Disfrazado de novia. Carlos Schilling
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El novio secreto de Susanna Hoffs
Soy el novio secreto de Susanna Hoffs, tengo la edad que ella tuvo hace cinco años, y vivo a miles de kilómetros de su casa en Los Ángeles. No nos cruzamos nunca, no nos hablamos nunca, pero si Susanna Hoffs me conociera personalmente yo dejaría de ser su novio secreto y me convertiría en su novio oficial. La ventaja de nuestra relación a distancia es que podemos movernos con absoluta libertad sin sentir celos uno del otro. Ella se casó con un director de cine, tuvo hijos, cantó con The Bangles, cantó sola y volvió a cantar con The Bangles. Yo salí con varias mujeres, me casé, me separé, y no volví a casarme. Nos llevamos perfectamente bien en nuestros mundos paralelos. Sólo hay un problema: conozco a una mujer que se parece a Susanna Hoffs, la conozco desde la misma época en que conocí a Susanna Hoffs, se llama Verónica, la he besado, me he acostado con ella, nos hemos visto y nos hemos dejado de ver varias veces durante los últimos veinte años. Ahora tengo miedo de volver a verla. Aclaro que ahora no es hoy, ni mañana, ni la semana próxima, no es una fecha exacta en el almanaque, es el día inevitable en que Verónica tenga la misma edad que tiene Susanna Hoffs en este momento y sea tan hermosa como ella a los cincuenta años. ¿Cómo podría soportarlo? Imaginen la escena: un señor maduro, medio pelado, con lentes…, no, no, es mejor no imaginar nada, el futuro duele como si ya hubiera pasado. Escribo el nombre de Susanna Hoffs en el buscador de Youtube y veo aparecer distintas variantes de su cara en los cuadros de videos disponibles. Elijo el video oficial de Walk Like an Egyptian y veo a Susanna Hoffs tal como era en el año 1986, cuando sólo tenía 27 años: los ojos grandes pintados de negro, el pelo revuelto, un vestido corto con flecos y un brazalete dorado en el antebrazo derecho. La primera vez que vi ese video fue en un televisor exhibido en la vidriera de una casa de electrodomésticos. Caminaba por la peatonal y me llamó la atención la imagen de cuatro chicas que se movían en la pantalla. Como el televisor no emitía sonidos, lo que se veía era un baile mudo, una mímica, una especie de imitación forzada de una danza oriental. Si bien la canción estaba de moda y yo ya la había escuchado en la radio, no podía asociarla con ese video. Simplemente miraba un grupo de mujeres hermosas, tres mujeres hermosas (ahora sé sus nombres: Debbi Peterson, Vicki Peterson y Micki Steele) y una cuarta, la que más aparecía en cámara, que no sólo era hermosa, era hermosísima, era perfecta.
¿Cuánto influyó la imagen de Susanna Hoffs en Verónica y cuánto la imagen de Verónica en Susanna Hoffs? Quisiera formular la pregunta en el orden exacto. En aquella época, yo no estaba dispuesto a reconocer que me gustaba una banda como The Bangles. Me daba vergüenza: vergüenza pública y vergüenza íntima. Susanna Hoffs y Verónica vivían en planetas de distintos sistemas solares, no había nada que las uniese, ni siquiera la evidente similitud física. Cuando miraba a Susanna Hoffs no podía ver a Verónica y cuando miraba a Verónica no podía ver a Susanna Hoffs. Se negaban una a otra, se eclipsaban, y esa mutua negación, ese doble eclipse se expresaba en detalles ínfimos, por ejemplo: que Susanna Hoffs usara el pelo revuelto y Verónica el pelo lacio o que Verónica luciera un anillo en la mano izquierda y Susanna Hoffs se adornara con aros, collares, brazaletes y pulseras como una joyería ambulante. En el video de Walk Like an Egyptian, hay un momento en que la cámara se acerca a la cara de Susanna Hoffs y capta un movimiento de sus ojos, que van de un lado al otro fijados en un punto invisible. Es un gesto de película de suspenso. Significa: algo extraño está a punto de suceder. Pero en una canción que invita a bailar a las momias, esa mirada no trasmite miedo, sólo comunica la gracia de una chica que se burla de los misterios de las pirámides. Al final de lo que podría llamar la primera etapa de nuestra relación, cuando salíamos todos los días, Verónica empezó a hacer un gesto similar con los ojos, los movía de un lado a otro o los ponía en blanco, aunque era mucho más difícil detectar cuándo estaba exagerando sus sentimientos o cuándo estaba exponiéndolos sin palabras. Una noche fuimos a tomar algo a un bar de Nueva Córdoba, era un lugar caro y yo no tenía un peso o, mejor dicho, el peso que tenía me alcanzaba para pagar una cerveza y volverme a pie a casa. Me impuse un plan de urgencia económica: no pedí nada. Estamos en un bar, dijo Verónica, ¿por qué no tomás algo? No tengo sed, no tengo hambre, le contesté, tratando de no transmitirle por telepatía mi estado financiero, pedí vos. Y Verónica pidió: un lomito y una cerveza, pero cuando el mozo se estaba yendo con el pedido, ella volvió a llamarlo y corrigió: cerveza, no; whisky. Tuve una reacción espontánea: ¿Vas a tomar whisky con un lomito? No me contestó: hizo con los ojos el mismo gesto de Susanna Hoffs y siguió callada durante todo el tiempo que pasó comiendo el lomito y tomando el whisky. No bien lo terminó, pidió otro vaso. Una prueba de que siempre le he resultado más atractivo cuando está borracha es que a la mitad de ese segundo whisky, Verónica abandonó su silencio hostil y empezó a decirme que le encantaban mi cuello y mis brazos y un montón de cosas de mi cuerpo que no pueden ser encantadoras para nadie. Me besó en la boca un rato largo, me manoseó por debajo de la mesa, y me habló al oído: me rogó que le sacara la bombacha ahí mismo. No fue un ruego, fue una orden: disimulá, hacé que se te cayó algo, y sacame la bombacha. A mí no se me podía caer ni una moneda y quedé duro, duro, en todos los sentidos de la palabra. Verónica volvió a murmurarme algo imposible al oído y con la misma mano que me estaba manoseando por debajo de la mesa se sacó la bombacha y me la guardó en un bolsillo del pantalón. Fue un verdadero acto de magia. Cuando llegó la cuenta, otra vez vi el zigzag en sus ojos, aunque ahora el significado era distinto. Sos pavo, sos el más pavo del mundo, ¿cómo no me dijiste antes? Mirá, tengo una extensión de la tarjeta de mi viejo. Pedite algo, ¿sí?, pedite un lomito.
Aparte de Walk Like an Egyptian hay dos canciones más de The Bangles que se hicieron famosas: Manic Monday y Eternal Flame. A esta última no sé cuántas veces me obligaron a cantarla en distintas clases de inglés. Es un ejercicio práctico de un manual que utilizan todas las profesoras de Córdoba, pero que conmigo no ha dado ningún resultado positivo. Entiendo eso de Close your eyes and give me your hands y después ya no entiendo nada, la canción se vuelve una neblina sonora en la que apenas distingo una o dos palabras como heart o flame. Todo lo demás se pierde, incluso el sentimiento, porque me indigna no escuchar lo que cualquier estudiante de nivel inicial escucharía inmediatamente, y mientras más me indigno menos capaz soy de sentir lo que Susanna Hoffs declara sobre su músculo cardíaco o sobre la combustión de sus órganos internos. Me enojo, muevo la cabeza, gruño mi impotencia. Las profesoras tratan de ayudarme, pero es peor, su compasión me humilla, me hace pensar que soy un discapacitado, que sufro un bloqueo, una tara, una deficiencia psicológica o neurológica irreversible, y como la canción a ellas sí las emociona, las emociona muchísimo, aun cuando la hayan escuchado mil veces todavía las emociona, es imposible que las cosas que digo en mi contra atraviesen esa barrera de sensibilidad hiperactivada. En vez de contestarme, sí, sos un ladrillo, un cascote, no vas a aprender inglés ni por transfusión, me dicen que no sea tan ansioso, que es un proceso natural, práctica, práctica, y más práctica, y a veces, incluso, quizá motivadas por la misma canción, apoyan una de sus manos en mi hombro o en mi espalda como si quisieran transmitirme por contacto su confianza en el idioma. ¿Por qué siempre quise aprender inglés? No sé. Dicen que hay que empezar de niño y yo empecé de niño. Pero es como si no hubiera avanzado nada desde ese momento, porque sigo cometiendo la misma clase de errores básicos, como olvidarme de los auxiliares do o does cuando formulo una pregunta o no acertar nunca entre el futuro simple y el presente continuo. Verónica vivió seis meses en Australia, tres meses en la India y dos meses en Inglaterra. También vivió en Francia y en España, aunque en esos países la competencia en inglés resulta irrelevante. No fue a la Cultural Británica ni a Icaana, no hizo cursos acelerados en la Escuela de Lenguas, ni se compró casettes y diccionarios de expresiones usuales, lo aprendió en el secundario, entre la hora de Formación Cívica y la de Biología, y lo habla fluidamente como si para ella pronunciar palabras compuestas por una vocal y cuatro consonantes fuera tan simple como respirar. También en la primera etapa de nuestra relación, antes de que empezara a hacer gestos con los ojos, tuvimos la idea de viajar a Inglaterra. No llegó a ser un plan. No pasó de ese estado de conversación entusiasmada en la que quedan varados un altísimo porcentaje de proyectos románticos. Sin embargo, diez años después, cuando Verónica me contó que había vivido en Londres, no le pedí ningún