La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez
De allí su silenciamiento, invisibilidad y ocultamiento (2013, pp. 31-108).
El investigador francés Daniel Pécaut (2001) plantea una hipótesis similar. Al preguntarse por qué en sus momentos más críticos el envilecimiento de la confrontación armada no generó una mayor reacción y movilización civil ante las crueldades de la guerra, este autor plantea la tesis de la “dislocación de la opinión pública” (2001, pp. 223-225), que apunta a un doble movimiento: por una parte, al efecto de rutinización de las acciones asociadas al horror y el dolor –la banalización de la violencia–, percibidas como algo habitual, y ante las cuales la indignación ciudadana tomó relevancia solo cuando la atrocidad adquirió dimensiones desmesuradas, como en el caso de las destrucciones de poblaciones y los secuestros masivos de civiles, o cuando el horror alcanzó un rasgo simbólico mayor, como en el caso de los asesinatos contra “personalidades” de la vida pública nacional (2001, pp. 227-256); y por otra, a la dificultad de articular unos relatos colectivos de nación, que se han sustituido por una narración discontinua y fragmentada de microrrelatos que coexisten como la historia de cada quien: familias, grupos y sujetos que suelen llorar privadamente a sus muertos y hacen de sus duelos un asunto asilado en sus entornos domésticos, alimentando con esto ese acumulado de rabias, dolores y tragedias que no alcanzan a tener una visibilidad en la esfera pública de trascendencia nacional (Uribe, 2003, pp. 9-25).
Que la atrocidad de la guerra no hubiese sido lo suficientemente advertida la opinión pública nacional, ya sea por la baja intensidad en el ejercicio localizado del terror (Pécaut, 2001; Lair, 2003), o por la excesiva rutinización de la violencia contra poblaciones vulnerables y periféricas a los principales centros urbanos (Lair, 2000; GMH, 2013), no significa que esta hubiese estado exenta de un “sistema de representación” (Didi-Huberman, 2004; Mitchell, 2009) o, si se prefiere, de unos “marcos de interpretación” (Butler, 2010) desde –y con– los cuales hemos estructurado nuestras visiones, relatos y explicaciones en torno a las vidas que ha valido la pena llorar, los acontecimientos que han merecido nuestra atención, o los horrores ante los que decidimos pasar de largo. Ensayar una respuesta ingenua a esta ausencia de inteligibilidad del horror –la barbarie que no vimos– podría remitirnos a una explicación temprana: no la vimos –la barbarie– por la falta de su representación o, lo que es igual, por la carencia de una relación causal entre la imagen y la política, entre ver y actuar. Una causalidad que se desprende de una añeja creencia que señala que si nosotros hubiéramos presenciado, digamos, el genocidio armenio, los gulag soviéticos, la gran hambruna china –sin mencionar el Holocausto–, a través de las imágenes in situ de los reporteros o de los relatos de la prensa, entonces el curso de la historia hubiese podido ser distinto; sin embargo, dicha creencia olvida, como advierte David Campbell (2002, p. 160), que los genocidios en Bosnia y Ruanda fueron cometidos con saña, a la vista de la comunidad internacional, en presencia del mundo entero, en medio de un flujo de imágenes continuas. Ese por qué no vimos la barbarie problematiza, más bien, la existencia –la frágil existencia– del régimen de visibilidad mediante el cual hemos dado inteligibilidad a la atrocidad, con el cual hemos alentado esferas públicas de deliberación y desde el que hemos promovido nuestras respuestas éticas frente a los horrores de la guerra. Situación que, por cierto, plantea una paradoja: la de una guerra que estando tan cerca, porque fue librada en la misma geografía nacional, a la vez haya podido estar tan distante en los dispositivos de representación de su horror y, sobre todo, en el compromiso moral con las víctimas de esta. Decir que “no vimos” la barbarie es afirmar nuestra distancia, a pesar de su proximidad.
De esto trata este libro. Interesa problematizar el rol de la imagen, concretamente la imagen fotográfica, en el conflicto armado en Colombia; de ahí la alusión, en el párrafo anterior, a los “ojos” como una metáfora de visibilidad y distancia. ¿De qué manera la fotografía de prensa ha dado inteligibilidad a la atrocidad y el sufrimiento, alentando esferas públicas de deliberación y promoviendo implicaciones éticas y morales sobre los horrores de la guerra en Colombia?
Para dar cuenta de este interrogante, este trabajo está delimitado por los siguientes aspectos: primero, la materia de estudio es la imagen fotográfica de tipo periodístico o documental. Segundo, es la fotografía mediatizada por una tecnología de información y comunicación, como lo es la prensa, que cumple un rol importante en encuadrar el debate sobre qué es apropiado ver, o dejar de ver, en la esfera pública; se trata, por tanto, de una imagen que hace parte de un sistema de producción noticiosa que la regula, la contiene y la dota de significación. Tercero, no es una imagen cualquiera; son fotografías con las que periódicos nacionales y regionales y algunas revistas de actualidad noticiosa mostraron el conflicto armado interno colombiano, sus modalidades, atrocidades, vicisitudes, cuerpos, sujetos, territorios y memorias, y, por esa vía, contribuyeron a la configuración de un régimen de visibilidad del dolor, la rabia, la solidaridad y la posibilidad de conocernos, re-conocernos o des-conocernos en este país. Y cuarto, las fotografías que interesan son, principalmente, las realizadas por reporteros gráficos durante las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, que corresponden a los años del mayor envilecimiento y degradación de la guerra en Colombia. Con una aclaración: el propósito de este texto no es analizar cómo informó y con qué imágenes lo hizo cada uno de los medios que aquí confluyen, ni tampoco elaborar un análisis comparativo de sus fotos, sino encontrar esas señales, singularidades, síntomas, encuadres, convenciones que están presentes o ausentes de dichas fotografías, en un ejercicio analítico que, siguiendo a Georges Didi-Huberman (2008, p. 26), implica ejercitar un “arte de equilibrista”, que consiste en transitar por el espacio intersticial de sus singularidades, movimientos e intermitencias.
El resultado de este interés es un trabajo que transcurre en dos apartados de cinco capítulos cada uno. En la “Parte 1” se problematiza el lugar de la imagen fotográfica en el marco de las continuidades, transformaciones y rupturas que se han producido en el campo visual de las sociedades modernas y en los procesos de mediatización de los horrores contemporáneos. Los capítulos que conforman este apartado traspasan las fronteras de la atrocidad en Colombia, puesto que se inscriben en una discusión conceptual no solo sobre la cobertura fotográfica de las guerras, sino también acerca de las consecuencias que tienen las imágenes para propiciar la actuación colectiva o el adormecimiento moral, de sus capacidades para alentar una acción política eficaz o para anestesiar las conciencias; aludimos a un debate que nos transporta a una larga tradición teórica relacionada con el lugar que ocupa lo visual y la llamada “cultura de masas” en el pensamiento crítico y con el modo en que la modernidad nos ha convertido en espectadores a distancia del sufrimiento ajeno.
Susan Sontag, una de las intelectuales más acuciosas en alertar sobre el dominio de las imágenes en las sociedades que vivimos, es nuestra guía en este trayecto. Acudir a Sontag permite situar los primeros cinco capítulos del libro en una vieja, pero siempre renovada disputa entre palabra e imagen, pensamiento y visión, narración y mirada, acción y distancia, que ha prevalecido en la cultura occidental y en la teoría crítica de la sociedad. Retomar sus planteamientos posibilita ofrecer algunas claves de interpretación para enfrentar el interrogante de por qué en este país no vimos la barbarie; y es también la oportunidad para entablar un diálogo crítico y fructífero con ella.
La “Parte 2” tiene la intención de regresar sobre algunos acontecimientos de la barbarie nacional, vistos a la luz del fotoperiodismo, con el fin de que estos ingresen de nuevo en el dominio público y, por esta vía, preguntarles por derechos, memorias, reclamos, lamentos, duelos, relaciones o huellas