La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez
el leitmotiv de la crueldad contemporánea (2000, pp. 136-138).
¿Qué merito había en ver esas y otras fotografías de atrocidades? A Sontag le preocupaba la capacidad de las imágenes para alentar la conciencia política sobre la guerra y motivar una respuesta ética ante sus horrores, situación que la ha convertido en un referente ineludible en los estudios de la representación visual, concretamente de la imagen fotográfica. Son escasos los trabajos acerca de las relaciones entre fotografía, pensamiento, ética y emoción que no mencionen alguno de sus libros sobre el tema: Sobre la fotografía (1977) y Ante el dolor de los demás (2003). Ambas publicaciones ofrecen el legado de una pensadora valiente y apasionada, que tuvo el mérito no solo de plantear preguntas difíciles, sostener puntos de vista radicales y asumir posiciones contradictorias respecto al rol de la imagen en las sociedades contemporáneas, sino también de ofrecer respuestas paradójicas que aún conservan toda su carga (McRobbie, 1991; Linfield, 2010; Parsons, 2009). Formada en literatura, filosofía e historia antigua, Sontag se inscribe en una crítica de larga duración a la fotografía que, si bien es antecedida en el tiempo por una serie de intelectuales que delinearon su camino –Walter Benjamin, Bertold Brecht, Siegfried Kracauer, entre otros–, ella se encargó de renovar y, sobre todo, de perfilar hacia las relaciones de la fotografía con la atrocidad y el dolor.
Si, como Sontag afirma, “las fotografías causan impacto porque muestran algo novedoso” (1996, p. 29), ¿qué sucede luego de que ha pasado la novedad, después del primer encuentro del espectador con la imagen lacerante, indignante, que hiere? Su generación, “la gente nacida en alrededor de 1930 fue la primera para la que la fotografía [se constituyó] en un modo privilegiado de conocimiento de un hecho público, universal, atroz” (Sarlo, 2003, p. 7). Fotografías de tropas rebosantes, bucólicos paisajes, o de huellas en los cuerpos y los territorios, producidas por guerras y violencias, ya existían desde antes. En la memoria visual moderna figuran, por ejemplo, los retratos posados de la vida de las tropas detrás del frente de batalla durante la guerra de Crimea (1853-1856), realizados por el fotógrafo inglés Roger Fenton5 (Kunczik, 1992; Stauber, 2013); o las fotografías de Mathew Brady, Alexander Gardner y Timothy O’Sullivan sobre los horrores de los campos de batalla durante la guerra civil estadounidense (1861-1865); o aquellas fotos de seres humanos castigados y mutilados, captadas por misioneros y difundidas por movimientos humanitarios de los primeros años del siglo XX que buscaban denunciar los crímenes cometidos por el rey Leopoldo en el Congo Belga6 (Twomey, 2012), por citar algunos casos. No obstante, las imágenes de la liberación de los campos de concentración nazis fueron las primeras fotografías que recorrieron el mundo como testimonio acusador de los vencidos, como reclamo moral contra la guerra y como “iconos seculares” de la atrocidad (Brink, 2000), incorporándose con esto a un cambio más profundo que comenzaría a gestarse en la memoria visual de las guerras: de celebrarse como hazañas, estas pasaron a ser representadas como géneros de sufrimiento, fragilidad y crisis de la humanidad (Chouliaraki, 2013). Eran los tiempos en los que todavía se creía que la fotografía era “el método más transparente, más directo, de acceder a lo real” (Berger, 2005, p. 68), y que la cámara era ese “testigo” irrefutable, al servicio de la verdad (Zelizer, 1998).
Pero la de Sontag fue también una de las generaciones que llevó al límite el desencanto con el poder testimonial, realista, de la fotografía. Ella, como otros intelectuales contemporáneos –Barthes, Berger y Sekula, entre otros–, fueron influenciados por los primeros críticos modernistas, que si bien veían en la fotografía un invento liberador y revolucionario que había contribuido a la expansión del campo visual de la vida urbana (Simmel, 1986) y, en palabras de Walter Benjamin, al aplastamiento de la tradición y la desacralización del mundo, sospechaban también de las consecuencias que este efecto democratizador tendría para la autenticidad del arte y para la calidad de los vínculos sociales, debido a la desconcentración y la superficialidad que la fotografía propiciaba; o en todo caso, veían con desconfianza la habilidad de las técnicas de reproducción mecánica para embellecer –estetizar– la violencia totalitaria y movilizar a las masas en torno a los proyectos fascistas de entonces7 (Benjamin, 2009). La suya fue una generación que se hizo adulta en una década, la de los años sesenta del siglo anterior, en la que la credibilidad profesada de los primeros tiempos hacia el efecto de verdad de las máquinas de representación de la realidad, dio paso a la sospecha antivisual, por cuenta de la intensificación, la sofisticación y el poderío del “nuevo” imperio tecnológico de la mirada, asociado esta vez a la vigilancia, el narcisismo, el espectáculo o el simulacro (Jay, 2007; Crary, 2008); en otras palabras, al lamento por el impacto corrosivo de las imágenes en la vida pública.
No es que Sontag hubiera inaugurado una época inédita, caracterizada por la sospecha y la desconfianza hacia la imagen fotográfica, pero sí hizo mucho por mantener vivo el escepticismo frente a los poderes de la imagen reproducida por medios técnicos; por situar estos poderes en el ámbito del pensamiento crítico; por reubicar la fotografía en el marco de las continuidades, transformaciones y rupturas que se han producido en el campo visual de las sociedades que vivimos, y por prestarles atención a los procesos de mediatización de las guerras contemporáneas. Su afirmación de que las imágenes “pasman” y “anestesian”; su malestar con la fotografía por no ser capaz de convertir la indignación moral en una acción política eficaz y, en fin, su denuncia de la pérdida de capacidad de la imagen fotográfica para incitar a la acción o promulgar la comprensión, hacen parte de un conjunto de reflexiones más complejas que preceden al propio pensamiento de Sontag, y con las cuales ella dialogó o discutió.
Por ejemplo, sus cavilaciones evocan las dudas fundacionales de los intelectuales modernistas de finales del siglo XIX y principios del XX respecto al efecto democratizador, pero, a la vez, degradante del arte y la cultura, ocasionados por las tecnologías de reproducción de la realidad como la fotografía, el cine y la prensa popular en las emergentes sociedades de masas (Carey, 2009; Linfield, 2010). Las reflexiones de Sontag también reviven los debates suscitados a partir del humanitarismo del siglo XVIII en torno al espectador moral que observa, de manera desinteresada y a través de algún medio tecnológico, el infortunio de sus semejantes, esto es, al modo en que la modernidad nos ha vuelto espectadores a distancia del sufrimiento ajeno (Halttunen, 1995; Ignatieff, 1999; Wilkinson, 2013). Igualmente, sus ideas navegan por las aguas de una vieja disputa entre palabra e imagen, pensamiento y visión, que ha prevalecido en la cultura occidental, no solo por cuenta de las religiones monoteístas y sus recelos ante el potencial ilusorio de las imágenes que exaltan falsos ídolos, sino por la propia desconfianza de un pensamiento antivisual que nos exhorta a sospechar de la visión como una forma de conocimiento válido para hacerse cargo del mundo (Mitchell, 2003; Didi-Huberman, 2004; Nancy, 2007; Huyssen, 2009; Otero, 2012).
Los capítulos que conforman esta “Parte 1” del libro apuntan en esa dirección. El lector encontrará