Disfrazado de novia. Carlos Schilling
única vez que perdió en su vida. Jugaba los fines de semana contra cualquiera que viniese a visitarnos: sus amigos, mis amigos o los amigos de mi madre. No le importaba que fueran hombres o mujeres, chicos o viejos, no hacía diferencia con ninguno de sus posibles rivales. El resultado más frecuente era siete a cero. Verdaderas matanzas deportivas. Ganaba por exterminación, por masacre, por apocalipsis. Pero todos querían seguir jugando contra él (todos salvo mi primo). Por más que las probabilidades de ganarle fueran nulas, le pedían revancha una y otra vez, y eso dice bastante de la actitud de mi padre. No era competitivo o no lo era de un modo convencional. Se negaba a reproducir a escala de una mesa de ping pong la comedia evolutiva de supervivencia del más apto: no festejaba los puntos, ni se burlaba de los adversarios, ignoraba las emociones de las personas contra las que jugaba, se mantenía concentrado, en silencio, moviéndose de manera fluida y pegándole con violencia a la pelota, sin dar ventaja ni regalarle rebotes a nadie, aunque se enfrentara a un discapacitado. Si había un jugador contra el que uno podía perder cien partidos consecutivos y no traumarse en el ciento uno era él. Lo sé por experiencia personal, por las diez mil veces que me ganó desde los cinco a los treinta años. No exagero la habilidad de mi padre. La prueba documental es un video aficionado subido a Youtube. Son tres minutos formidables. Me gustaría haber heredado el diez por ciento de esa habilidad. Pero si bien mi padre no pudo transmitirme genéticamente su talento, varias veces me encontré mirando con su misma pasión los campeonatos mundiales en Espn o las repeticiones de partidos legendarios. La diferencia es que para mí la forma en que le pegan los jugadores profesionales sólo se explica en términos sobrenaturales: magia, milagro, espiritismo deportivo. En cambio, él entendía la mecánica íntima de cada golpe y era capaz de imitarla tras unas pocas sesiones de entrenamiento.
Durante las vacaciones de verano, que siempre pasábamos en nuestra casa de Mayu Sumaj, aprovechaba para jugar varias horas todos los días, a veces desde la madrugada hasta el atardecer. Se levantaba antes de que saliera el sol y se ponía a armar la mesa de ping pong en la galería. Evitaba hacer ruido para no despertar a nadie: no se lavaba la cara, no tomaba agua, no desayunaba, ni siquiera encendía una linterna, aunque dos o tres veces mi sueño fue más liviano que sus infinitas precauciones y pude espiarlo mientras se movía como un fantasma en la oscuridad. Caminaba descalzo desde su dormitorio hasta la puerta doble la galería, protegida por una reja de hierro cerrada con candado, y conseguía abrir ambas cerraduras sin que emitieran ningún quejido metálico y sin que las llaves chocaran entre sí. Ya fuera de la casa, el contraste del calor de su piel con el frío de las sierras no alteraba esa cadencia de animación suspendida que guiaba sus acciones. Seguía conteniendo la respiración, midiendo cada paso, tan pendiente de todo que su cuerpo parecía generar una atmósfera de silencio lunar, más ligera que el aire terrestre, más pura y más simple. No daba la impresión de ser un sonámbulo sino de avanzar en el interior de un sueño, en el paisaje de una fantasía que él mismo había proyectado y que se materializaba ahí, en su casa de fin de semana, en el lugar que mejor conocía del mundo y que sin embargo en ese momento se volvía extraño, distinto, levemente encantado, la misma realidad pero traducida a otra dimensión. En esa especie de limbo personal, mi padre sacaba la mesa de la funda, la apoyaba contra el piso, y valiéndose de sus piernas y de sus brazos empujaba las dos tablas hasta que estas se desplegaban con un movimiento similar al de un pájaro enorme extendiendo las alas. Los soportes se abrían activados por un mecanismo oculto, y así la mesa quedaba sostenida sobre sus patas en medio de la galería. Por último, tensaba la red, la ajustaba de ambos lados, y se sentaba en una reposera hasta que varias horas después alguno de nosotros o de nuestros invitados se levantaba y salía a saludarlo.
—¿Jugamos?
No importa quién formulara la pregunta, la respuesta era invariable:
—Sí.
Mi padre tenía mejor carácter como jugador que como persona. Quienes lo conocían notaban la diferencia entre el tipo sereno que ganaba siempre al ping pong y el gerente que manejaba a los empleados de su empresa con órdenes precisas e intimidantes. Lo respetaban porque pagaba los sueldos en fecha y premiaba a quienes merecían ser premiados, pero había un fondo de temor en ese respeto, un temor infrahumano a que las cosas nunca estuviesen lo suficientemente bien hechas. Se imponía sin levantar la voz y sin demostraciones despóticas. Sólo le bastaba un signo de reprobación para desatar una tormenta que congelaba el ambiente. De pronto hacía tanto frío que resultaba imposible respirar. El edificio de la empresa se transformaba en una sucursal de la Antártida y había que sobrevivir en condiciones extremas. Nada más adverso a su ideología que tener amigos en el trabajo: no confiaba en el contador, le revisaba las cuentas y le corregía los cálculos, y cada vez que debía viajar al interior de la provincia por cuestiones de negocios, le dictaba un manual de instrucciones a su secretario que vivía en una situación de permanente colapso nervioso. A favor hay que decir que los balances siempre cerraban con cifras positivas y todos los años aumentaban el capital y la cartera de clientes de la empresa. También en casa era dominante, aunque de un modo menos visible y más templado, consciente de que podía manipular a su mujer y a su hijo por telepatía o por telekinesis. Nos movíamos a su voluntad sin darnos cuenta, queríamos lo que él quería, pensábamos lo que él pensaba, impulsados desde adentro por una fuerza superior a nosotros, y que recién hoy puedo definir como la convicción de ser más felices que nadie en el mundo. No una familia perfecta, tres personas perfectas, tres personas con una sola mente, la mente de mi padre. No discutíamos por nada, no había gritos, ni insultos, ni sonrisas con dobles sentidos, ni rencores masticados en silencio, y no recuerdo ningún episodio de nuestra rutina familiar comparable a esas batallas de todos contra todos que he visto en casa de mis amigos. Incluso cuando él se iba de viaje, una o dos veces por mes, mi madre y yo funcionábamos de la misma manera, adaptados a nuestra particular versión doméstica de la armonía preestablecida. Lo hacíamos sin esfuerzo, sin imponernos un modelo de conducta y sin esperar nada a cambio. ¿Qué otra cosa íbamos a hacer? Ya lo teníamos todo, no había una vida mejor que la nuestra, y nos bastaba con ser como éramos para confirmarlo día tras día. Eso explica tal vez por qué nos representábamos el paraíso en la forma de una mesa de ping pong.
Ahora que lo conocen puedo precisar que el único partido que mi padre perdió en su vida fue contra un chino, un chino verdadero, no un descendiente de chinos de segunda o tercera generación, un chino recién venido de la China. Pero para entender cómo un chino llegó a nuestra casa de Mayu Sumaj no me quedan más opciones que abrir el paréntesis donde dejé encerrado a mi primo en el primer párrafo de esta historia. Lo libero y lo expongo como una bestia: mide casi dos metros, tiene la cabeza grande y las manos grandes, tan grandes que resulta difícil creer que fueron pequeñas alguna vez. En términos zoológicos su peso es el equivalente al de un gorila y todo ese peso está lleno de su personalidad, colmado de su temperamento, saturado de su carácter de… Sería ideal que mi primo se presentara a sí mismo para evitar que la repulsión que ahora siento por él se proyecte hacia atrás en el tiempo y desfigure incluso la época en que aún no lo odiaba. Pero no existe esa posibilidad, y si existiera, no se la daría, en absoluto, ¿cómo voy a perderme el placer de completar los puntos suspensivos con la palabra “mierda”? En este repaso imparcial, mi primer recuerdo de su conducta de resentido se remonta a una escena en la que tenemos 10 u 11 años. Estamos sentados en el piso de la galería, apoyados contra el ventanal, esperando nuestros respectivos turnos en la mesa de ping pong. Mi padre ya nos ha eliminado dos veces a cada uno y ahora juega contra un rival que se agita y suda como si estuviera corriendo una maratón en sentido inverso, porque siempre que se mueve hacia un lado la pelota va hacia el otro. Un alto porcentaje de su energía malgastada proviene de las palabras de aliento que salen de la boca de mi primo. Si no lo ovacionara cada vez que parece a punto de escupir el estómago, el pobre ya hubiera entregado la paleta hace rato, vencido por la evidencia, derrotado por todas las probabilidades en su contra, pero aguanta el martirio, por más que el aire le queme los pulmones, por más que tenga calor y tenga frío, sigue jugando al borde de una descompensación cardíaca, sostenido por el honor ajeno, por los gritos de un chico que lo incita, lo elogia y lo putea, con un vocabulario que revela una marcada especialización en actividades genitales y fecales. Lo curioso es que todo el fanatismo de mi primo se concentra en su voz, nada más se mueve en él: no cierra los puños, no aplaude, no salta, permanece relajado, las piernas estiradas en el piso y las manos apoyadas sobre las rodillas,