Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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del anciano palideciendo… Cicatrices en su espalda y un paquete misterioso guardado en la caja fuerte…

      Tristeza. Enigmas. Misterios.

      —¿Sabes cuál es mi mayor miedo? —le preguntó don Manuel de pronto.

      Acoydan, sin dejar de vigilar la puerta, se limpió el sudor de las manos en el pantalón de su uniforme.

      —¿El qué? —le preguntó.

      El octogenario le dio una última calada al cigarro y tiró la colilla al suelo. Estaba serio, calmado, pero su mirada transmitía una tristeza profunda que estaba devorándolo por dentro. Don Manuel sufría y Acoydan desconocía el origen de su pena.

      —Que al despertarme una mañana, el alzhéimer me haya robado lo único que me queda de él… —pronunció mientras una lágrima se escapaba de sus ojos—. Su recuerdo.

      DIECINUEVE

      La primera cita fue un infierno. Acoydan estaba tan nervioso que no podía articular palabra y Antía, vivaracha, monopolizaba la conversación. Hablaron sobre cine, libros y música mientras se tomaban un refresco en una de las cafeterías de la plaza Mayor.

      —¿Siempre eres tan tímido o solo te pasa conmigo? —le preguntó Antía al cabo de media hora, y Acoydan, ruborizándose de arriba abajo, le contestó: —prefiero escucharte, que hablar de mí mismo.

      La chica, que no parecía dispuesta a darse por vencida, puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

      —No estoy de acuerdo… Cuéntame algo de ti.

      El hielo, derritiéndose en la coca cola, y las manos del joven cogiendo una servilleta para secarse el sudor…

      —¿Qué quieres saber? —se ofreció nervioso.

      Los ojos azules de la chica escrutaron su rostro.

      —No sé… Cuéntame qué haces aquí, tan lejos de Canarias.

      El chico, con la mirada perdida, dejó la servilleta mojada en el cenicero.

      —Vine a estudiar aquí. Un tío mío tenía un apartamento vacío en el centro y aproveché. Aunque me gusta mi isla, necesitaba salir fuera para poder verla desde otra perspectiva…

      Antía, que cada vez se sentía más atraída por él, se encogió de hombros.

      —¿Y por qué entraste en el Grado Medio de Técnico Auxiliar de Geriatría y Dependencia? ¿Siempre te gustaron las personas mayores?

      El canario, que se avergonzaba un poco de lo que iba a decirle, le dio un pequeño trago a su refresco y continuó.

      —Yo quería estudiar Medicina y la nota me dio, pero por desgracia, mi familia no podía permitirse pagarme la carrera y por eso elegí un módulo.

      La carrera… Los padres de Antía le habían dicho que, llegado el momento, podría elegir la Universidad que prefiriese del mundo, que no se limitara a pensar en Madrid, que fuese más ambiciosa.

      —Mi intención es acabar el módulo, empezar a trabajar y con el dinero que gane ir matriculándome en unas cuantas asignaturas cada año.

      Valiente. Serio. Decidido. Una actitud como la suya le hacía darse cuenta de la suerte que tenía.

      —¿Y tú? ¿Qué vas a estudiar cuando termines?

      Antía, que estaba sorbiendo su refresco con una pajita, puso los ojos en blanco y frunció el ceño.

      —Periodismo —contestó como si fuese muy evidente.

      Sus manos buscándose encima de la mesa y el sol de Madrid llenándolos de luz…

      —Te pega —bromeó el chico—. Te gusta hacer muchas preguntas.

      La joven, coqueta, le sacó la lengua.

      —¿Y te puedo preguntar algo más? —perseveró la joven picaruela, y él, divertido, asintió—. ¿En qué momento de la cita tienes pensando besarme?

      VEINTE

      El hambre es un animal herido que aúlla por las noches. Remedios estaba tan desfallecida que a veces no podía dormir. Tenía la sensación de que sus jugos gástricos, ansiosos, habían corroído las paredes de su estómago y habían comenzado a devorarla.

      Le dolía el vientre, le pinchaba el abdomen. A veces estaba tan cansada, que casi no podía bajarse de la cama, subsistía con agua y algún trozo de pan, su aspecto frente al espejo empezaba a ser lamentable, había perdido el lustre que la caracterizaba, ella siempre había sido muy robusta, y menguaba por segundos.

      «¿Dónde estás, Ramiro? ¿Dónde estás?».

      El miedo, el hambre y la tristeza son malas compañeras: pueden acabar destruyéndote. Remedios lo sabía porque venían a visitarla a la destartalada cama de la pensión todas las noches desde que llegó a Santa Cruz de Tenerife.

      Manchas de humedad, humedad en las paredes y en el alma. Había llorado tanto que le había crecido musgo en las mejillas.

      «¿Dónde estás, Ramiro? ¿Dónde estás?».

      El dinero, el maldito dinero se estaba agotando. Tendría que elegir entre comer o dormir en la calle, apurar hasta la última moneda para tener lo suficiente hasta que diera con él.

      Ramiro, el dueño de su corazón y sus suspiros. ¿Qué le habría pasado? ¿Por qué no aparecía?

      Remedios había acudido puntualmente todas las mañanas a la dirección en la que su novio le había dicho que estaba trabajando. ¡Llegaba antes de que abrieran las oficinas y se marchaba al anochecer! No hacía pausas para comer ni para ir al baño. Permanecía alerta, vigilante, aguantaba obcecada intentando mantener la compostura ante la atenta mirada de los curiosos que se acumulaban por aquellos parajes.

      «La loca de la esquina», así la llamaban y así se estaba comportando.

      Seria, rígida, erguida, con el viento abofeteándole la cara y cubriendo sus lágrimas de sal.

      Horas pasando, días, semanas… y Remedios intrépida, aguantando la guardia que se había convertido en su único cometido.

      «Seguro que me escribió una carta indicándome su nueva dirección y yo no la he recibido», se lamentaba. «¡Pero después de lo que hice no puedo contactar con mis padres para preguntarles!».

      ¡Veinte días! Veinte días haciendo lo mismo sin ningún resultado. Veinte días en los que la mujer fue perdiendo la paciencia. ¡Y no sabía nada de él! El portero del edificio le había dicho que no le sonaba que hubiera ningún andaluz trabajando por las inmediaciones. ¡Y ella estaba enloqueciendo!

      «¿Dónde estás, Ramiro? ¿Dónde estás?».

      El dinero que había robado escaseaba y el dueño de la pensión se estaba poniendo nervioso.

      —¡Las semanas se pagan por adelantado! —le había recordado esa mañana—. Si el miércoles no tienes el dinero, tendrás que marcharte.

      Comer o dormir bajo techo, ese era el dilema.

      «Mañana aparecerá, mañana aparece… Seguro que Ramiro está buscándome».

      Vestidos sudados y medias caídas: la apariencia impoluta con la que Remedios había llegado a la isla iba destiñéndose como si fuera un pañuelo estampado que alguien hubiera dejado a la intemperie esperando que el sol lo consumiera por completo.

      —No me queda dinero —le confesó al hospedero el jueves por la noche, esperando que, tras un mes alojada en aquella pensión, aquel hombre sucio y amargado tuviera algún tipo de miramiento—. Solo le ruego que tenga un poco de paciencia. Le juro que cuando encuentre a mi novio le devolveré todo lo que le deba sin faltarle ni un centavo.

      El usurero, que había escuchado historias como aquellas más de una vez, escupió al suelo con socarronería y la miró con lascivia.

      —Te


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