Disfrazado de novia. Carlos Schilling
viste siempre de negro y sólo usa un anillo y una pulsera, antes sus ojos eran redondos, grandes y oscuros, y ahora son más oblicuos y más vidriosos. Sin embargo, si se desconocen las fechas de los videos, es difícil decir cuál de las dos Susanna Hoffs es menor que la otra. Ha cambiado, ha mutado, pero no se ha vuelto vieja. No sucede lo mismo con las hermanas Debbi y Vicki Peterson. Ellas sí han envejecido, se han convertido en las madres o en las tías de las chicas que fueron veinte años atrás, unas tías medio ridículas o patéticas si se las juzga por los sombreros y las botas que lucen sobre el escenario. ¿Cuál será el destino de Verónica? Yo ya lo sé y me da miedo, muchísimo miedo, un miedo anticipatorio, un miedo de película de suspenso ya vista y vuelta a ver mil veces. Verónica no ha cambiado nunca desde que la conozco, sigue usando el pelo largo, las uñas cortas y la boca apenas animada por el brillo labial. Su política en materia de accesorios tampoco ha variado en cuanto al principio básico de máxima austeridad. Cada vez se parece más a Susanna Hoffs o Susanna Hoffs cada vez se parece más a Verónica. Ya no se niegan mutuamente, ya no se eclipsan, y ese nuevo vínculo entre ellas es ajeno a mi voluntad y no cuenta con mi aprobación. Todo lo contrario. Quiero que quede claro que son mujeres muy distintas para mí, no superpongo sus cuerpos, no recorto sus siluetas de las fotos y las pego juntas para compararlas, no, trato de mantenerlas separadas, una en California, la otra en Córdoba, aisladas en los planetas de sus respectivos sistemas solares, pero mi cabeza no acepta órdenes, trabaja por su cuenta y establece sus propias conexiones, así llega sola a la conclusión de que cuando Verónica tenga la edad que hoy tiene Susanna Hoffs será tan hermosa como ella… En cambio yo, ¿yo? Esa es la otra parte del miedo, el lado b, un miedo calculado, un miedo matemático, un miedo compuesto por regla de tres simple. Si sumamos un kilo por cada año que falta, pesaré 100 kilos cuando cumpla 55, justo 100, la décima parte de una tonelada, el coeficiente de los obesos, una cifra divisible por dos bolsas de cemento o por dos Verónicas en un solo cuerpo masculino. Me veo atrapado en la anatomía de un tipo más panzón que gordo, con las piernas flacas, pálidas y peludas, la piel de los brazos y las manos ya veteadas por venas azules, y arriba, en el lugar de la cabeza, una frente extendida hasta la nuca, una cara hinchada y una boca fija en un rictus de desprecio. Mis ojos detrás de los lentes tendrán el color del agua de los inodoros. Sin embargo, ese Buda deforme, ese hipopótamo albino, ese ogro sobre alimentado y miope, ese monstruo dotado de conciencia recibirá, cada tanto, con frecuencias imposibles de establecer ahora, un correo electrónico o una llamada telefónica, y deberá arrastrarse desde sus cloacas hacia la luz solar, siempre afectado por los mismos síntomas que le generan las citas (calambres, dolores musculares, nudos intestinales), y al final de la pesada y húmeda trayectoria, obtendrá su premio y su castigo.
Vuelvo atrás en el tiempo hasta el día en que invité a Verónica a pasear en el auto que acababa de comprarme. Si bien era el modelo más accesible de los Audi, seguía siendo raza Audi, plateado por fuera y negro por dentro, una forma pura, perfecta para nosotros dos. Pero no era el auto lo que quería mostrarle, sino algo más impactante aún, algo más sólido y definitivo. Verónica recién llegaba de Australia y como yo había empezado un enésimo curso de inglés acelerado, no sé por qué razón quise practicar con ella, y cuando pasábamos sobre el puente Avellaneda traté de decirle I dont like this river, ¿do you?, pero lo que salió de mi boca fue algo que no tenía nada que ver con el río, por lo que Verónica me contestó en español que le sorprendía la cantidad de autos importados que se veían en las calles de Córdoba. Su observación me dio pie para poner a prueba mi vocabulario económico en el idioma de Keynes y le expliqué (traduzco lo que fluía por mi mente, no lo que se trababa en mi glotis) que esa tendencia se mantendría por unos años y había que aprovecharla al máximo, aunque no estaba seguro de que comprar autos importados fuera la más conveniente de las inversiones. No sé lo que entendió Verónica, no puedo ni imaginarlo. El Audi abstracto, el Audio conceptual refutaba todas mis palabras, contradecía punto por punto lo que yo acababa de explicar, pero el Audi concreto, el Audi real se movía nervioso entre los acomplejados Citroens, Peugeots y Renaults que obturaban la avenida Monseñor Pablo Cabrera, los pasaba y los volvía a pasar, anticipándose a los cambios de ideas de los semáforos e impartiéndoles clases de educación vial a los ciclistas y motociclistas analfabetos. Dejamos atrás el aeropuerto y el peaje (pagué con un billete de cien), doblé en dirección a Villa Allende y seguí por el camino del Golf hasta que tomé la vieja ruta a Mendiolaza. Lo que quería mostrarle a Verónica estaba a unas veinte cuadras de esa ruta, por un camino de tierra lateral que subía entre árboles oscuros y casas residenciales. Sin embargo, decidí que lo mejor era merendar antes y la invité a un salón de té en Unquillo. Si bien el inglés se adecuaba más a la atmósfera de esa casa antigua que al interior del Audi, lo abandoné gradualmente, frase por frase, como un ejercicio de higiene mental necesario para entenderme a mí mismo. Verónica mencionó un té que había probado en Birmania o en Camboya y que no figuraba en la carta. La moza miró desesperada al dueño y el dueño vino y nos entretuvo media hora con su erudición sobre infusiones orientales y occidentales, planetarias y extraplanetarias. Como acto de protesta, pedí un café y un trozo de tarta de manzana que desmenuzé con la cucharita sin probar un bocado. Verónica iba a conformarse con un té verde, pero yo insistí en que eligiera una porción de torta, y señalé la que valía como si estuviese tallada en mármol. Cuando terminó el té, le pregunté si no quería un whisky. Hizo el gesto fatal con los ojos y me contestó: ¿Un whisky? ¿Un whisky con torta? Pagué en efectivo y le dejé de propina a la moza todo el vuelto del peaje. Volvimos hasta Mendiolaza y subimos por el camino de tierra. Yo iba despacio, en segunda, esquivando las piedras más grandes y las huellas más profundas, pero lo mismo llegamos enseguida al lugar que quería mostrarle a Verónica: mi terreno, mi propio terreno en las sierras, cinco hectáreas que había comprado cuando el metro cuadrado se cotizaba menos que un puñado de polvo. Ella se bajó del Audi y me siguió por un sendero abierto entre la maleza y los aromos secos, a veces me agarraba del brazo para no tropezarse y otras veces se alejaba en una dirección no prevista en mi visita guiada. La llevé hasta la zona más elevada del terreno, dejé que apreciara la vista panorámica (señaló algo difuso a lo lejos, una bandada de pájaros y un avión en el cielo). Cuando todavía estaba mirando el horizonte, le dije: aquí voy a construir una casa. Hice un ruido con la respiración, que intentó ser el equivalente de unos puntos suspensivos o un paréntesis, y continué: una casa enorme, con ventanales y pileta de natación, sala de música y TV, también una cancha de tenis y… un quincho, claro, ahí, ahí mismo, ¿ves? Le hice recorrer las habitaciones imaginarias explicándole cada cuadro que pensaba colgar de las paredes y cada mueble que iba a comprar en las ferias de antigüedades. En medio de esas detalladas descripciones, cuando ya íbamos por el dormitorio de invitados en la planta alta, le pregunté: ¿de qué color te gustarían las cortinas? Verónica ni lo pensó, dijo: blancas. Las cortinas siempre tienen que ser blancas ¿no?, y me pidió que volviéramos a Córdoba antes de que se hiciera de noche.
La casa ahora está terminada y es muy diferente a la que describí aquella tarde, aunque fue construida en el mismo punto elevado del terreno. Se destaca entre las casas de Mendiolaza por ser cuadrada y blanca, un cubo perfecto, con una única puerta, también blanca, y sin ventanales, sólo una serie de claraboyas diminutas, que parecen agujeros en una caja gigante y que se mantienen cerradas todo el día. No tiene pileta de natación ni cancha de tenis, tampoco hay cuadros ni muebles, y mucho menos un quincho. Permanece vacía, con las paredes oscuras por falta de luz solar, como un refugio subterráneo. Voy los fines de semana, dejo el auto a la sombra de los árboles, abro el candado y las dos cerraduras, vuelvo a cerrar la puerta enseguida a mi espalda, y camino por las habitaciones con una linterna en la mano. A veces no necesito encenderla, ya conozco de memoria cada rincón, y no hay nada con lo que podría tropezarme. Avanzo en la oscuridad respirando el aire clausurado en el que aún percibo algunas vetas de olor a pintura fresca. Mi plan es que la casa sea un centro de comunicaciones con Susanna Hoffs. Pondré varias pantallas en las que continuamente se vean sus videos, sus conciertos grabados y las entrevistas que le hicieron en diferentes programas de televisión. Habrá una sala especial para Eternal Flame y otra para Manic Monday, pero la principal estará dedicada a todas las versiones de Walk Like an Egyptian. En esa sala, pienso romper mi récord de horas mirando videos de Susanna Hoffs. Tres días seguidos, viernes, sábado y domingo, tres días en que no voy a hacer otra cosa más que estar con ella.
El