran mentira, pero era verdad, el chico había ido a hablar con la jefa de gerocultores para quejarse de él.

      ¡Estaba ofendido! No habían empezado con buen pie y habían tenido un enfrentamiento. ¡Pero ambos eran canarios! ¿Es que eso no significaba nada para él? Debían apoyarse porque los dos sabían lo duro que era estar lejos de casa.

      —Hablé con ella y le dije que no habíamos conectado —le explicó.

      El anciano, que comenzaba a cogerle cariño, se encogió de hombros y lo miró como si no lo comprendiera.

      —¿Conectado? —le preguntó dudoso—. ¿Fue por la broma del otro día? ¿Cuándo te dije que me iba a empalmar?

      Acoydan, recordando ese momento, se sonrojó y agachó la cabeza.

      —Si es por eso, no tienes por qué preocuparte —continuó don Manuel a modo de disculpa—. Hace más de diez años que estoy muerto de la cintura para abajo, soy inofensivo.

      Las manos del enfermero cogieron la servilleta y limpiaron las gotas que habían caído sobre la bandeja. No lo miraba. Aquella situación lo avergonzaba y no sabía cómo comportarse. Era como si le hubieran contado a su profesor el mote que le había puesto en el colegio y le estuviera pidiendo explicaciones.

      —¿Eres homófobo? —le soltó de pronto, haciendo que el gerocultor dejara lo que estaba haciendo—. ¿Es eso? ¿No te gustan los gais?

      Acoydan se separó de él y lo miró como si acabara de decir una monstruosidad.

      —¡Yo no soy homófobo! —le cortó cabreado—. No tengo problema con los gais ¡Lo tengo con usted! La primera vez que lo vi intentó pegarme, y la segunda se burló de mí. ¡A mí me dan igual sus tendencias sexuales! Lo único que quiero es hacer mi trabajo. ¡Y usted no me deja! Así que haga el favor de dejar de hacerme sentir mal para que le traiga tabaco, porque no voy a incumplir las normas.

      Don Manuel, que le gustaba que el chico sacara carácter, sonrió mostrando los huecos que había entre sus dientes.


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