La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez


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tiene el analista-testigo de volver a mirar, de dejarse tocar por eventos que, en un principio, él y otros como él, pasaron de largo, con el fin de que estos reingresen en la esfera pública y sean objeto de reflexión y debate.

      Hablamos de una condición retroactiva que implica volver sobre imágenes de atrocidad, con el fin de preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron, en un ejercicio en el que el pasado reciente y el presente se conjugan para brindar una aproximación, ojalá crítica y renovada, a los desastres humanos que en su momento no supimos, no quisimos, o no pudimos enfrentar (Lara, 2009). Un ejercicio al que Hannah Arendt llama “dominar el pasado”, y que se refiere, no al hecho de que el pasado no se repita en el presente, sino a la posibilidad de interrogar cómo fue posible que cosas como estas –los horrores de la guerra– sucedieran y de retornar a la memoria de lo que allí ocurrió, por medio de historias bien narradas (Arendt, 1990, p. 31). Solo que aquí no se trata de regresar a lo sucedido a través de las narrativas propiciadas por la literatura, el arte, la poesía o el testimonio verbal a las que aludía Arendt, sino mediante fotografías periodísticas, imágenes documentales que, como los relatos, también pueden producir sentido, revelar asuntos importantes de la vida moral de una sociedad y ayudar a construir una mirada crítica respecto a lo que nos ha ocurrido como sociedad.

      En los estudios sobre el conflicto armado y la memoria de este país, el deber de recordar, el compromiso de debatir y la necesidad de otorgarle legibilidad a aquello que nos duele, a lo que no supimos ver o no quisimos ver, a lo que hoy intentamos superar –la guerra– implica también hacerlo a través de las imágenes. No obstante, es preciso reconocer el débil interés que aún muestra la teoría social en Colombia por los dispositivos de la imagen,2 sobre todo si estos están en cabeza del periodismo o los medios de comunicación, ámbitos frente a los cuales sigue existiendo un “mal de ojo” intelectual (Martín-Barbero, 1996), que asume que toda crítica de la imagen mediatizada consiste en hacer evidente la manipulación, la sospecha y el engaño; que señala que cualquier aproximación a lo visual-masivo como medio para dar testimonio de los eventos terribles de la guerra puede terminar en una fascinación imbécil; o que juzga que el horror solo puede ser abordado desde del dogma de lo indecible, lo irrepresentable, lo inimaginable.

      Como dice Andreas Huyssen, “el terror, la degradación, la desubjetivación y la destrucción de lo humano pueden y deben ser imaginados, pueden y deben ser dichos, pueden y deben ser representados en imágenes y en palabras” (2009, p. 20). A esto apunta el epígrafe arriba mencionado a propósito del mito de la Medusa, en el que Perseo logra vencer al monstruo sin mirarlo a los ojos, viéndolo a través de su reflejo en el escudo que portaba. Agrega Siegfried Kracauer:

      Quizás el mayor logro de Perseo no fuera cortar la cabeza de la Medusa sino superar sus miedos y mirar su reflejo en el escudo. ¿Y no fue precisamente esa proeza lo que le permitió decapitar al monstruo? (1989, p. 374).

      Este libro es el resultado de un largo viaje que culminó con mi tesis doctoral.3 En él confluyen múltiples voces y variadas escuchas. Agradezco muy especialmente a mi director de tesis, el maestro Jesús Martín-Barbero, de quien he aprendido en todos estos años a mirar por los lugares del “entre” y a reconocer la fuerza del prefijo “re”. Espero que estas páginas contengan la fuerza y la generosidad de sus enseñanzas.

      Quiero agradecer también a mis profesores del doctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional, Oscar Almario, Jorge Márquez y Álvaro Andrés Villegas, porque en sus cursos –y con sus lecturas– se cotejaron ideas precedentes y surgieron otras nuevas. Algunos de mis amigos y colegas me concedieron momentos de su tiempo para hablarles de mi trabajo, y de vuelta recibir algunas de sus sugerencias: Catalina Montoya Londoño, Camilo Tamayo Gómez y Daniel Hermelín Bravo están entre ellos. A la Universidad EAFIT le agradezco la paciencia, el apoyo y el tiempo que me otorgó para cumplir con mis deberes de investigación y escritura. A Julián Gutiérrez Ramírez le debo mi gratitud por el trabajo de recopilación de las imágenes, una tarea de archivo que llevó a cabo con criterio y eficiencia. A Myriam, quien fue lectora atenta de este trabajo, mis gracias infinitas, además de mi cariño. A Manuela y Camila, mis hijas, porque sus voces me alentaron a no desfallecer ante las escenas de dolor y de tristeza que conforman este trabajo. A ellas, estas palabras de mi afecto.

      ¡Oh sufrimiento terrible de ver para los hombres!

      ¡El más terrible de los que he conocido! ¿Qué locura te dominó, infeliz?

      ¿Qué divinidad se lanzó de un salto mayor que los más largos sobre tu triste destino? ¡Ay!, ¡ay!, ¡desgraciado!

      Quisiera hacerte muchas preguntas, saber y rever tantas cosas, pero ni

      siquiera puedo mírarte, ¡tanto horror me produces!

      Sófocles, Edipo Rey

      En 1977, Susan Sontag publicó Sobre la fotografía, un libro conformado por seis ensayos que inicialmente fueron escritos para el New York Review of Books, entre 1973 y 1976. En sus páginas, Sontag propone una reflexión caracterizada por la sospecha y la ambivalencia hacia la imagen fotográfica, a la que considera un medio poderoso para agitar emociones, pero débil para transformar la indignación moral de los espectadores en una acción política eficaz. El ensayo que da apertura al libro –“En la caverna de Platón”– contiene la célebre declaración con la que Sontag rememora su “primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo” (1996, p. 29), esa “epifanía negativa” que en julio de 1945, a la edad de doce años, la condujo a descubrir, en una liberaría de Santa Mónica, California, una serie de escenas que fueron captadas por los fotógrafos que acompañaron a los ejércitos Aliados durante la liberación de los campos de concentración nazis de Bergen-Belsen y Dachau, y que la escritora describe con estas palabras:

      Nada de lo que he visto –en fotografía o en la vida real– me afectó jamás de un modo tan agudo, profundo, instantáneo. En efecto, me parece posible dividir mi vida en dos partes, antes de ver esas fotografías (yo tenía doce años) y después, si bien transcurrieron algunos años antes de que comprendiera cabalmente de qué trataban. ¿Qué merito había en verlas? Eran meras fotografías: de un acontecimiento del que yo apenas sabía nada y que no podía afectarme, de un sufrimiento que casi no podía imaginar y que no podía remediar. Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no solo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a atiesarse; algo murió; algo gime todavía (1996, p. 29).

      Este pasaje es ciertamente conmovedor. Es un relato que expresa, como bien afirma el filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman, una “apertura al saber por medio de un momento de ver” (2004, p. 129). Allí, Sontag alude a una época de cuando las imágenes de la atrocidad reproducidas por medios tecnológicos eran jóvenes: estas apenas iniciaban el largo camino que con los años las instalaría como parte integral de la memoria visual de Occidente, primero como testimonios que denunciaban la barbarie cometida por los nazis; luego, como símbolos del Holocausto, y más tarde, como iconos de la inhumanidad (Zelizer, 1998). Son fotografías que se convirtieron “en el símbolo de algo que hasta ese momento había sido desconocido e inimaginable”, en escenas que “han dado forma a nuestra visión de las atrocidades del presente” (Brink, 2000, p. 135). Desde entonces, señala Cornelia Brink, hemos vuelto a tropezar con la estética documental del Holocausto4 cada vez que en otras guerras y en otros lugares nos encontramos con representaciones visuales de cuerpos frágiles y alambres de púas, restos de personas sin vida apilados en fosas comunes,


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