La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez
sus puntos de vista más palpitantes que le merecieron un lugar privilegiado en la crítica. Revisarlos es dar cuenta de un debate que hoy tiene plena actualidad. Dialogar y controvertir con ellos es un deber de la memoria, por cuanto esto contribuye a explorar el conocimiento acumulado y ubicar teóricamente el problema de estudio de esta investigación. El primer litigio es su malestar con la convicción de que el realismo de la imagen fotográfica es suficiente para alentar nuestro repudio en contra de la guerra, con la creencia de que el registro documental de hechos de atrocidad y dolor exhorta a las personas a actuar en consecuencia, en fin, con la idea de que ver es sinónimo de saber. El segundo es su advertencia acerca de la domesticación de las imágenes audaces, dicientes, escasas, por cuenta de una época en que la demasía de lo visual se ha convertido en enemiga de nuestra capacidad de respuesta. El tercero es el reproche de Sontag a la ineptitud de la fotografía para hablar por sí misma, para proveer explicaciones, para llegar a ser narración, no solo conmoción. El cuarto es la refrendación que ella hace de un debate que la antecede, planteado, entre otros, por Walter Benjamin y Theodor Adorno: la tendencia estetizante de la representación, movilizada ya sea por el arte (Adorno) o por la fotografía (Benjamin), que conduce inevitablemente al medio a transformar la realidad en algo bello y, en consecuencia, a despolitizar el asunto representado por la pintura –la escultura, la instalación– o por la cámara. Y el último es su cuestionamiento al efecto de despersonalización que produce la fotografía, como resultado de la contemplación de calamidades ajenas, lo que por cierto instala a Sontag en una discusión de más largo aliento sobre las consecuencias de la modernidad en la transformación de la conciencia moral de unos ciudadanos –los modernos–, convertidos en espectadores que contemplan el horror de la guerra a distancia y sin correr riesgos.
Tomar a Susan Sontag como hilo conductor para abordar la imagen fotográfica en acontecimientos que, como las guerras, nos enfrentan a la experiencia del sufrimiento, la vulnerabilidad de la vida y al deber de la memoria sobre eventos de ignominia que procuran resarcirse es importante, porque además ayuda a aclimatar el interrogante de por qué no vimos la barbarie o, en todo caso, a reformularlo con el fin de indagar con qué ojos fuimos testigos de la atrocidad. Afirmar, para el caso de Colombia, que no vimos la barbarie, ¿es plantear acaso, como Sontag lo hizo, que cuando una guerra parece inevitable los ciudadanos responden menos a sus horrores?; ¿o es quizá señalar, como ella advirtió, que no vimos la tragedia debido a su exceso de representación, a que no hubo una iconografía justa y correcta de la crueldad?; ¿o es tal vez inquirir que, en Colombia, el horror de la guerra nos paralizó hasta el punto de convertirnos en espectadores a distancia del dolor ajeno? A partir de las cinco controversias que Sontag sostuvo con la fotografía, el lector encontrará algunas claves de interpretación para dar cuenta de estas inquietudes, aunque no siempre en la ruta de las respuestas esperadas.
Bajo el paraguas de Sontag, la idea es internarnos en un campo de temas y preocupaciones que algunos analistas han denominado mediante el género de “fotografías de la agonía” (Berger, 2005), “fotografía de atrocidades” (Sontag, 2003; Linfield, 2010; Azoulay, 2012; Prosser, 2012), “fotoperiodismo de horrores” (Taylor, 1998), “fotografía de sufrimientos” (Kleinman y Kleinman, 1996), o simplemente “fotoperiodismo de guerra” (Zelizer, 1998; Chouliaraki, 2013). Temas y preocupaciones que también nos instalan en la tipología de guerras que Sontag abordó. En el intervalo que separa Sobre la fotografía (publicado en inglés en 1977) y Ante el dolor de los demás (2003), es posible vislumbrar una reflexión tanto de las transformaciones visuales y mediáticas de la guerra, como de las mutaciones más profundas en la naturaleza de los conflictos armados contemporáneos. En ambos libros, el lector se sitúa ante confrontaciones bélicas libradas en nombre de la defensa del Estado nación, o frente a conflictos entre enemigos plenamente declarados –capitalismo vs. comunismo–, que fue el legado de las guerras totales que pervivió hasta el fin de la Guerra Fría. Al mismo tiempo, en sus páginas se dibujan nuevas guerras: aquellas que se emprenden en nombre del humanitarismo, la seguridad global y la democracia liberal, cuyas dinámicas de diferenciación con los conflictos bélicos clásicos, su dependencia tecnológica y su marcado énfasis en la imagen, el espectáculo y la representación mediática han llamado la atención de no pocos analistas e intelectuales, Sontag entre ellos.
Los capítulos que a continuación siguen tienen el interés de dialogar con el “caso” colombiano; no obstante, nuestro propósito en esta primera parte del trabajo es salirnos del “marco” nacional, con la esperanza, luego, de regresar.
1. Realismo. Ojos que ven la atrocidads
¿Cómo podemos mostrarles el Napalm en acción? ¿Y cómo podemos mostrarles el daño causado por el Napalm? Si les mostramos fotos del daño causado por el Napalm cerrarán los ojos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos, luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos. Si les mostramos una persona herida con quemaduras del Napalm, herimos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos sentirán como si hubiéramos probado el Napalm sobre ustedes, a sus expensas. Solo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el Napalm
Harun Farocki, del documental Fuego inextinguible
En Sobre la fotografía, Susan Sontag dibuja su primer malestar con el realismo de la imagen fija, con la idea de que la fotografía puede acortar la distancia con la realidad, al ponerla a nuestro alcance, al hacer de lo real un acto de no intervención por cuenta del registro fiel e inmediato de los hechos. Es un malestar que viene desde lejos. Como se sabe, la tecnología de la fotografía nació en un siglo, el XIX, en el que el mandato del realismo y el naturalismo en las ciencias y las artes comenzó a imperar como ruta privilegiada para acceder a la “verdad” a través del frenesí de lo visible, de aquello que pudiera ser comprobado mediante la observación empírica (Freedberg, 1992; Burke, 2001; Jay, 2007). La cámara fotográfica respondió a este mandato, al sueño de que una invención tecnológica condujera a una verosimilitud mayor del mundo, debido a su habilidad para “registrar un instante de la realidad tal como realmente sucedió”, de ser un “espejo” de la naturaleza (Jay, 2007, p. 101) y de ponerla “al alcance de cualquier ser humano” (Carey, 2009, p. 36). Desde temprano, esta se ofreció como un medio conveniente, económico y de fácil acceso, que las personas podían usar para participar en la ampliación de los campos visual y civil de la sociedad (Azoulay, 2008, pp. 85-93), para alimentar la complacencia por lo verdadero; lo que, por cierto, también despertó la prematura desconfianza de los críticos que, como el poeta Charles Baudelaire, veía en la obsesión por lo “real” de la fotografía el emblema de la decadencia estética, de la corrupción de la belleza, la sospecha de que, a diferencia del arte, esta estuviera al alcance de cualquiera, de gente ordinaria que además podía desplazar su posición: a veces ser el fotógrafo, otras veces lo fotografiado, en el marco de una movilidad igualadora que no estaba permitida en el arte, en donde no cualquiera podía llegar a ser pintor, escritor o poeta (Berman, 1988, pp. 129-173).
A su manera, Sontag se inscribe en esta indisposición. Por eso su molestia alude a una tensión mayor que ella encuentra en la naturaleza misma de la imagen fotográfica, en su capacidad para congelar un momento preciso de una acción: la de ser apariencia, pero a la vez ausencia; la de ofrecernos la realidad tal cual es, pero no su comprensión; la de mostrarnos una imagen del mundo, pero sin una narración