Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre

Vagos y maleantes - Ismael Lozano Latorre


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¡Es usted un bendito!

      El hospedero, sintiendo las turgentes carnes de la mujer acercarse a su cuerpo, no pudo evitar salivar como una alimaña antes de pronunciar la siguiente frase.

      —¡No lo celebres tanto! —la avisó haciendo que ella se preocupara—. Te quedarás aquí, pero no será gratis, antes tendrás que hacer algo por mí.

      La mujer, desesperada, la miró con ojos llorosos.

      —Lo que sea, don Jacinto, lo que sea —le contestó sin ser consciente de lo que estaba proponiéndole hasta que aquel hombre sudoroso abrió su sucia bragueta.

      VEINTIUNO

      —Reconózcame que el patio tampoco está mal.

      Don Manuel, que intentaba agacharse el flequillo con saliva, miró hacia arriba y puso los ojos en blanco en señal de protesta.

      —He estado en sitios mejores —le contestó aburrido—. Y aquí no se puede fumar.

      Acoydan, empujando la silla de ruedas, buscó un rincón donde los rayos del sol se escapaban de los muros de hormigón. La fuente del centro estaba apagada y dos gorriones famélicos bebían del charco que se había formado en el fondo de la misma. Hacía frío. Debería haber cogido la rebeca del anciano y ponérsela antes de salir a pasear.

      —¿Le traigo una manta? —le ofreció solícito al octogenario, y don Manuel negó con la cabeza.

      —Preferiría una botella de ron.

      Un anciano de unos setenta años se acercó a ellos y saludó a don Manuel con su bastón. No intercambiaron palabras, solo sonidos, y Acoydan sonrió al darse cuenta de que la residencia no era muy diferente al patio de un instituto.

      —¿No tiene amigos aquí? —le preguntó, rompiendo la quietud del momento.

      Don Manuel, que estaba buscando en el bolsillo de su pantalón el paquete de tabaco, se encogió de hombros y negó con la cabeza, como si lo que acabara de preguntar fuera muy obvio.

      —¿Amigos? ¿Para qué? —le contestó.

      —No sé… —le respondió Acoydan confuso—. Los amigos son necesarios, te ayudan a distraerte y te apoyan cuando te sientes mal.

      El octogenario sonrió con tristeza, como si lo que acabara de decir el chico fuese una estupidez.

      —El mejor amigo que puedes tener en la vida eres tú mismo —le respondió con franqueza—. A ese es el que debes aprender a amar y respetar. Si lo consigues, jamás necesitarás a nadie más.

      El gerocultor, que se negaba a aceptar una filosofía tan deprimente, se encogió de hombros y volvió a preguntar.

      —¿Usted nunca tuvo un mejor amigo? —le interrogó desconcertado.

      El anciano, echando la vista atrás, sonrió con amargura.

      —No, en mi caso no fue amigo, sino amiga.

      Brillo en los ojos. Al hablar de ella, el rostro de don Manuel se dulcificó y se llenó de destellos.

      —¿Cómo se llamaba? —le preguntó Acoydan curioso.

      El octogenario, agarrando el reposabrazos de su silla de ruedas con las manos, miró al cielo como si la estuviera saludando.

      —Remedios —contestó—. Se llamaba Remedios, y gracias a ella estoy ahora aquí.

      El olor de la comida que la cocinera había preparado para el almuerzo llegando hasta el patio, uno de los gorriones que bebía agua en la fuente alzando el vuelo y el otro saliendo detrás de él. El anciano del bastón sentándose en un banco y mirando distraído un mensaje en su teléfono móvil.

      —¿Qué hizo su amiga por usted? —insistió el gerocultor sin saber que se estaba metiendo en recuerdos dolorosos.

      Don Manuel se encogió de hombros y sonrió con tristeza.

      —Dio su vida por mí —contestó, y Acoydan se dio cuenta de que no era momento de hacer más preguntas.

      VEINTIDÓS

      Doña Agustina era jueza en el Tribunal Superior de Justicia, tenía cuarenta y siete años y había llegado a lo más alto que se podía llegar en su profesión. Había roto las previsiones, sacado la cabeza por encima del techo de cristal y reventado las estadísticas. Su carrera profesional la había encumbrado, era famosa, íntegra y respetable, un ejemplo a seguir para futuras generaciones de mujeres que luchaban por la equidad, una heroína para todas menos para Antía, que solía criticarla.

      —¡Eres una esnob, mamá! —la acusaba cuando hacía algún comentario fuera de lo normal, y la señora, sin inmutarse, negaba con la cabeza.

      —Te equivocas, cariño, no lo soy, lo que ocurre es que, por desgracia, tengo más experiencia que la mayoría de las personas en hechos desagradables.

      Juzgar, estudiar y emitir veredictos, tanto en el juzgado como en su vida personal. Doña Agustina era una experta; sacaba sus propias conclusiones y las consideraba una verdad universal.

      La mujer, cuando debatían en familia, defendía que había tres tipos de individuos, los que ella clasificaba como A, B y C, siendo el mejor el A y el peor el C, y por políticamente incorrecto que pareciera, el pertenecer a uno u otro grupo dependía, exclusivamente, del estatus económico de la persona y de su nivel de estudios.

      —¿Estás diciendo que los pobres son más peligrosos que los ricos? —le preguntó su hija indignada una mañana, sin salir de su asombro.

      Doña Agustina, que estaba tomándose su tercera taza de té, levantó el dedo índice con suavidad y asintió con la cabeza.

      —No he dicho eso, cariño —aclaró—. Lo que estoy tratando de explicarte es que la gente con menos recursos económicos tiene más probabilidades de cometer ciertos tipos de delitos que los adinerados, porque tienen más motivaciones para hacerlo que la gente de estatus social alto.

      Antía, que era totalmente contraria a la filosofía que intentaban inculcarle sus padres, agachó la cabeza y se mordió el labio.

      —¡Eso es una estupidez! —protestó—. No se puede generalizar, y menos en algo así. ¿Estás diciendo que los ricos son mejores personas?

      La mujer, que acababa de darle el último sorbo a su infusión, dejó la taza sobre la mesa sin inmutarse.

      —No estoy diciendo eso, solamente que, puestos a elegir un grupo de amigos, si escoges gente de nuestro entorno, puedes evitar verte envuelta en situaciones desagradables.

      Antía, que no podía creer lo que estaba oyendo, se levantó de la mesa y puso los brazos en jarra.

      —¡¿Todo esto es por mis amigos?! —explotó fuera de sí—. ¿En serio?

      Doña Agustina, que sabía que cuando su hija estallaba no dejaba títere con cabeza, decidió recular para que el sábado no se tiñera de tragedia.

      —No cariño, no hablo de nadie en particular —le respondió intentando sonar sincera—. Solo estábamos comentando las noticias.

      Antía, que sabía cuándo su madre mentía, resopló e intentó tranquilizarse.

      —Es mi vida, mamá… ¿Comprendes? Sé que no te gusta Esmeralda y el resto de mis amigos, ¡pero eso no es asunto tuyo! A mis amigos los elijo yo, y te puedo asegurar que me caen mucho mejor que los presuntuosos del club de hípica.Hípica, ballet, piano… una larga serie de actividades extraescolares en las que su madre la había obligado a participar y en las que ella no había encajado. ¡Antía quería ser periodista! ¡Escritora! Y para eso debía pertenecer al mundo real, no a esa élite encorsetada de mamarrachos que hablaban sin mover los labios.

      —Estás renunciando a círculos a los que todo el mundo no tiene acceso y espero que algún día no tengas que arrepentirte de ello —le dijo su madre para terminar—. Me acusas de esnob por juzgar a tus amigos y lo único


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