Vagos y maleantes. Ismael Lozano Latorre
—le dijo Manuel desconcertado—, pero estás haciendo el gilipollas.
Acoydan agachó la cabeza y salió de la discoteca. Si seguía un segundo más allí se iba a quedar sin aire, se sentía estúpido y ridículo a la vez. Con los años debía haber aprendido cómo actuar en determinadas situaciones, pero él seguía sin lograrlo. En el ambiente nocturno siempre desentonaba, y eso lo hacía sentirse frustrado.
«Soy un cobarde… Un cobarde», repetía. «Antía es muy guapa, pero pensará que soy idiota… ¿Por qué me he comportado así?».
Hacía frío. Acoydan se abrochó la chaqueta y añoró por un segundo la brisa marina que soplaba en su tierra. Se sentía muy solo en Madrid, lejos del mar y de su familia.
Alcohol, tristeza, fracaso… Una pequeña lágrima se formó en su ojo y estuvo a punto de salir.
—¡Eh! ¡Tú! ¡Acoydan! —una voz gritaba su nombre y lo sacó de su ensimismamiento—. ¿De verdad te ibas a ir sin decirme adiós? ¿Qué modales son esos?
El chico se giró sin creerse lo que estaba viendo: Antía había salido de la discoteca a buscarlo y, al verlo, había echado a correr hacia él descalza, con los tacones en la mano.
—Perdona —se disculpó avergonzado, y ella le regaló una sonrisa.
—No pasa nada —le dijo la chica, que a la luz de las farolas era aún más guapa que en la oscuridad—, pero me has hecho correr y los pies me están matando.
Las mejillas de Acoydan sonrojadas y las palmas de sus manos llenas de sudor…
—Perdóname por no despedirme y por haberme comportado como un gilipollas esta noche —insistió, sin ser capaz de mirarla.
Antía, que en esos momentos había vuelto a calzarse, se subió el tirante del vestido y sonrió.
—A mí no me has parecido un gilipollas —le contestó.
Timidez, eso era lo que reflejaban sus ojos castaños.
—No suelo salir mucho de noche… Y no me gustan las discotecas —confesó—. Me pongo tenso… Hoy he salido por Manuel y parece que no ha sido buena idea.
Antía, que cada vez que Acoydan hablaba lo veía más adorable, no pudo evitar acercarse un poco más.
—¿Y qué te gusta hacer? —le preguntó.
El chico, más cómodo, levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.
—Lo normal: pasear, leer, ir al cine…
Ella, coqueta, se mordió el labio y se ruborizó como si se avergonzara de lo que iba a decir.
—A mí me gusta escribir, quiero ser escritora.
—¿En serio? —le preguntó Acoydan como si le resultara impresionante—. Me gustaría leer algo tuyo, si me dejas.
Sonrisa tímida, los ojos azules de Antía mirándolo con una ternura con la que no lo había mirado en toda la noche…
—Te dejaré leer alguno de mis relatos, si me invitas al cine —le propuso, y Acoydan no pudo decir que no.
DIECIOCHO
—¡No me lleves al patio! —le pidió don Manuel alzando la voz más de la cuenta.
Acoydan, que estaba empujando su silla de ruedas, frenó en seco y lo miró con extrañeza.
—¿Por qué? —le preguntó desconfiado—. Ha salido el sol después de tres días de lluvia, todos sus compañeros están fuera, debería aprovechar el buen tiempo y socializar un poco, hablar con ellos. ¡No puede pasarse el día encerrado en la habitación!
Don Manuel, que estaba recién aseado, asintió.
—¡Por eso mismo! —le respondió gruñón—. No quiero ir al patio porque solo hay viejos. ¡No me siento cómodo con ellos! Solo hablan de enfermedades, médicos y estupideces.
Acoydan, desconcertado, se encogió de hombros sin saber qué contestarle.
—¿Entonces? —le preguntó—. ¿Dónde quiere que vayamos?
El octogenario, con mirada pícara, hizo un gesto con el cuello en otra dirección.
—Llévame a la entrada de personal —le pidió—. Allí también da el sol y podré echarme un pitillo hablando con gente joven.
Acoydan, que le aterraba la jefa de gerocultores, palideció.
—¡Don Manuel, sabe que eso está prohibido! —protestó, y el anciano soltó una carcajada.
—Mira que eres aburrido… ¡Vamos! —le pidió mientras giraba con agilidad la silla de ruedas en dirección opuesta—. ¡No te quedes ahí y sígueme, que pareces un pasmarote!
Estar fuera de la residencia le cambiaba la cara, esa funesta sombra que siempre lo perseguía, se evaporaba. Don Manuel sonreía como no lo había visto sonreír hasta entonces, con sonrisa amplia, sincera, llena de confianza.
El anciano estaba guapo, parecía más joven que en días anteriores, afeitarle la barba lo hacía rejuvenecer. Acoydan se había esmerado en el aseo y había conseguido aplastarle hasta sus rebeldes cabellos.
—Parezco un donjuán —bromeó el octogenario al mirarse en el espejo—. Casi podría ligarme a un chico como tú.
Era una mañana soleada. La lluvia había cesado y el paraje que los rodeaba brillaba con esplendor. Flores salvajes, amarillas, decoraban el césped, y el anciano, pletórico, infló sus pulmones de oxígeno antes de darle la primera calada al cigarro.
—Esto es vida —comentó don Manuel, que se sentía como un pájaro al que acabaran de sacar de su jaula.
El gerocultor, nervioso, se acercó a él sin dejar de vigilar la puerta por si llegaba alguien.
—¿No le gusta la residencia? —le preguntó extrañado.
El usuario, que contemplaba la forma que adoptaban las nubes, se rio como si el chico le hubiera preguntado una tontería.
—Eres canario como yo —le contestó con nostalgia—. ¿Te sentirías cómodo encerrado en un edificio de hormigón?
Acoydan, que seguía sin relajarse por estar incumpliendo las normas, negó con la cabeza.
—No —confesó sincero—. Yo prefiero estar cerca del mar. En cuanto tenga ocasión, volveré a las islas.
El anciano, melancólico, lanzó un suspiro y miró al horizonte como si sus ojos pudieran ver más allá y trasladarlo al lugar donde se encontraban sus recuerdos más felices.
—A mí ya no me queda tiempo para volver —comentó apenado—. Y si regreso algún día, dudo mucho que mi memoria me permita reconocer la tierra donde crecí.
Alzhéimer, alzhéimer… Esa odiosa enfermedad que estaba acabando con su esencia, con su ser.
—¿Por qué se fue de las islas? —le preguntó el chico, sin darse cuenta de que rompía así la barrera impersonal que se había creado entre ellos desde el principio.
El anciano, que sostenía el cigarro entre los labios, agachó la mirada como si le hubiera recordado algo doloroso.
—Me vine buscando trabajo, porque allí no encontraba. Las cosas se pusieron difíciles. Malvendí la casa de mis padres, las tierras y dejé atrás los mejores recuerdos.
Acoydan, que instintivamente le había apoyado la mano en el hombro, frunció el ceño y lo animó a seguir hablando.
—El amor… —continuó el anciano—. El amor es capaz de mover montañas y de separar a un marinero del mar. Cuando me fui de Lanzarote, pensé estúpidamente que aquí tendría más posibilidades de encontrarlo de nuevo.
Sus ojos oscuros se tiñeron de nostalgia y su sonrisa se cubrió de sal.